Capítulo 4 Capítulo III

Ares Rossi

Tomé aire, desabroché mi chaqueta y me senté frente a la barra del bar que solía frecuentar. Había cerrado un negocio importante y como siempre, estaba solo para celebrarlo, no sabía muy bien dónde estaba mi mujer, ella prácticamente tenía una vida diferente a la mía. No celebraba mis logros, no estaba conmigo cuando podíamos, lo único que le servía de mí eran las tarjetas de crédito. ¡Uff! Ese sentimiento de soledad me invadió, y últimamente era cada vez más frecuente.

Solo el hecho de tener que llegar a casa, a esa enorme casa que compré, que le regalé esperando que creáramos una familia, la misma que imaginé con pequeños desordenándolo todo… era como si una daga atravesara todo mi ser. Mi alma estaba cansada.

De reojo vi una pareja que se besaba en uno de los rincones del bar, aquel bar que solo estaba a unas cuantas calles de la zona residencial donde vivía. No había avisado que llegaba así que nadie me esperaría. Tampoco pedí que el chofer fuera por mí, prefería que estuviera disponible para mi esposa.

Sabía que ella estaba molesta, nuestra última llamada no había sido muy cordial. Ella quería que llegara con urgencia a la casa y yo solo le inventé una junta. En realidad había querido sorprenderla, pero al escuchar su trato mediante el móvil, se me habían quitado todas las ganas de hacer algo con ella o para ella.

Una risa algo familiar sacó mi cabeza de esos pensamientos. Volví a mirar en dirección a la pareja que se demostraba su amor tan apasionadamente en aquel rincón. Aún no se soltaban, la luz tenue ayudaba a sus bajos instintos. Otra vez esa risa inundó mis oídos, fijé mi mirada en aquel rincón y de pronto la mujer dejó de darme la espalda. Un frío recorrió mi cuerpo, con sorna observé mi anillo, que tan orgulloso cargaba… ¡Digno final para tan alto matrimonio! Yo disfrutando de una copa solo mientras mi mujer disfrutaba en los brazos de otro, en el mismo bar a donde tantas veces la llevé a disfrutar conmigo.

Reí de mala gana para luego terminar mi trago de un solo golpe, relajé un poco el cuerpo y les envié una botella de champaña de regalo. Bien sabía que hacía años este matrimonio iba mal, pero nunca pensé que ella me sería tan desleal, ¡y en mis propias narices!

—Una excusa, como salida de la manga, para divorciarme. —Mi subconsciente trabajaba por mí—. Mi as bajo la manga. —Volví a reír, sin muchas ganas.

Calmadamente pagué y me retiré. En el estacionamiento busqué el carro que usaba mi esposa, di con nuestro chofer, parado; me acerqué y él sin decir nada abrió la puerta para mí. Lo noté algo nervioso, pero el silencio era mejor que una pobre explicación.

Para mí él solo hacía su trabajo, y ahí fue cuando mea culpa me asaltó. Sabía que todo había cambiado hacía algunos años, hacía exactamente siete años. Antes siempre trataba de estar con Karla, de acompañarla, pero sus celos sin medida, sus reproches por lo que ella imaginaba, no fueron mi culpa. Traté de hacerle entender tantas veces que solo me importaba ella, que al final terminé perdiéndome en esa excusa.

Suspiré, y por primera vez en lo que llevaba de casado me atreví a prender un cigarro. Lo disfruté, me sacié de mi viejo vicio, y otra vez esa maldita risa se escuchó. Divisé a mi futura exesposa, ella aun colgaba del cuello de un niñato que debía tener unos veinte años. Una carcajada salió de mi garganta y fue el chofer quien salió del carro para abrirle la puerta. Le hice un gesto para que no dijera nada y él se limitó a asentir.

Cuando abrió la puerta, el bello rostro de Karla se torció, perdió el brillo, se apagó. El chofer cerró de inmediato y le dio una excusa al niñato, que trató de insultarlo, pero Sebastián no se lo permitió, y descargó un duro golpe en su abdomen.

«¡Diablos, qué fuerza!», pensé, pero me centré en la mujer que tenía al lado. Ella no decía nada, pero tampoco se atrevió a darme la cara. Yo no quería preguntar, algunas cosas ya las deducía, pero aun así debía aclarar algunos puntos.

—No preguntaré desde cuándo, porque lo intuyo —dije cortando un poco el silencio —. Lo que sí me gustaría saber es por qué.

—¿Por qué, preguntas? —Una risa burlona salió de ella y por fin levantó el rostro—. Porque no me pones atención; porque de entre tus amantes, tu mujer, o sea yo, soy tu última opción. —La rabia en ella era palpable, y lo peor era que yo jamás le había sido infiel físicamente. Que mi amor ya no le pertenecía era verdad, pero jamás llegué a los actos, ni esperaba hacerlo—. Solo soy una esposa trofeo…

—Porque tú lo quieres —la interrumpí—. Te he dado todo; luché por ti y por mí en contra de tus celos enfermizos; fuimos a terapia y tú la dejaste; te pedí que me acompañaras en cada viaje —reí de mala gana—, ¡y por Dios, siempre era un «no»! ¿Qué más quieres de mí? ¡Dime! —La vi buscar excusas—. ¡Dime! —grité.

Después de eso todo fueron insultos y gritos. Llegamos a la casa y ella bajó rápidamente del coche, conmigo pisándole los talones. Fui aceptando insulto tras insulto, yo no me rebajaría a hacer lo mismo, ante todo era mi mujer aún y merecía respeto; pero si le reproché sus celos desmedidos, sus amantes y su poca atención. Finalmente llegamos a la alcoba, esa que no compartíamos hacía ya bastante tiempo. Los dos nos sentamos en la cama, en lados opuestos, dándonos la espalda. El silencio era agobiante, quise decir algo pero ella se me adelantó.

—¿Por qué nos casamos? —preguntó dejándome helado— ¿Por presión, por dinero, por amor? —Su risa inundó la habitación.

—Yo me casé contigo porque quería formar una familia, veía un futuro contigo…

Ella fue la que me interrumpió.

—Yo solo quería salir de mi casa. —El silencio de nuevo llegó a nosotros—. Está mal, todo esto ha estado mal, sé que tienes tus ojos en otra, lo he notado desde que cruzaron miradas, aquí en la casa. —Inmediatamente me giré para verla—. No hay razón para seguir, solo quiero ser feliz y que tú lo seas. —Se levantó de la cama y caminó hasta el vestidor—. Es diferente, ¿sabes? Ella es inocente, le has escondido muchas cosas, tienes que sincerarte —dijo y yo reí amargamente. Karla tenía razón—. Solo no la dañes. —Salió del armario, ya cambiada y con una maleta en sus manos—. Iré a ver… bueno no sé dónde aún. Haz los papeles del divorcio.

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