Capítulo 1 Traición

~Renata~

Hoy salí antes del trabajo, me sentía animada, con ganas de cocinar algo especial. Compré pasta fresca, vino tinto y un postre que sabía que a Marco le encantaba. A veces, los pequeños gestos mantienen viva la llama.

Apenas metí la llave en la cerradura, el silencio me pareció extraño. Demasiado silencio para una casa habitada. Me quité los tacones en la entrada y caminé descalza, cargando las bolsas con una sonrisa tonta en los labios.

—¿Marcos? —llamé bajito—. ¿Emma?

Nadie respondió.

Subí las escaleras con cuidado de no hacer ruido, sin saber por qué. Tal vez por costumbre. O quizás porque mi cuerpo ya lo sabía antes que mi mente.

La puerta de la habitación estaba entreabierta. Nuestra habitación. La habitación que compartí con él por los últimos seis años. Me acerqué sin hacer un solo sonido, sin siquiera respirar. Y entonces los oí.

—Estoy embarazada —dijo ella con voz temblorosa pero muy emocionada.

Un silencio. Luego la voz de él.

—¿Hablas en serio?

—Sí… ¡De verdad! Me hice dos pruebas esta mañana. Estoy embarazada de ti.

Una carcajada feliz, aliviada, hasta Ilusionada escuché.

—¡Joder, Emma! ¡Vamos a tener un bebé!

El suelo pareció desvanecerse bajo mis pies. Un pitido me retumbó en los oídos, como si el mundo hubiese decidido reventar dentro de mí. No necesitaba ver más. No necesitaba abrir la puerta.

No. Solo me quedé ahí temblando, con el corazón estallándome dentro del pecho y las palabras clavándose como agujas en mis costillas.

—¿Y si alguien sospecha? —preguntó ella, un poco más bajo—. Tú sabes…

—Diremos que es de tu novio —respondió Marco con naturalidad—. Nadie lo va a dudar. Además, tú y yo somos como padre e hija.

—Pero… ¿y mi madre?

Claro, su madre, yo.

—No te preocupes. A veces creo que ella sospecha algo, pero se hace la tonta. Siempre tan confiada. Tan ocupada en su mundo.

Sentí náuseas. Las piernas me temblaban. Apreté la boca con fuerza para no gritar, para no derrumbarme en el pasillo como una maldita escena de telenovela. No podía quedarme ahí como una espectadora de mi propia desgracia.

Respiré profundo. Di media vuelta y bajé las escaleras, con el mismo cuidado con el que había subido. Entré en la cocina, dejé las bolsas sobre la encimera con algo de ruido. Abrí una gaveta. Saqué dos platos. Los puse sobre la mesa con un golpe seco. Lo suficiente para que me oyeran. Lo suficiente para anunciar mi presencia.

Escuché movimiento arriba. Pisadas apresuradas. Voces ahogadas.

Conté hasta cinco. Cuatro. Tres…

Entonces los vi bajar, uno detrás del otro. Marco se acomodaba el cuello de la camisa. Emma llevaba el cabello revuelto y la cara ligeramente sonrojada. Pero sonreían. O lo intentaban. Sonreían como si todo estuviera bien.

—¡Amor! —dijo Marco, dándome un beso fugaz en la mejilla—. Qué sorpresa, no sabía que ibas a llegar tan temprano.

—Sí… terminé antes y pensé en cocinar algo rico —respondí, girándome para que no notaran cómo me ardían los ojos—. ¿Y ustedes qué hacían?

Emma se adelantó.

—Estábamos viendo una película. Me dolía un poco la cabeza, así que fui a acostarme un rato y Marco subió a verme.

Asentí. Fui hasta la bolsa y saqué el vino.

—¿Una copa?

—Claro —dijeron al unísono.

Se sentaron. Observé cómo se miraban, cómo intentaban no cruzar la línea, cómo el nerviosismo les vibraba en los dedos y en las pupilas. Pero lo disimulaban bien. Demasiado bien. Como si llevaran tiempo haciéndolo. Como si ya tuvieran ensayadas todas las respuestas.

Yo serví el vino. Una copa para cada uno.

—¿Qué vamos a cenar? —preguntó Marco, como si nada.

—Algo ligero. Pasta. ¿Te parece?

—Perfecto.

No sé cómo logré mantenerme firme. No sé cómo no los confronté ahí mismo, gritándoles todo lo que había oído. Pero no. Algo dentro de mí se cerró en ese momento. No pude decir nada.

Porque esa traición no dolía solo por lo físico. Dolía por la confianza, por la mentira cotidiana, por el techo compartido. Dolía por cada cena, cada noche, cada promesa. Dolía porque la consideré una hija. Porque la abracé, la cuidé y la amé, como una madre.

—Mamá, Colton vendrá mañana a cenar. Lo invité porque quiero presentárselos —me dijo Emma con una sonrisa radiante, llena de ilusión—. Además, tengo una noticia que darles.

—¿Qué noticia? —Marcos la miró arqueando una ceja—. No me digas que van a casarse.

Mi hija soltó una carcajada ligera.

—¡Claro que no! ¿Cómo se te ocurre? Por ahora es un secreto.

—¿Cuánto tiempo llevas con ese tal Colton? —pregunté, dándoles la espalda para ocultar mi expresión.

—Mmm... unos cuatro meses, más o menos —respondió, algo titubeante—. Pero estamos muy enamorados, mamá. No te molesta que lo haya invitado, ¿verdad?

—En lo absoluto. Soy la primera interesada en saber con quién te relacionas, cariño. Prepararé una buena cena para recibirlo mañana.

—¡Eres la mejor!

Emma rodeó el mesón de la cocina y me abrazó con entusiasmo. El corazón me dolía; era insoportable pensar que todo ese tiempo ella y mi esposo se habían acostado a mis espaldas.

¿Desde cuándo? ¿En qué momento había comenzado esa relación asquerosa?

—Amor, te noto distraída —susurró Marcos al acercarse por detrás, justo después de que Emma subiera las escaleras con aire feliz.

—Estoy cansada —lo aparté con suavidad, sin mostrar rechazo abierto. Su olor impregnado de Emma me repugnaba.

—Creo que necesitas relajarte un poco. ¿O acaso no quieres que Emma traiga a su novio?

—No es eso. Ella ya es adulta, nunca le he prohibido que salga con nadie. Me alegra verla feliz.

—Entonces, ¿qué ocurre?

—Ya te dije que estoy cansada. Iré a cambiarme y luego empezaré a cocinar.

Subí las escaleras a toda prisa, con los ojos ardiendo por las lágrimas contenidas. Al encerrarme en el baño me derrumbé, dejando escapar en silencio todo mi dolor. Seis años de matrimonio se habían ido a la basura. Marcos era un miserable, y Emma no se quedaba atrás.

Tendrán un hijo juntos. ¿Cómo pueden ser tan inconscientes? Por supuesto, me harán creer que es mi nieto, lo presentarán como hijo de ese tal Colton, mientras en secreto disfrutan de su amor prohibido y de la dicha de traer una criatura al mundo.

Me acerqué al lavabo y me lavé la cara con agua fría. Mi reflejo me devolvió unos ojos enrojecidos y un rostro demasiado pálido. Me observé por unos segundos, sintiéndome insignificante. ¿Será porque Emma es una jovencita de veintidós años y yo apenas una mujer de treinta? ¿Dejé de ser atractiva para él?

Apreté los dientes con rabia y me sequé las lágrimas que se empeñaban en seguir cayendo. No, no debía llorar por ese par de desgraciados. Lo que debía hacer era preparar el papeleo del divorcio y arrojarlos a ambos a la calle.

Esta casa era mía, y tenía el poder para hacerlo.

Pensé que esa sería mi mejor venganza... hasta que apareció aquel joven de sonrisa encantadora y mirada rebosante de intenciones impuras.

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