Capítulo 2 La firma del diablo
El peso de su pregunta cayó sobre mí como un bloque de hielo.
—Mi niña… no entiendo qué está pasando. ¿Cómo conseguiste el dinero para internarme?
Me acerqué lentamente a la cama, entrelazando nuestras manos. Mi sonrisa se sentía como una máscara de porcelana rota, mientras en mi pecho el corazón luchaba por escapar de la mentira.
Ese hombre, a quien aún no me atrevía a ponerle nombre, había pagado por la opulencia: atención exclusiva en el hospital más caro de California. Mamá estaría segura. Recibiría su diálisis, se estabilizaría, y luego iría a un centro de recuperación con una enfermera personal mientras yo... yo pagaba el precio.
No podía quejarme. No ahora que la veía rodeada de médicos competentes. El costo era mi libertad. El pago era nuestra salvación.
—Tengo una propuesta de trabajo, mami —dije, luchando contra el nudo en mi garganta—. Solo un mes, dos a lo sumo, y volveré. —Las lágrimas se asfixiaron bajo el esfuerzo de mantener la compostura—. Es dinero suficiente para prometerte que no sufriremos más. Te juro que tendrás tu trasplante.
Sus ojos, esos ojos que me conocían mejor que yo misma, me escrutaron. Ella siempre supo cuando mentía. Ahora tenía que aprender a ser una actriz consumada.
—¿Qué clase de trabajo te paga tan bien? —Su voz, frágil pero firme, se sintió como una aguja.
—Es... un contrato temporal en una empresa —mentí, sintiendo el aire denso y sofocante—. Algo... diferente, fuera de California. Nada de qué preocuparse.
No asintió de inmediato. Apretó mis dedos con fuerza, su mirada fija en mi alma, pero finalmente cedió. Sabía que no me creía, pero la desesperación por sanar era un silencio cómplice.
—¿Llamarás a menudo? —preguntó, y la vulnerabilidad en su tono me partió—. Te extrañaré mucho, Anna.
—Oh, mamá, claro que sí —susurré, abrazándola rápidamente, queriendo congelar ese calor, su aroma familiar. Cerré los ojos—. Te llamaré todas las noches. Lo prometo.
—También quiero la dirección donde te quedarás y el nombre de la empresa —insistió, con una preocupación que se filtraba a través de su fachada.
Me separé, forzando la sonrisa.
—Cuando esté instalada, te lo haré saber. No te preocupes.
Miré de reojo el reloj. Mi tiempo se acababa. Él estaría esperando.
—Tengo que irme —suspiré, la voz temblorosa—. Prométeme que harás todo lo que los médicos te ordenen.
—Lo prometo, hija —murmuró, su último abrazo fue una bendición y una despedida.
Salí de la habitación con el alma hecha añicos. Cada paso era un abandono, dejando una parte de mí junto a ella. Jamás nos habíamos separado.
Fuera del hospital, no fue difícil distinguir el coche. Un sedán negro y lustroso que gritaba dinero, reluciente bajo la luz tenue de los faroles. Antes de que llegara a la puerta, esta se abrió en un silencio ominoso, como si me hubieran estado vigilando.
Subí al asiento trasero. El aire se llenó de una tensión sofocante que no era física, sino de poder. Él estaba ahí, el hombre que me había despojado de mi última pizca de dignidad, con una mirada fría y calculadora.
—Ten —dijo sin rodeos, extendiendo unas hojas y un bolígrafo.
Tomé los documentos. Mi vista se fijó en el encabezado: Acta de Matrimonio. Un sudor frío me recorrió la espalda. Pasé la página: un poder legal que me nombraba única beneficiaria de una inmensa fortuna en caso de muerte de mi "esposo".
—¿Qué…? —Mi garganta se cerró—. Pensé que solo fingiría. Esto… ¡esto es más ilegal aún!
Su ceño se frunció ligeramente, una marca de impaciencia.
—Y seguirás fingiendo, porque este documento es falso. Me tomó tiempo falsificar la firma. —Me miró con un desprecio sutil—. ¿Creíste que serías aceptada sin el acta?
—No.
—Exacto —su tono era cortante—. Es un contrato simple, Anna. Tú finges ser su viuda. Heredas todo. Desapareces. Tu madre estará segura, y yo habré resuelto mis asuntos.
El bolígrafo temblaba en mi mano.
—¿Quién eres tú? —pregunté en un susurro.
Él sonrió, pero la mueca no tocó sus ojos, vacíos de cualquier emoción.
—Entre menos sepas de mí, más segura estarás. Llámame... Salvador. Tu único salvador.
Inhalé profundamente, estabilizando el temblor. Y luego firmé. Con ese trazo sobre el papel, mi vida ya no me pertenecía.
—¿Y ahora? —murmuré, entregándole los documentos.
—Ahora escucharás con atención.
Se inclinó y comenzó a detallar la historia: cómo había llegado a mí, cómo había "descubierto" mi conexión con el difunto en unos documentos. Él era el hombre de la oficina, el que me había ofrecido una soga disfrazada de salvación.
—Serás la viuda dolida —dijo con ironía—. Una mujer que lo perdió todo, excepto la inmensa fortuna que te dejó. La gente tragará la historia. Las preguntas vendrán, pero si sigues mis instrucciones, nadie sabrá la verdad.
—¿Cómo era él... mi falso esposo? —pregunté, desesperada por un ancla.
Él se encogió de hombros con desdén.
—Un maldito malhumorado. Un bastardo. Lo demás no importa. No lidiarás con el muerto, sino con las personas que lo rodeaban. Ellos son los verdaderos problemas.
Esa respuesta me encogió el estómago.
—¿Y esas personas? ¿Qué quieren?
—Lo mismo que tú y que yo. Dinero, poder. Pero no te preocupes —aseguró con una sonrisa torcida—. Mientras sigas mis instrucciones, nadie te tocará.
—¿Tenía hijos? ¿Sus padres? ¿Amigos? ¡Necesito detalles!
—No sé si era heterosexual. No tuvo hijos. Su padre murió y su madre se casó con uno de sus capos. Hay un hombre, Dario Pellegrini, su mano derecha, lo más parecido a un amigo. Pero como mi hermanastro mantenía todo en secreto, Dario no sabe nada de ti.
—¿Hermanastro? —murmuré, el terror se triplicó.
—Un tecnicismo. Ahora escucha. Di lo que yo te diga, y nada más. La información es limitada por una razón. El guion es cerrado. ¿Entendido?
[...]
El jet privado volaba hacia Chicago. La mirada crítica de Salvador Volpe me obligó a cambiarme.
En el vestidor, un elegante vestido negro me esperaba, resaltando mi figura. La opulencia del avión reflejaba el poder de la familia de mi "esposo". Me vestí, me arreglé, intentando que mi exterior gritara: Viuda de élite.
Cuando salí, la evaluación de Volpe fue fría. Sus ojos recorrieron cada detalle.
—Ahora sí estás a la altura. Prepárate. Una vez que lleguemos, no habrá marcha atrás. La gente de Chicago está esperando a la señora Vitale.
Me senté, sintiendo la presión. El avión aterrizó.
La puerta se abrió y el frío aire de Chicago me golpeó. En la pista nos esperaba un grupo de hombres de negro. El más imponente se acercó. Sus ojos eran fríos, calculadores: Dario Pellegrini, la mano derecha.
—Bienvenida a Chicago, señora Vitale —saludó con una inclinación formal.
—Sí, Dario, gracias.
Fruncí el ceño al ver que Volpe no se movería.
—Espera, ¿vienes conmigo? —le rogué—. Me sentiría más segura.
—Yo iré en otro auto. No tienes que temer, Dario cuidará de ti. Él cuidó del jefe, así como lo hará contigo.
Mi estómago se revolvió al escuchar la equivalencia. ¿Me estaba entregando a la mano derecha del hombre al que creen muerto?
—¿Dario? —Intenté ocultar el nerviosismo al mirar al hombre impasible.
—Todo saldrá según lo planeado —afirmó Volpe.
Me mordí el labio.
—Está bien —dije finalmente—. Pero si algo sale mal…
—Nada saldrá mal —me interrumpió, dándose la vuelta sin más. Dejó a su presa en manos del depredador ajeno.
Miré a Dario. No había nada en sus ojos salvo una autoridad silenciosa. No podía escapar. Me dirigí a la limusina. Había llegado al infierno de la mafia de Nero Vitale.
