Treinta y ocho

En ese momento no solo mi rostro estaba más cálido de lo habitual. Con una lentitud deprimente, él se inclinó hacia mí. Me estremecí y escuché su aguda inhalación. Su respiración era irregular, su corazón latía aceleradamente. Podía oírlo golpear contra la jaula de su pecho.

—¡No! —le advertí, lige...

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