Capítulo 1 El trato prohibido

Nunca me gustaron los espejos. Desde niña, cada vez que mi reflejo me devolvía la mirada, me parecía ver algo más, algo que no pertenecía solo a mí. Quizás era la manera en la que mis pupilas se oscurecían cuando estaba enojada, o la forma en que mis sentidos parecían agudizarse más de lo normal. Mi madre solía decir que yo estaba maldita, que había nacido omega, destinada a obedecer, a bajar la cabeza frente a los fuertes.

Lo intenté. Pasé la vida tratando de encajar en un mundo que parecía querer aplastarme, pero con el tiempo comprendí que dentro de mí habitaba una fuerza que no podía sofocar para siempre.

Y esa fuerza, esa furia dormida bajo la piel, comenzó a despertar la noche en que acepté trabajar como camarera en el club más exclusivo y peligroso de la ciudad: Elysium.

El lugar era un santuario para millonarios, mafiosos y criaturas que nunca mostrarían su verdadera cara bajo la luz del día. Yo necesitaba el dinero, y necesitaba ocultarme. Así que me vestí con un uniforme demasiado ajustado y unos tacones que parecían instrumentos de tortura, y crucé esas puertas como si entrara al infierno.

Lo primero que sentí fue el aroma. Una mezcla intensa de whisky caro, cuero, perfume masculino… y algo más. Un olor metálico, salvaje, que erizó la piel de mis brazos.

Lo segundo que sentí fueron los ojos. Decenas de ellos, evaluándome, desnudándome sin tocarme. Yo sabía que no debía temblar. Había prometido ser fuerte.

Pero entonces lo vi.

Sentado en el centro de una mesa privada, con un vaso de cristal en la mano y un traje que parecía cosido directamente a su piel, estaba Dante Valeri. El nombre me era familiar, aunque nunca lo había visto en persona. Un apellido que sonaba en los pasillos de la ciudad como un rumor maldito: mafia, negocios turbios, desapariciones. Había quienes lo llamaban billonario, otros lo nombraban jefe, y otros simplemente Alfa.

Su mirada se clavó en mí de inmediato. Oscura, intensa, con un brillo plateado que parecía imposible. Como si algo dentro de sus pupilas no fuera humano.

Me congelé. Sentí que todo mi cuerpo reaccionaba antes que mi mente. Un calor bajo la piel, un cosquilleo en la garganta, el corazón golpeando contra mis costillas. No era miedo, aunque debía serlo. Era atracción. Brutal. Prohibida.

Él sonrió apenas, un gesto tan leve que pude haberlo imaginado, pero lo sentí atravesarme como una sentencia.

—La nueva —dijo con voz grave, y yo descubrí que hablaba de mí.

El jefe de barra asintió nervioso y me empujó hacia adelante.

—Señor Valeri, esta es Aria.

Mi nombre en sus labios fue un choque eléctrico. Lo pronunció con una lentitud peligrosa, como si lo degustara.

—Aria —repitió, y en ese instante supe que estaba perdida.

Me acerqué con la bandeja en alto, fingiendo serenidad. Había atendido a hombres difíciles antes, incluso crueles, pero nada me había preparado para ese magnetismo. Sus ojos parecían desnudarme, pero no de la manera vulgar a la que estaba acostumbrada. Él parecía mirar dentro, hurgar en lo más profundo de mi piel, como si buscara un secreto que yo misma no entendía.

—Whisky, doble. —Su orden fue un susurro, aunque todos en la mesa lo escucharon.

Lo serví con manos firmes. O al menos intenté que lo fueran. Cuando me incliné, el roce de su aliento en mi muñeca me desarmó. Era caliente, casi animal.

—No eres de aquí —murmuró. No fue una pregunta.

Tragué saliva. —No, señor.

—Y huyes de algo. —Tampoco fue una pregunta.

Lo miré directo, desafiando por un segundo el instinto que me gritaba que bajara la cabeza. Sus labios se curvaron en una media sonrisa peligrosa.

—Interesante.

Las risas de sus hombres llenaron el espacio, pero yo solo escuchaba el latido en mis oídos. Quise alejarme, esconderme en la cocina, pero sus dedos rozaron los míos al tomar el vaso, y me anclaron ahí.

—Aria. —Repitió, como si mi nombre le perteneciera ya.

Algo en mi interior respondió, algo oscuro y profundo. Un rugido invisible que no debía existir.

Me aparté de golpe, más rápido de lo que debía, y él lo notó. Sus ojos destellaron con un brillo metálico, feroz.

—No corras —susurró, tan bajo que solo yo pude escucharlo.

Toda la noche lo sentí mirarme, incluso cuando atendía otras mesas. No bebía demasiado, no hablaba mucho. Solo me observaba, como un cazador paciente.

Cuando el club cerró, respiré aliviada. Caminaba hacia la salida tras cambiarme de ropa, cuando una voz grave me detuvo en el pasillo oscuro.

—Aria.

Me giré. Estaba ahí, apoyado contra la pared, como si me hubiera estado esperando desde siempre.

—Señor Valeri… —mi voz tembló, y lo odié por eso.

Él dio un paso hacia mí. La penumbra apenas ocultaba la intensidad de sus ojos.

—No me llames así. Llámame Dante.

El aire entre nosotros se tensó. Podía olerlo de nuevo: ese aroma salvaje, peligroso, que despertaba algo en mí que me negaba a reconocer.

—Tengo que irme —murmuré, intentando avanzar.

Él bloqueó mi paso con un movimiento sutil, sin tocarme. La cercanía me quemaba.

—¿Por qué corres? —preguntó con calma, pero su voz era un roce sobre mi piel.

—No corro. Solo… no quiero problemas.

Su risa fue baja, oscura. —Tarde. Ya los tienes.

Mi corazón golpeó fuerte. Quise hablar, pero él inclinó el rostro hacia mí, tan cerca que pude sentir el calor de sus labios a centímetros.

—No sabes quién eres todavía, ¿verdad? —Su pregunta me heló.

Lo miré confundida, pero no tuve tiempo de responder. De pronto, su expresión cambió, se endureció. Un gruñido bajo salió de su garganta, un sonido imposible de un hombre. Y entonces lo vi: sus ojos brillaron con un destello plateado, casi animal.

Retrocedí, aterrada y fascinada.

—¿Qué eres? —pregunté en un susurro ahogado.

Él sonrió, mostrando apenas un filo de colmillos más largos de lo normal.

—Tu peor error… o tu destino.

Un estruendo resonó al fondo del pasillo. Voces apresuradas, hombres llamándolo. Dante no me apartó la mirada.

—Nos veremos pronto, mate. —Escupió la palabra con un peso que no comprendí, y luego desapareció entre sombras antes de que pudiera reaccionar.

Me quedé sola, el corazón desbocado, con la certeza de que mi vida acababa de cambiar para siempre.

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