Capítulo 2 Cadenas invisibles
Dormí poco esa noche. Cada vez que cerraba los ojos, veía los suyos. Dante. Alfa. Mafia. Hombres lobo. Todo era un sinsentido, y aun así… dentro de mí, algo vibraba con esa palabra que me había lanzado como sentencia: mate.
En el club, al día siguiente, lo primero que escuché fue el murmullo de las chicas de barra. “Valeri preguntó por ti”, decían. “El Alfa quiere verte”. Yo fingí indiferencia, pero el estómago me ardía.
Cuando entró, no hubo duda: el aire cambió. Todos bajaron la mirada, como si una fuerza invisible los doblegara. Yo lo miré, y esa fue mi primera desobediencia. Él lo notó.
—Aria —dijo, en medio del silencio general.
Me llevó a un salón privado. Nadie osó detenerlo. Nadie se atrevería.
—Necesitas respuestas —afirmó él, observándome como si midiera cada reacción—. Tu madre nunca te dijo lo que eres, ¿verdad?
Lo enfrenté con el poco valor que me quedaba. —Lo único que sé es que quiero estar lejos de ti.
Su sonrisa fue peligrosa. —Mentira. Tus latidos te delatan.
Me acorraló contra la pared, sin tocarme, pero la energía entre nosotros era física, casi tangible. Sentí el calor recorrerme. No era humano, y lo sabía.
—Eres omega, Aria. —Su voz fue un filo suave—. Y yo soy tu Alfa.
Un escalofrío me recorrió la columna. El instinto gritaba que me sometiera, pero mi orgullo me obligaba a resistir.
—Yo no pertenezco a nadie —le escupí, con un hilo de voz.
Él se inclinó, tan cerca que el roce de sus labios rozó mi oído.
—Ya lo veremos.
Esa noche, entre whisky, susurros y amenazas, Dante me reveló más: él controlaba gran parte de la ciudad. Su clan era mafia, pero también manada. Y ahora yo estaba en su radar.
Me fui con las piernas temblorosas, jurándome no volver. Pero el problema era que ya no podía escapar. Algo invisible me ataba a él.
Traté de evitarlo. Una semana completa me escondí en turnos diurnos, aceptando trabajos extras con tal de esquivar su sombra. Pero Dante siempre encontraba la forma de aparecer. Un coche negro frente a mi departamento. Una mirada desde el balcón del club.
Esa vigilancia se volvió insoportable… y extrañamente reconfortante. ¿Acaso me estaba volviendo loca?
Una noche, al salir de Elysium, tres hombres me interceptaron en el callejón. No eran lobos, solo matones. Uno me sujetó del brazo con brutalidad, exigiendo que entregara “lo que Valeri valoraba”. No entendí hasta que vi la furia en sus ojos.
Antes de que pudiera gritar, una sombra cayó sobre ellos. Dante. Lo vi transformarse parcialmente, músculos tensos, colmillos brillando bajo la luna. El sonido de huesos rompiéndose me heló la sangre.
Cuando todo terminó, yo temblaba, atrapada entre miedo y deseo. Él me sostuvo, su agarre fuerte pero cálido.
—Mientras estés en mi ciudad, nadie toca lo que es mío.
Quise protestar, decirle que no era suya, pero mis labios se negaron. Entonces lo sentí: un ardor en mi muñeca, como si su contacto hubiera dejado una marca invisible.
Esa noche soñé con él. Con sus manos, con su boca, con la idea prohibida de rendirme a lo que decía ser nuestro destino.
Al despertar, la marca seguía ahí, roja, latiendo como fuego bajo la piel.
No era suficiente con que mi cuerpo lo traicionara. Ahora, Dante quería más.
Me citó en su mansión, un palacio de mármol y sombras, custodiado por lobos con trajes y armas. Ahí, me lanzó una propuesta que era más bien una orden:
—Un matrimonio arreglado. —Su voz no admitía réplica—. Serás mi esposa.
Reí con amargura. —¿Y así de fácil? ¿Una camarera se convierte en la reina de la mafia?
—No una camarera. —Se acercó, tocando con suavidad mi marca ardiente—. Mi mate.
Me resistí, pero su mirada, su cercanía, la química insoportable entre nosotros, me derrumbaban por dentro. No era solo poder, era atracción salvaje.
Él no lo negó. —Podría obligarte, Aria. Podría usar mi condición de Alfa. Pero prefiero que elijas.
Su “elección” era una cadena invisible. Si decía que no, sabía que mi vida corría peligro. Si decía que sí, me condenaba a él.
Acepté. Con los labios apretados, la voz rota.
Esa noche, durante la firma del contrato, Dante deslizó su mano sobre la mía. Su piel ardía, la mía respondía. El aire entre nosotros se volvió insoportable.
No hubo beso. Solo una tensión que nos dejó a ambos temblando.
El matrimonio debía anunciarse pronto. Yo estaba atrapada en un juego de poder, pero también en un torbellino de sensaciones que no podía controlar.
Dante se mostraba como un depredador paciente. No me forzaba, pero me cercaba. Cada roce, cada mirada, era un recordatorio de lo que ardía entre nosotros.
Una noche, incapaz de dormir en la habitación que me habían asignado en su mansión, bajé al jardín. Lo encontré ahí, bajo la luna, con la camisa desabrochada, la piel sudorosa tras algún entrenamiento. Sus cicatrices brillaban como mapas de guerra.
—No puedes dormir —murmuró, sin mirarme.
—No, gracias a ti —respondí, irritada.
Él rió bajo, oscuro. Se acercó despacio, como si temiera asustarme. Cuando quedó frente a mí, tomó mi mano y la guió a su pecho desnudo. Su corazón latía fuerte, salvaje.
—Sientes esto porque somos lo mismo, Aria.
Lo miré a los ojos, y por primera vez no vi solo poder. Vi dolor. Vi un hombre marcado por un pasado oscuro, que llevaba su soledad como una condena.
Y entonces, sin pensarlo, lo besé. O quizás fue él quien me besó a mí. No lo supe. Solo recuerdo el ardor, el choque de labios, el rugido bajo en su garganta, mis manos aferrándose a su piel.
El mundo desapareció. Solo quedamos él y yo, ardiendo en un fuego prohibido.
Cuando nos separamos, su frente apoyada en la mía, respiró agitado.
—Ahora ya no hay vuelta atrás.
Y lo supe: el despertar había comenzado.



































