Capítulo 3 Sombras de sangre

Nunca había creído en el destino. Me parecían historias inventadas para justificar errores, para consolar a quienes no podían elegir. Pero ahora, cada vez que Dante me rozaba con la mirada, cada vez que mi piel ardía bajo su contacto, sentía que algo más fuerte que la lógica nos ataba.

Y lo odiaba.

Porque quererlo significaba perderme.

La mansión Valeri era un palacio hecho de silencio y vigilancia. Guardias en cada pasillo, puertas cerradas, susurros que callaban apenas yo entraba. Yo era la prometida del Alfa, y aun así, me trataban como intrusa. Quizás lo era.

Esa tarde, Dante había salido a “negocios”. La palabra se me quedó en la boca como veneno. Sabía lo que significaba: pactos de mafia, dinero lavado, sangre derramada. El hombre que me besaba con fuego en el jardín era el mismo que podía ordenar muertes con un gesto de la mano.

Caminé por los pasillos buscando aire. Las paredes parecían encogerse. Me encontré con una puerta entreabierta y, sin pensar demasiado, empujé.

Era una biblioteca inmensa. El olor a cuero y polvo me golpeó primero. Estantes interminables, lámparas bajas, un piano olvidado en un rincón. Y sobre la mesa principal, un cuaderno abierto.

Me acerqué, aunque sabía que no debía. Las páginas estaban llenas de anotaciones, mapas, nombres tachados con tinta roja. Reconocí algunos: empresarios, políticos… personas que en los noticieros aparecían como respetables. Todos tenían una marca al lado. Una X, o un círculo.

Un escalofrío me recorrió. Era un registro de enemigos, aliados… y presas.

—Curiosa como una gata.

La voz me hizo girar en seco. Dante estaba en el umbral, sin chaqueta, con la camisa manchada en el hombro. No era vino. Era sangre.

Tragué saliva. —Yo… lo siento. No quería—

—Querías. —Su tono fue bajo, casi divertido, pero sus ojos ardían con otra cosa. Caminó hacia mí despacio, como un depredador que saborea la tensión—. Eres diferente a todas las que han pasado por esta casa. Ninguna se atrevería a tocar lo que es mío.

Lo odiaba por esa manera de hablar, como si el mundo entero le perteneciera. Pero lo que más odiaba era que parte de mí quería pertenecerle.

Cuando estuvo lo bastante cerca, me tomó de la muñeca y me atrajo hacia él. El calor de su cuerpo me envolvió, mezclado con ese aroma salvaje que siempre me desarmaba.

—¿De quién es esa sangre? —pregunté en un susurro.

Su mirada brilló con un destello metálico. —De alguien que me traicionó.

Un silencio pesado nos rodeó. No supe si sentir miedo o alivio. Porque en lo más profundo, sabía que Dante mataría por mí sin dudarlo.

—¿Y si un día soy yo la que te traiciona? —Me atreví a desafiarlo.

Su sonrisa fue oscura, peligrosa. —Entonces te marcaría aún más fuerte, para que ni la muerte pueda arrancarte de mí.

Sus palabras fueron un golpe, pero también un anzuelo. Lo odiaba, pero lo deseaba. Mis labios ardían por besarlo, aunque debía huir.

Y lo besé.

O quizás fue él. No lo supe. Solo recuerdo su boca reclamando la mía con violencia contenida, sus manos enredándose en mi cabello, mi cuerpo respondiendo como si hubiera esperado ese momento toda la vida.

El beso fue una guerra. Mi resistencia contra su dominio. Mi orgullo contra su poder. Pero también fue un incendio.

Cuando se apartó, respirábamos como si hubiéramos corrido kilómetros. Sus ojos brillaban con un fulgor plateado, y entonces lo entendí: estaba luchando contra su instinto.

—No sabes lo que provocas, Aria —dijo con la voz rota, como si contuviera un rugido.

Yo lo miré desafiante. —Quizás sí lo sé.

Él soltó una risa baja, sin humor. Luego me dio la espalda, caminando hacia la mesa.

—Necesitas saber algo —dijo, con un tono distinto. Más grave. Más íntimo—. Los míos no aceptan este enlace. Una omega con un Alfa… y humana, además.

—¿Humana? —repetí, confundida.

Él me observó, ladeando la cabeza. —¿Crees que tu fuerza, tus sentidos, tus arranques de rabia son normales? No, Aria. No lo son. No eres como los demás.

Un frío me recorrió. Las palabras de mi madre resonaron en mi memoria: estás maldita.

—Lo que eres, aún no lo sabes. Pero lo descubrirás pronto. —Su voz fue casi un juramento.

Antes de que pudiera preguntar más, un golpe seco retumbó en la puerta principal de la mansión. Gritos, pasos apresurados. Dante tensó la mandíbula y salió del salón. Yo lo seguí, a pesar de las advertencias de su mirada.

En el vestíbulo, dos guardias arrastraban a un hombre herido. Reconocí el olor metálico antes que la visión de la sangre. El desconocido me miró con ojos aterrados.

—¡No confíes en él! —gritó, señalando a Dante con el poco aire que le quedaba—. ¡No es tu destino, es tu prisión!

Dante rugió. Literalmente rugió. Un sonido animal que hizo temblar los muros. En un parpadeo, el Alfa se lanzó sobre el intruso. El choque fue brutal. Garras, colmillos, un destello de plata.

Quise mirar hacia otro lado, pero no pude. Vi a Dante desgarrar al hombre como si fuera papel. Y cuando terminó, se giró hacia mí, respirando agitado, cubierto de sangre.

Por un instante, no vi al mafioso, ni al Alfa. Vi al monstruo.

Él dio un paso hacia mí. Yo retrocedí, con el corazón desbocado.

—No me mires así —murmuró, con un dolor extraño en la voz.

—Eres un asesino.

—Soy lo que debo ser para proteger lo que es mío. —Su mirada se clavó en mí como un hierro candente—. Y tú eres mía, lo quieras o no.

Un silencio nos envolvió, solo roto por mi respiración entrecortada.

Entonces lo vi: sus manos temblaban. Sus ojos no eran solo ferocidad, también había miedo.

—Lo siento —susurró, apenas audible.

Y se alejó, dejándome sola en medio del vestíbulo, con el cuerpo inerte del desconocido y una certeza quemándome el pecho: estaba enamorándome de un hombre que podía destruirme.

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