Capítulo 4 El filo del deseo

No pude dormir. El eco del rugido de Dante seguía vibrando en mis huesos, mezclado con la imagen de su cuerpo cubierto de sangre. Había sido brutal, salvaje… y, sin embargo, parte de mí lo deseaba más que nunca.

Lo odiaba por lo que me hacía sentir. Odiaba que, incluso después de verlo destrozar a un hombre con las manos desnudas, el recuerdo de sus labios siguiera ardiendo en mi piel.

La luna se filtraba por las cortinas de la habitación que me habían asignado en la mansión. Caminaba de un lado a otro, atrapada entre miedo y atracción. Hasta que escuché pasos. Firmes, seguros, inconfundibles.

La puerta se abrió sin que yo pudiera reaccionar. Dante estaba ahí. Camisa abierta, el torso aún manchado con rastros oscuros. Sus ojos brillaban con un fulgor metálico, pero en su mirada había algo más: tormenta.

—No deberías estar aquí —murmuré, aunque mi voz carecía de convicción.

—Y tú no deberías mirarme con esos ojos —respondió, cerrando la puerta tras de sí.

El aire se tensó. Su presencia llenaba la habitación, empujándome contra mis propios límites. Quise retroceder, pero sus pasos me siguieron hasta que mi espalda chocó con la pared.

—Tengo miedo de ti —confesé, sin poder sostenerle la mirada.

Él inclinó el rostro, tan cerca que sentí el roce de su aliento. —Y aun así, me deseas.

Mi respiración se quebró. Supe que tenía razón. Mi cuerpo lo traicionaba, temblando bajo la fuerza de esa cercanía.

—Eres un monstruo —susurré, buscando aferrarme al rechazo.

Sus labios rozaron mi oído. —Soy tu monstruo.

Un escalofrío me recorrió. Su mano se apoyó en la pared, a un lado de mi rostro, encerrándome. Con la otra, me tomó de la barbilla y me obligó a mirarlo. Sus ojos eran fuego y metal, un abismo en el que me hundía sin remedio.

—Dime que me odias —ordenó en voz baja.

—Te odio —mentí, y lo supo.

La sonrisa peligrosa en sus labios fue mi condena. Entonces me besó.

No fue un beso suave. Fue un reclamo. Su boca se apoderó de la mía con hambre contenida, y yo respondí con la misma desesperación. No hubo resistencia esta vez. Solo fuego.

Sus manos me alzaron con facilidad, y mis piernas se enredaron en su cintura. El mundo se desvaneció. No existían paredes ni secretos, solo su calor contra mi piel, su fuerza rodeándome, la certeza de que estaba cruzando un límite sin retorno.

Me llevó hasta la cama sin romper el beso. Cuando me depositó sobre las sábanas, se quedó de pie, mirándome con una intensidad insoportable. Sus dedos recorrieron el borde de mi blusa, pero se detuvieron.

—Dime que lo quieres —murmuró, como si luchara contra cadenas invisibles.

Lo miré, temblando. Parte de mí gritaba que huyera. Pero la otra, la que ardía desde que lo conocí, susurraba que ese momento era inevitable.

—Lo quiero —confesé, con la voz rota.

Su control se quebró. La ropa cayó entre caricias urgentes, besos que dejaban marcas, manos que exploraban con la devoción de un adorador y la posesión de un Alfa. Cada roce era un incendio, cada gemido un recordatorio de que mi cuerpo lo reconocía antes que mi mente.

Cuando finalmente me tomó, no hubo brutalidad, sino un ritmo que oscilaba entre fuerza y ternura. Como si quisiera grabar en mi piel que era suyo, y al mismo tiempo, temiera romperme.

Me perdí en él. En su boca, en sus manos, en la conexión imposible que ardía entre nosotros. No era solo deseo, era algo más profundo, algo que me hacía sentir completa de una forma que no comprendía.

Al final, exhausta, quedé apoyada contra su pecho. Su respiración era pesada, y su corazón latía como un tambor de guerra.

El silencio se prolongó hasta que su voz lo rompió, ronca, vulnerable:

—Eres mía, Aria. Y lo serás siempre.

No tuve fuerzas para discutir. Cerré los ojos, pero las palabras se me quedaron grabadas en la piel como una marca invisible.

Me desperté horas después, sola en la cama. La sábana aún conservaba su calor, pero él se había ido.

Me incorporé, confundida, cuando escuché voces en el pasillo. Me acerqué a la puerta, entreabriándola lo suficiente para escuchar.

—No es seguro, Dante —decía un hombre, probablemente uno de sus consejeros—. La manada no aceptará a una humana como Luna. Es una debilidad.

—No es humana —respondió Dante, con un tono bajo y feroz—. Aún no lo sabe, pero su sangre lo grita.

Sentí un vértigo extraño. ¿Qué significaba eso?

—¿Y si no sobrevive al despertar? —preguntó el consejero.

Hubo un silencio pesado.

—Entonces moriré con ella —respondió Dante, sin titubear.

Mi corazón se detuvo un instante.

El despertar. Esa palabra resonó en mi cabeza como un eco sin respuesta. Algo dentro de mí se removió, oscuro, latente. Un rugido invisible que parecía esperarme.

Me alejé de la puerta, con las manos temblando. El deseo y el miedo se entrelazaban en mis venas. Sabía que lo que había ocurrido entre nosotros no podía deshacerse. Había cruzado el filo del deseo.

Y ahora, más que nunca, estaba atrapada en él.

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