Capítulo 1 DESTERRADA

El reloj del hospital marcaba las seis de la mañana, su tictac implacable resonando en el silencio. Helena, agotada pero expectante, recibió por fin la noticia que había anhelado durante tres meses interminables: sus trillizos, frágiles pero luchadores, estaban listos para dejar las incubadoras.

—Señora Valverde, sus hijos han ganado el peso necesario y sus pulmones están completamente desarrollados —dijo el doctor, con voz serena pero firme—. Solo no olvide los controles periódicos. Son esenciales.

Helena apretó las manos, conteniendo un sollozo de gratitud.

—No sabe cuánto le agradezco, doctor. Sin usted y su equipo… mis bebés no estarían aquí. Ni yo.

—Solo hice mi trabajo —respondió él, con un gesto amable antes de retirarse—. La dejo para que ultime los detalles.

Cuando el eco de los pasos del doctor se desvaneció, sus lágrimas que corrían por sus mejillas eran de alegría y de miedo. Alegría porque sus bebés habían sobrevivido; miedo porque intuía que algo se quebraba en su vida desde hacía semanas.

Rodrigo, el hombre que había jurado amarla, brillaba por su ausencia. No contestó las llamadas durante el parto. No estuvo para sostenerle la mano ni para besar su frente cuando la anestesia se desvanecía. Helena había intentado convencerse de que llegaría, de que aparecería a último minuto con una sonrisa cansada y un ramo de flores en las manos. Pero la puerta nunca se abrió.


Horas después, al llegar a la mansión, Helena encontró las puertas permanecen cerradas, mudas, sin rastro de bienvenida. El eco de sus pasos en la casa inmensa la hacían sentir más sola que nunca. No había flores, ni globos, ni una nota de cariño. Nadie. Como ya era costumbre, Rodrigo, una vez más estaba de viaje de negocios, —o eso le habían dicho—. Así que le tocaba a ella, llevara su pequeños a la habitación que había preparado con tanto amor.

Cuando tomó en brazos a uno de sus pequeños, su frágil tesoro, pasó frente a la puerta de su habitación matrimonial. Entonces, un sonido la paraliza. Gemidos ahogados, entrecortados, llenos de un placer que no debería estar allí.

Decidida a saber qué pasaba, empujó la puerta con la mano temblorosa.

Lo que vio la atravesó como un puñal: Rodrigo, su esposo, el hombre al que entregó su vida, enredado en las sábanas… con su propia madre.

La escena es grotesca, desgarradora: la piel sudorosa, las miradas cómplices, las risas sofocadas que se interrumpen al verla. El bebé en sus brazos comienza a llorar, como si también sintiera la traición.

Helena retrocedió, con las piernas débiles, la respiración rota.

—No… no puede ser… —susurra, apenas audible.

Rodrigo la miró con frialdad, sin una pizca de arrepentimiento. Su madre, cubierta apenas con la sábana, sonríe con un retorcido orgullo.

Helena sintió que el suelo se abría bajo sus pies. La imagen quemaba sus ojos, pero no podía apartar la vista. El peso del bebé en sus brazos era lo único que la mantenía en pie, anclada a la realidad.

—Sal de aquí —escupió Rodrigo con voz dura, como si fuera él el ofendido—. No tienes nada que hacer en esta habitación.

—¿Eso crees que no se te olvide quien es la dueña de todo esto?

Rodrigo rio a carcajadas.

— ¡Oh, mi querida princesita! —dijo, burlón, mientras su sonrisa se torcía en una mueca de triunfo—. Desde este momento, la mansión, las acciones y la presidencia de la empresa ya no te pertenecen.

Ella lo miró incrédula, con un nudo en la garganta.

—¿Cómo pudiste? Esa empresa es el legado de mi padre… ¡mi única herencia!

Rodrigo se levantó, camino hacia ella, como un depredador acechando a su presa. Sin importar que Helena sostenía a su hijo en brazos, la acorraló contra la pared.

—Tú padre… —su risa fría cortó el aire— fue un genio, sí, pero un iluso. Jamás sospechó que el contrato matrimonial, ese que firmaste con tu ciega devoción, me entregaría el control absoluto. Todo. —Se inclinó hacia adelante, su voz baja era susurro cruel—. Qué tragedia, ¿no? El viejo apenas duró tres meses tras nuestra boda. Ahora, estás sola. Nadie te protege. Nadie.

El corazón de Helena latía con tal fuerza que temía que estallara. Sus brazos apretaron instintivamente al bebé, cuyo llanto suave rompió el silencio opresivo. No podía derrumbarse, no ahora. No frente a él. La furia comenzó a reemplazar la conmoción, un fuego que crecía en su pecho y la impulsaba a actuar.

—Estás equivocado, Rodrigo —dijo, su voz ahora firme, casi letal, mientras lo miraba directamente a los ojos—. Crees que has ganado, pero no sabes con quién estás jugando. Este no es el final.

Rodrigo arqueó una ceja, divertido, como si su desafío fuera un juego infantil.

—¿Y qué vas a hacer, Helena? ¿Llorar? ¿Suplicar? No tienes nada. Ni poder, ni aliados. Eres una sombra de lo que creías ser.

Ella dio un paso atrás, liberándose de la presión de su cercanía, y una chispa de determinación brilló en sus ojos.

—Te equivocas otra vez. No necesito la empresa para destruirte. Tengo algo que tú nunca tendrás: la verdad. Y créeme, Rodrigo, la verdad siempre encuentra la forma de salir a la luz.

Hasta ese momento, Virginia, quien había permanecido en un silencio, dejó escapar su veneno.

—Déjate de dramas, querida hija —soltó con un sarcasmo afilado—. Siempre fuiste demasiado ingenua para darte cuenta de que nunca fuiste suficiente para él.

—¡Cállate, zorra! —rugió Helena, con los ojos encendidos de furia—. No tienes ningún derecho a opinar. Ahora entiendo por qué papá decidió dejarme todo. Siempre supo que eras una mujerzuela, dispuesta a meterte en la cama del mejor postor.

El golpe de sus palabras atravesó el aire como un látigo.

—¡Respeta a mi futura esposa! —estalló Rodrigo, adelantándose con rostro desencajado—. Y ahora lárgate de aquí. Llévate a esos bastardos… ¡y no vuelvas jamás!

El silencio que siguió fue más doloroso que el grito. Helena, temblando, abrazó a sus pequeños contra el pecho. La traición ardía en sus venas, pero la humillación era aún más cruel: su propio esposo la estaba echando, defendiendo a la mujer que había sido su enemiga desde siempre.

Las lágrimas empañaron la vista de Helena, pero no permitió que cayeran. Enderezó la espalda, orgullosa, aunque el corazón se le desgarrara por dentro. Dio un paso hacia la puerta, pero antes de salir se volvió, clavando sus ojos en Rodrigo.

—Te juro que te arrepentirás de cada palabra —susurró con una calma aterradora—. Y tú, Virginia… disfruta tu victoria mientras dure.

Helena giró sobre sus talones y salió de la habitación, acostó a su pequeño en el coche, y salió con ellos sin mirar atrás. Afuera, la noche la recibió con un frío brutal. No tenía nada, salvo a sus hijos y el recuerdo de lo que le habían arrebatado

Siguiente capítulo