Capítulo 2 PRISIONERA DE UN PLAN
La noche había caído, y la ciudad parecía observarla con indiferencia. Helena caminaba lentamente por la acera desierta, empujando con dificultad los tres coches de sus bebés, mientras con la otra mano sostenía una bolsa de basura desgastada que contenía lo poco que había podido rescatar de la mansión. Su cabello, revuelto por el viento, se pegaba a su rostro húmedo de lágrimas. Cada paso era pesado, como si el mundo se burlara de su despojo.
Las luces de un auto se reflejaron en los charcos de la calle. Helena giró la cabeza con nerviosismo: un vehículo negro la seguía a distancia, sin hacer ruido. Su corazón se aceleró. Ella intento caminar más rápido, pero el auto, se detuvo en seco, abrazando con desesperación la bolsa contra su costado y mirando a sus bebés, que dormían ajenos al infierno de su madre. El auto también se detuvo, a unos metros de ella. La puerta del conductor se abrió lentamente, y de la penumbra emergió una figura masculina. La puerta del conductor se abrió con una lentitud que heló la sangre de Helena. De la oscuridad emergió una figura masculina: alta, de cabello castaño salpicado de canas, con ojos marrones que parecían atravesarla. Pero lo que la paralizó fue la cicatriz en forma de estrella junto a su ojo izquierdo, un sello que gritaba peligro.
—¿Quién es usted? —preguntó Helena, con la voz quebrada, apretando el carrito como si fuera su único escudo—. Por favor, no toque a mis hijos… ellos no…
—Cálmate —respondió él, su voz grave, casi hipnótica—. No lastimo a inocentes. Solo quiero ayudarte.
Helena lo miró con desconfianza, su cuerpo temblando bajo el peso del cansancio físico y emocional.
—¿Por qué debería confiar en usted? —balbuceó, pero antes de que pudiera terminar, el mundo se desvaneció. Sus piernas cedieron, y la oscuridad la engulló.
Antes de que tocara el suelo, unos brazos fuertes la sostuvieron. Pablo Narváez, con una mezcla de fascinación y lástima, contempló el rostro inconsciente de Helena.
—Eres hermosa, incluso ahora —susurró, rozando su mejilla con dedos fríos—. Si las cosas fueran distintas, juro que no te dejaría ir.
Con un gesto, indicó a su chofer que se acercara. Juntos, trasladaron a los bebés al auto con cuidado, como si fueran piezas frágiles de un plan mayor. El chofer, con el ceño fruncido, murmuró:
—¿Está seguro de esto, señor Narváez? Esta mujer es la esposa de su sobrino.
Pablo esbozó una sonrisa fría, sus ojos brillando con una furia contenida.
—Precisamente por eso es perfecta. He esperado más de diez años para esto. Gerardo Torres pagará por la muerte de Rosa, sé que ese gusano, fue quien acabo con ella. Es por eso que Helena, será la llave que me abrirá la puerta que tanto he buscado.
El motor del auto rugió suavemente mientras se alejaba de la calle desierta, dejando atrás los charcos que reflejaban las luces parpadeantes de la ciudad. En el asiento trasero, Helena yacía inconsciente, su rostro pálido iluminado por el resplandor intermitente de las farolas. Los bebés, acomodados en el regazo del chofer, emitían pequeños murmullos, ajenos al destino que los aguardaba. Pablo, sentado al volante, tamborileaba los dedos sobre el cuero, su mente trazando cada paso de su plan con la precisión de un ajedrecista.
—¿A dónde la llevamos, señor? —preguntó el chofer, lanzando una mirada nerviosa por el retrovisor.
—A la mansión.
Minutos más tarde, Helena despertó bajo la luz tenue de una lámpara. Al despertar lo primero que hizo fue buscar a sus hijos.
—Mis niños… —su voz temblaba, quebrada—. Mamá está aquí. No sé cómo llegamos hasta este lugar, pero se los juro… los sacaré de aquí.
Con un esfuerzo desesperado, intentó levantarse para tomar a sus pequeños, pero sus piernas flaquearon. La debilidad la arrastró de nuevo al suelo.
—¡Ey! ¿A dónde crees que vas? —la voz de Pablo retumbó con dureza mientras se acercaba, su sombra oscureciéndolo todo—. Desde este momento me perteneces. Escapar no es una opción.
Helena lo miró con furia.
—¿¡Está loco?! ¿Por qué habría de quedarme aquí? ¡Ni siquiera lo conozco!
Él sonrió con cinismo.
—Claro que me conoces… ¿recuerdas tu boda hace cinco años? Yo estaba allí. Tu querido suegro me echó como a un perro. Al parecer, mi hermano no quería que me acercara a su nueva familia.
Helena se heló.
—¿¡Hermano!? ¿De qué habla?
—No me he presentado como corresponde —replicó, inclinándose hacia ella—. Pablo Narváez, el hermano menor de Gerardo. Lamento que no nos conociéramos antes, pero… hubo ciertas circunstancias que me lo impidieron.
Ella negó con la cabeza, sintiendo que la realidad se volvía un laberinto.
—No entiendo nada… pero, aunque así fuera, ¡no me quedaré aquí!
Pablo soltó una carcajada seca, que resonó como un presagio.
—¿Y a dónde piensas ir con tres bebés en brazos? ¿De verdad crees que estarás a salvo allá afuera?
Helena sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Las palabras de Pablo eran como cadenas, cada una más pesada que la anterior, anclándola a un destino que no podía comprender. Pero el amor por sus hijos ardía más fuerte que el miedo. Apretó los dientes y, con un esfuerzo sobrehumano, se puso de pie, enfrentándolo.
—No sé qué quieres de mí, pero no te dejaré jugar con nuestras vidas —dijo, su voz temblorosa pero firme—. Mis hijos y yo nos vamos. Ahora.
Pablo dio un paso hacia ella.
—¿Crees que es tan fácil? —respondió, con tono burlón pero cargado de amenaza—. Mira a tu alrededor, Helena. Esta mansión no es solo una casa. Es mi fortaleza. Nadie entra ni sale sin mi permiso.
Helena lanzó una mirada desesperada hacia la cuna donde sus pequeños dormían, ajenos al peligro que los rodeaba. Su mente buscaba una salida, un plan, cualquier cosa. Pero antes de que pudiera moverse, Pablo se acercó aún más
—No eres solo una prisionera, Helena —susurró, con voz baja y peligrosa—. Eres la pieza que falta en mi venganza. Gerardo me quitó todo: mi familia, mi lugar, mi vida. Ahora, tú y tus hijos serán míos. Helena retrocedió, su espalda chocando contra la pared.
—¡Estás enfermo! —gritó, su voz quebrándose—. ¿Qué ganas con esto?
La sonrisa de Pablo se desvaneció, reemplazada por una expresión de puro odio.
—Justicia —dijo, casi escupiendo las palabras—. Pero no te preocupes, querida. No te haré daño... siempre y cuando obedezcas.
De pronto, un llanto agudo rompió el silencio. Uno de los bebés se había despertado, y el sonido fue como un puñal en el corazón de Helena. Corrió hacia la cuna, ignorando el dolor en su cuerpo, y tomó a su hijo en brazos, apretándolo contra su pecho.
—No te acerques a ellos —advirtió, su voz ahora un gruñido protector—. Te juro que, si tocas a mis hijos, te mataré con mis propias manos.
Pablo la observó en silencio, sus ojos brillando con una mezcla de diversión y algo más oscuro.
—Tienes fuego, Helena. Me gusta eso —dijo finalmente—. Pero el fuego se apaga si no se alimenta. Y aquí, yo controlo todo
En medio de su desesperación, Helena tomo a uno de sus bebés, y con él en brazos corrió hacia la ventana más cercana, buscando desesperadamente, una rendija, cualquier cosa que le diera una posibilidad de escapar. Pero las ventanas estaban selladas, con vidrios reforzados.
Pablo se volvió hacia ella, su expresión endurecida.
—No hagas algo de lo que te arrepientas —advirtió—. Por qué lo contrario, tus pequeños pagarán las consecuencias.
Helena apretó a su hijo con más fuerza, su mente gritando una sola palabra: sobrevive.





















