Capítulo 5 LA MUJER QUE YA NO TEME
Dos días después.
Helena se reunió con sus abogados para enfrentar el inicio de su divorcio. Rodrigo la esperaba con ansias, convencido de que se encontraría con una mujer destruida. Pero no fue así.
Ella entró en la sala con la cabeza erguida, como si el peso del abandono no hubiera dejado huellas en ella. Su figura alta y curvilínea se realzaba con un vestido entallado en tono esmeralda profundo, que abrazaba sus formas con una elegancia seductora. El escote en V, atrevido y perfecto, se combinaba con la abertura en su pierna izquierda: un golpe certero para desarmar a cualquiera.
Su cabello castaño cobrizo caía en ondas suaves sobre la espalda, brillando bajo la luz blanca del lugar. Y Sus ojos no titubeaban; reflejaban frialdad, determinación y, al mismo tiempo, una belleza inquietante que no necesitaba adornos.
No parecía una mujer quebrada por la traición de un esposo ni por la puñalada de una madre. Parecía, más bien, alguien que había aprendido a convertir sus cicatrices en armadura.
—Disculpen mi tardanza, algo me mantuvo ocupada —dijo con un dejo de picardía, cruzando las piernas con deliberada lentitud, asegurándose de que Rodrigo cayera en la trampa de su gesto—. Licenciado Jiménez, licenciado Rosales… ya podemos comenzar.
Rodrigo se removió en su asiento, apretando los puños sobre la mesa. No esperaba verla así: radiante, indomable, como si su ausencia hubiera sido apenas un obstáculo que la impulsó a levantarse más fuerte.
—Vaya, que bien actúas. Dime, ¿cuánto durará esta faceta tuya?
Helena sonrió.
—No tengo necesidad de actuar. Reconozco que equivoqué contigo una vez, y eso ya me cambió. Ahora soy la mujer que nunca volverá a tolerar tus mentiras.
El aire en la sala se volvió denso. Rodrigo, sentado al otro lado de la mesa, apretaba los puños bajo la superficie, incapaz de sostener la mirada de Helena. Ella, en cambio, parecía disfrutar cada segundo de su incomodidad, como si cada gesto suyo estuviera calculado para recordarle que él ya no tenía poder sobre ella.
—Bien, Helena —comenzó el licenciado Jiménez, ajustándose las gafas—. Hemos revisado los términos que propuso la parte contraria. Son... digamos, ambiciosos.
Helena arqueó una ceja, su sonrisa apenas perceptible pero cargada de ironía.
—¿Así que mi querido esposo cree que puede salir de esto con las manos llenas y la conciencia limpia?
Rodrigo se removió en su asiento, su rostro enrojeciendo.
—No se trata de eso, Helena. Solo quiero que esto termine rápido, sin complicaciones.
—¿Sin complicaciones? —repitió ella—. Qué curioso, cariñito. Porque cuando decidiste traicionarme, no parecías tan preocupado por mantener las cosas "sin complicaciones".
Sus abogados intercambiaron una mirada rápida, sabiendo que lo que estaba por comenzar no sería solo un trámite legal, sino una batalla donde cada palabra podía ser un arma.
—¿Lo ves? —afirmó Rodrigo, con una sonrisa triunfante—. Aun te duele mi traición.
—No me importa, lo que tu pienses. Quiero que termines esto cuanto antes, no veo la hora de poderme casar con Pablo, quien, si es, un verdadero hombre. Licenciados —continuó, sin apartar los ojos de él—, quiero que revisen cada detalle de sus demandas. No voy a ceder ni un centímetro más de lo necesario. Si Rodrigo quiere guerra, que la tenga. Pero que no olvide que yo también sé pelear.
El licenciado Rosales asintió, anotando algo rápidamente en su libreta.
—Entendido, señora. Prepararemos una contraoferta que refleje sus intereses.
Helena se recostó en su silla, satisfecha, mientras una chispa de desafío brillaba en sus ojos. La reunión continuó, pero ella ya no era solo una participante: era la dueña del juego.
La reunión terminó entre apretones de manos tensos. Helena recogió sus papeles con calma, sin regalarle a Rodrigo ni un vistazo más. Caminó con paso firme hacia la salida, pero antes de abandonar el pasillo principal, se desvió hacia el baño. Necesitaba un respiro, un instante para liberar la presión de la batalla recién librada.
El eco de sus tacones resonaba en el pasillo cuando, unos segundos después, escuchó pasos más pesados siguiéndola. No necesitó voltear para saber quién era.
Rodrigo apareció en la entrada del baño de damas, cruzando el umbral sin importar las normas ni la decencia. Cerró la puerta tras él, dejándolos aislados.
—Sabes… —dijo con voz grave, ladeando la cabeza mientras la observaba de arriba abajo—, por más que actúes, no puedes engañarme. Ese vestido, esa actitud… sigues queriéndome.
Helena arqueó una ceja, apoyándose contra el lavabo, con una calma que solo servía para enardecerlo más.
—Qué patético eres, Rodrigo. No entiendes que ya no tienes poder sobre mí.
Él se acercó, acorralándola con el cuerpo. Su perfume intenso la envolvió, y su sonrisa torcida se clavó en su rostro.
—No te hagas la difícil. Sabes que nadie te conoce como yo, que nadie te hará temblar. Soy el único que podría tocar a una gorda como tú.
La mano de Rodrigo se deslizó hacia su cintura, intentando atraparla.
Helena reaccionó en un segundo. Su mirada se endureció, y con un movimiento certero, levantó la rodilla y le asestó un golpe brutal en la entrepierna.
Rodrigo soltó un alarido, doblándose hacia adelante mientras sus manos intentaban cubrir su dolor. Se desplomó contra la pared, jadeando, con el rostro contraído.
Helena, sin perder la compostura, acomodó su vestido y se inclinó lo justo para susurrarle:
—Tómatelo como un recordatorio, Rodrigo: no vuelvas a confundirte conmigo. La mujer que conociste está muerta.
Sin mirar atrás, salió del baño con la misma elegancia con la que había entrado, dejando a Rodrigo retorciéndose en el suelo. Mientras caminaba por el pasillo, una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro. No solo había ganado esa pequeña batalla, sino que había recuperado un pedazo más de su poder.
Con la noche cayendo como un manto implacable, Rodrigo no podía escapar de la imagen de Helena: sus ojos ardientes, sus labios carnosos, la provocadora abertura de su vestido que dejaba entrever su pierna. Aquella visión lo consumía, un fuego que lo devoraba desde dentro.
—¡Maldita! —rugió, con la voz cargada de frustración—. Si creíste que podrías enloquecerme, estás equivocada.
—¿Qué sucede, mi vida? —preguntó Virginia, deslizándose a su lado en la cama—. Desde que volviste de tu reunión con esa insípida de mi hija, has estado extraño.
—¡Cállate! —rugió Rodrigo, haciendo que ella se sobresaltara y retrocediera—. Solo compláceme. Para eso estás aquí.
Virginia, humillada pero obediente, se arrodilló frente a él. Sus ojos se fijaron en el bulto que se dibujaba bajo el pantalón de Rodrigo. Lo tomó con delicadeza, y en un intento desesperado por complacerlo, lo llevó a su boca.
Pero cada segundo que avanzaba, más insoportable se hacía el recuerdo de Helena. Su cuerpo estaba allí, con Virginia, pero su mente estaba atrapada en la mujer que lo había desafiado como nadie.
—¡Basta! —la apartó de un empujón—. ¡Largo! Necesito estar solo.
Virginia lo miró con un gesto de orgullo herido, pero no se atrevió a desafiarlo. Se cubrió con una sábana y salió de la habitación sin decir una palabra.
Rodrigo quedó solo, respirando con violencia, con el veneno de la obsesión recorriéndole las venas. El caminó de un lado a otro de la habitación como una fiera enjaulada. Cada recuerdo de Helena lo incendiaba, no con amor, sino con una necesidad brutal de posesión. Golpeó la mesa con el puño, haciendo vibrar una copa de cristal que terminó estrellándose contra el suelo.
—No me vas a ganar, Helena… —murmuró, con la voz ronca.
En ese momento, la puerta se abrió con un golpe seco. La voz de su padre irrumpió como un trueno.
—¡Pedazo de imbécil! —bramó, propinándole un golpe que lo hizo tambalearse—. ¿Cómo permitiste que el bastardo de Pablo tenga poder en la constructora? ¿Y qué es esa locura de casarte con tu suegra? ¡No toleraré semejante disparate! ¡Ve por Helena ahora mismo y tráela aquí, o te juro que lo lamentarás!





















