Capítulo 6 A LA SOMBRA DEL ODIO

Rodrigo cerró los ojos por un instante, su pecho ardiendo bajo el peso de la orden de su padre. No era una simple petición: era una sentencia inapelable. Con pasos rápidos, abrió el armario, arrancó la primera camisa que encontró y salió disparado hacia la noche.

En el coche, la ciudad parecía una línea de luces tambaleantes. Su mente no admitía dudas: Helena debía volver a él —por la fuerza si hacía falta—. Pensó en Pablo como un obstáculo a aplastar, en la constructora como un territorio que le habían usurpado. Con cada kilómetro, la fantasía de posesión se volvía más clara, más fría: escenas en las que Helena regresaba, derrotada, a sus brazos; escenas en las que su padre sonreía satisfecho. La rabia y el deseo se mezclaban.

Al llegar a la mansión, un guardia de rostro impenetrable lo interceptó frente a la reja.

—¿Qué hace aquí? Esto es propiedad privada. No puede entrar —dijo con voz firme.

Rodrigo sintió la furia estallar en su pecho.

—¿Imbécil, sabes quién soy? ¡Soy Rodrigo Torres, heredero de un imperio que podría comprar tu miserable vida!

El guardia no se inmutó, su mirada era fría.

—No me interesa su apellido de quinta. Tengo órdenes claras de mi jefe. Retírese ahora o lo haré por la fuerza

Rodrigo apretó los puños. La insolencia del guardia era una afrenta intolerable. Sin pensarlo, se lanzó hacia él, con la intención de propinarle un fuerte puñetazo. Pero el guardia, rápido como un lince, esquivó el golpe con un movimiento fluido y lo agarró por el brazo, torciéndoselo con fuerza hasta que Rodrigo gruñó de dolor.

—¡Suéltame, maldito! —bramó, forcejeando inútilmente mientras el guardia lo inmovilizaba.

—No me obligue a romperle algo —respondió el hombre, su voz baja pero cargada de amenaza. Con un empujón firme, lo apartó.

En ese momento, una voz dulce pero fuerte rompieron la tensión.

—Para —dijo Helena, clavando su mirada en el rostro de Rodrigo—. Déjalo, Marcos. De seguro, el señor tiene algo importante que decirme, si no, no hubiese venido para ser humillado.

—Está bien, señora —El guardia soltó a Rodrigo de inmediato, retrocediendo un paso, aunque su mirada seguía alerta.

Rodrigo, enderezó, sintiendo el peso de los ojos de Helena como una sentencia. Ella avanzó un paso, sin apartar los ojos de él.

—¿A qué viniste? —escupió con desdén—. ¿Tu “papaíto” no te enseñó que es de mala educación aparecerse sin invitación?

Rodrigo sonrió con ironía.

—¿Hasta cuándo seguirás con este teatro? Tú y yo sabemos que solo estás despechada. Ven conmigo y sigamos siendo el matrimonio perfecto para las fotos y las reuniones. Si quieres tener un amante, adelante, no diré nada. Yo, mientras tanto… puedo seguir con tu madre.

El silencio se quebró con un chasquido brutal: la mano de Helena impactó en su rostro.

—¡Largo, pedazo de mierda! —gritó, temblando de furia—. ¿Sabes cuál es la única diferencia entre los animales y los humanos? Que nosotros podemos pensar. Pero tú… no eres más que una rata. Prefiero morir antes que volver contigo. ¡Fuera de mi propiedad! Agradece que mi futuro esposo no está aquí.

Giró sobre sus talones, dispuesta a alejarse, pero no alcanzó a dar un paso. Rodrigo la sujetó con violencia del cabello y la estrelló contra la reja.

—¡Perra! —vociferó, con el rostro desfigurado por la rabia—. No eres nada sin mí. ¿De verdad crees que mi tío está interesado en ti? Un hombre como él busca mujeres de verdad. Tú no eres más que una gorda con suerte, que solo valió porque su papito era rico. De lo contrario, hubieses muerto sola.

Las lágrimas amenazaron con desbordarse, pero Helena las contuvo, alzando la barbilla con dignidad.

—Sí, para ti tal vez soy “una asquerosa gorda”. Eso se puede cambiar. Pero tú… —lo miró con desprecio— eres y siempre serás una marioneta, a la sombra de tu papi, incapaz de hacer nada por ti mismo. En cambio, tu tío es un hombre de verdad, en todos los sentidos. ¿Sabes qué tan empapadas dejé sus sábanas hace unos minutos? Porque él, a diferencia de ti, sí tiene mucho que ofrecer.

—¡Cállate! —rugió Rodrigo. Sin importarle su fragilidad, hundió el puño en la parte baja de su vientre. Helena se desplomó al suelo, encogida por el dolor. Él se inclinó, apretando su cuello con fuerza mientras le susurraba al oído—: Ahí es donde perteneces, amor mío. Hora de regresar conmigo.

De pronto, un estruendo cortó la tensión. Pablo apareció en el umbral, y al ver a Helena tendida en el suelo, su rostro se transformó en una máscara de furia.

—¡Hijo de puta! —bramó.

Sin pensarlo, arremetió contra Rodrigo, derribándolo de un empujón brutal. Los golpes llovieron sin compasión: cada puñetazo era la descarga de una rabia contenida, de una furia que ardía como fuego en sus venas. Rodrigo intentó cubrirse, pero Pablo no le dio tregua; lo levantó solo para estrellarlo contra la pared, haciéndolo gemir de dolor.

—¡Tócale un cabello más y te mato! —gruñó entre dientes, su puño ensangrentado a centímetros del rostro destrozado de Rodrigo.

Cariño, ¿estás bien? —susurró, tomándola entre sus brazos. La condujo hacia la mansión y la recostó con cuidado en la habitación—. Espérame, no tardaré. Debo encargarme de esa basura.

—No… no te vayas —suplicó ella, aferrándose a sus manos con desesperación—. Tengo miedo. No quiero quedarme sola. Sé que tengo a mis bebés, pero ellos…

En ese instante Helena se quebró por completo; ya no podía contener el peso de su dolor.

—¿Por qué me pasa todo esto a mí? —su voz se desgarraba con cada palabra—. Ni siquiera mi madre me ama. No es que me importe… papá siempre intentó llenar ese vacío. Pero… ¿acaso no se supone que una madre debe cuidar y proteger? —se llevó la mano al pecho—. Daría lo que fuera por volver atrás, por correr a los brazos de mi papá solo porque me raspé las rodillas… —sollozó—. Esto duele, Pablo. Me quema aquí, en el corazón. Ya no quiero llorar más.

Pablo apretó la mandíbula, sintiendo la rabia crecer dentro de sí. Se inclinó sobre ella y le acarició el rostro con ternura, contrastando con la violencia que ardía en sus pensamientos.

—Te juro que nadie volverá a hacerte daño, Helena —dijo con voz grave, cargada de promesa—. Mientras yo respire, jamás volverás a sentirte sola ni desprotegida.

Ella lo miró, vulnerable, como si se aferrara a cada palabra para no derrumbarse del todo.

—¿Entonces… no te aburrirás de mí? ¿No me vas a desechar?

—Claro que no —respondió él con firmeza—. No soy igual a esa escoria.

—Está bien… confiaré en ti.

—Hazlo, Helena. No te defraudaré. Ahora descansa, me quedaré contigo hasta que duermas.

Pablo permaneció a su lado, sosteniéndola con su silencio, hasta que la última lágrima se deslizó por su rostro. Entonces la miró, le besó la frente y susurró contra su piel:

—Llegaste a mí cuando no tenía nada. Me salvaste… me diste un motivo para querer vivir. Así que renunciar a ti no es una opción.

La madrugada se deshizo lentamente en la mansión, y cuando el sol apenas comenzaba a filtrarse por los ventanales, el sonido de motores rompió la calma. Pablo, aún con los ojos enrojecidos por la noche en vela, se asomó a la ventana del dormitorio y vio las camionetas negras deteniéndose

De ellas bajaron de hombres fornidos, armados con cadenas, bates y miradas asesinas, liderados por su hermano.

—¡Sal de ahí! —bramó Gerardo, desde el exterior—. No te escondas.

Pablo bajó las escaleras con paso firme.

—¿Qué quieres?

—No es lo que yo quiero —replicó Gerardo, avanzando un paso—. Es lo que me debes. Nadie que toca a Rodrigo se queda sin pagar el precio. ¿Y dónde está mi nuera? —apuntó con el dedo—. Vengo por ella... y por mis nietos.

—¿Tus nietos? —la risa de Pablo fue corta y amarga—. ¿Dónde estuviste durante los meses en que ellos estuvieron hospitalizados? ¿Te preocupaste por Helena cuando entró en crisis, sola en una camilla?

Pablo se acercó a Gerardo en dos zancadas y apretó su cuello con dureza, como queriendo arrancar la mentira de raíz. —Vete ahora —susurró—. Aún estás a tiempo.

Es lo que me debes. Nadie toca a Rodrigo y se queda sin pagar el precio. ¿Y dónde está mi nuera? Viene por ella y mis nietos.

—¿Tus nietos? No me hagas reír, ¿Dónde estuviste durante los meses que ellos estuvieron hospitalizados? ¿Te preocupaste por Helena, cuando entro en crisis mientras estaba sola en una camilla?

Pablo camino hacia Gerardo, y apretó su cuello con dureza.

—Vete, ahora, que aun estas a tiempo.

Al presenciar dicha escena, los hombres detrás de Gerardo avanzaron unos pasos, cerrando el círculo. El aire se volvió espeso, cargado de amenaza.

Pablo no retrocedió; por el contrario, dio un paso hacia su hermano, clavando la mirada en la suya con un desafío inquebrantable.

—Si viniste a buscar guerra —dijo con voz grave y firme—, la acabas de encontrar. Mi adorado sobrinito irrumpió en mi propiedad sin permiso, atacó a mi prometida. ¿Esperabas que me quedara de brazos cruzados?

—¡Bastardo! —bramó Gerardo.

Se lanzó sobre Pablo, pero una voz fría y autoritaria lo detuvo en seco.

—Ni lo intentes —advirtió Marco, apuntándole directamente—. Mira a tu alrededor. Somos más. Un solo paso, y tu sangre empapará esta tierra.

Gerardo apretó los dientes, su furia contenida a punto de estallar.

—Esto no termina aquí, Pablo —escupió, retrocediendo un paso sin apartar la mirada—. Pagarás por esto.

Pablo sonrió.

—Vuelve cuando quieras, hermanito. Mi puerta siempre está abierta. —Guiñó un ojo.

Gerardo no tuvo más remedio que marcharse, sintiendo como la ira le quemaba la garganta.

Gerardo no tuvo más opción que irse. Pero al estar dentro de su camioneta, no pudo contenerse más.

—¡Estúpido! —rugió, estrellando el puño contra—. Veo que los años en la cárcel, lo cambiaron. ¡Ja! En el fondo, no es más que el mismo miserable, el hijo de esa secretaria insignificante. ¡Lo aplastaré como la cucaracha que es!

El rugido de las camionetas se desvaneció en la distancia, dejando tras de sí un silencio pesado. Adentro, Helena seguía en la habitación, acurrucada en la cama.

Pablo regresó, cerrando la puerta con suavidad para no inquietarla.

—¿Ya se fueron? —preguntó ella, corriendo hacia él.

—Tranquila, estoy bien —respondió, abrazándola con una sonrisa de alivio al sentirla tan cerca—. Gerardo solo vino a ladrar.

—No lo subestimes, Pablo. Ese hombre es una víbora sin escrúpulos. Ahora parece que retrocede, pero cuando menos lo esperes, sacará una carta que lo destruirá todo.

Él soltó una risa baja, cargada de arrogancia.

—¿Por quién me tomas? No soy un cordero que se deja devorar.

Ella lo miró fijamente.

—Es cierto, no sé quién eres realmente. Pero no quiero que termines herido.

Pablo arqueó una ceja, su sonrisa volviéndose más afilada, más provocadora.

—¿Preocupada por mí, Helena? —Su voz era un murmullo seductor.

—¡Tonto! —espetó ella, con un rubor traicionero subiendo por sus mejillas—. ¿Por qué debería estarlo? Solo… solo digo que tengas cuidado

Pablo se inclinó hacia ella y, con una lentitud calculada, rozó su mejilla con los dedos. Después, dejó que su mano descendiera suavemente hasta su cuello. Helena se tensó, atrapada entre el miedo y algo más profundo que no quería nombrar.

—Si no te importo… —susurró él, caminando hacia ella y la arrinconó contra la pared—. ¿Por qué tu respiración se agita? ¿Acaso me temes? Tranquila… aún no pienso devorarte. Aunque…

—Ni se te ocurra dar un paso más. Detente o… —Helena trato de alejarlo.

Pero Pablo no le dio oportunidad, con rapidez la rodeó por la cintura y la atrajo contra él. La miró intensamente unos segundos y luego la besó, primero con calma, hasta que la pasión rompió las murallas de Helena. Ella, vencida por un instante, se aferró a su cuello y correspondió con fiereza, como si en ese beso buscara apagar el incendio que él encendía en su interior.

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