4. La invitación.

Cuando recibo su respuesta, ya estoy metida en la cama, envuelta en una sábana, con el corazón latiendo más por el correo que por el clima.

El asunto:

“El vino y otras promesas”

El contenido:

…….

“Querida Cat,

No te preocupes, elegí un tinto que compite con mi ego y siempre gana.

Espero verte el viernes. Pero si no venís, no voy a insistir.

Las mejores historias no necesitan presión. Solo una chispa.

John.”

........…

Me muerdo el labio. No sonrío. Me carcajeo. Porque esto no es normal. No es ese típico “nos vemos, linda”, ni un “¿qué vas a ponerte?”. No. Él escribe como si estuviera redactando la invitación a un ritual.

Y tal vez lo sea.

El viernes es pasado mañana. Lo sé porque lo conté tres veces. Y ya empecé con ese ciclo ridículo donde me convenzo de ir, después decido que no, luego pienso en mi vestido, y vuelvo a querer ir. Repetir.

Hay algo que no admito en voz alta, pero siento en el cuerpo.

Él me quiere ver.

Y yo... lo deseo.

El jueves me paso la tarde paseando por tiendas de cosméticos sin comprar nada. Me hago una limpieza facial casera que deja mi piel más roja que luminosa. Pruebo tacones. Me saco selfies para ver de qué ángulo me gusto más. Borrar. Borrar. Borrar.

Mi ansiedad es un animal que mastica despacio.

Cuando llega la noche, abro la caja de terciopelo donde guardo mis mejores armas: maquillaje nuevo, un perfume que no uso porque es “para ocasiones especiales”, y el vestido negro que ahora se convirtió en mi esperanza de no parecer una impostora.

Me siento frente al espejo.

Me observo.

Y me hablo.

—Sos suficiente, Cat.

Aunque mi reflejo todavía duda.

Viernes. Diecinueve cuarenta y cinco.

Estoy sentada en la cama con el vestido puesto, el maquillaje en su punto justo entre sexy y elegante, y el corazón latiendo como si se quisiera escapar por la boca.

Me falta el aire.

No porque esté nerviosa.

Sino porque siento que voy a cruzar una frontera invisible.

Una que separa a la Cat que se esconde, de la que se atreve.

La Cat que escribe fantasías, de la que está por protagonizar una.

A las 20:15 bajo del taxi. El Rosa Mística brilla como un secreto bien guardado: fachada discreta, ventanas opacas, un portero con traje que me mira como si supiera que no soy una clienta habitual.

—Buenas noches. Tengo una reserva a nombre de Cat.

El hombre asiente, me abre la puerta, y me sumerge en otro mundo.

Luz cálida. Música suave. Pétalos rojos sobre las mesas. Todo parece diseñado para los que quieren amar sin que nadie los vea.

Una anfitriona se acerca, me sonríe con esa mezcla de respeto y envidia que me hace sentir poderosa por cinco segundos.

—El señor Blackwood la espera en el salón privado.

¿Salón privado?

Mi garganta se seca.

Camino detrás de ella por un pasillo alfombrado. Siento el click de mis tacones como si fueran latidos marcando el camino hacia el infierno más tentador de mi vida.

Y ahí está.

Sentado, copa en mano, mirada detenida en mí como si me hubiera imaginado exactamente así.

John Blackwood.

Vestido de negro otra vez. Corbata gris oscuro. Reloj plateado. Todo en él grita control. Excepto sus ojos. Sus ojos me desean.

Se pone de pie.

Y sonríe.

—Estás preciosa, Cat.

Sus palabras me acarician la piel antes de llegar al oído.

—Y vos muy seguro de que iba a venir —respondo, sentándome frente a él.

—Digamos que confiaba en tu hambre y en tu curiosidad.

—Y en tu ego.

—También.

Chocamos las copas. El vino es perfecto. Tiene el color de la sangre y el sabor del peligro.

La cena transcurre como una escena escrita por alguien que sabe exactamente lo que una mujer quiere sentir. Él no presume. No interroga. Me escucha. Me hace reír. Me dice que leyó a una autora que solo yo conozco. Habla de París, pero no como turista. De música, pero sin intentar impresionarme. De libros, pero elige los mejores.

Cada palabra suya es un dedo invisible rozándome el cuello.

Y cada vez que me mira fijo, mi entrepierna late.

No quiero que se note. Pero mi voz se suaviza. Mis piernas se cruzan. Mis labios se humedecen. Y él lo sabe. Lo percibe. Porque John Blackwood no necesita tocarte para tenerte.

Él espera que lo pidas.

Y eso me enloquece.

Cuando salimos del restaurante, el aire de la noche me golpea como una caricia helada. Me abraza con su brazo firme, cálido, natural. Como si fuera lo más lógico del mundo.

—¿Tenés planes después? —pregunta, con una sonrisa suave.

—Dormir. Soñar. Quizá escribir.

—¿Y si en vez de soñar, vivís algo digno de contarlo?

Lo miro. Tiene razón.

Es la primera vez en años que siento que estoy al borde de algo. Y aunque mi cabeza sigue gritando “cuidado”, mi cuerpo ya se rindió.

—¿A dónde vamos?

—A mi hotel.

Trago saliva.

No porque me asuste, sino porque sé… que después de esta noche, ya no voy a ser la misma.

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