La fatalidad
Lorenzo se quedó paralizado, su mente era un torbellino de confusión y terror. El sonido del impacto se repetía en sus oídos como un eco interminable, un golpe que parecía retumbar no solo en su cabeza, sino también en su corazón. Desde el retrovisor, la figura que había visto en medio de la calle era la de un hombre, y su cuerpo yacía inmóvil sobre el asfalto. La realidad de lo que había hecho comenzó a hundirse en su pecho, sintiendo un peso tremendo que le quitaba la respiración, como si una mano invisible le apretara el corazón.
—¡No! ¡No puede ser, Dios mío! —gritó, golpeando el volante con desesperación. Su voz temblaba, llena de pánico, mientras se apresuraba a salir del coche, impulsado por una necesidad urgente de verificar lo que había visto. Corrió hacia el hombre, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza, como si intentara escapar de su pecho. En el fondo, se aferraba a una leve esperanza de que tal vez no se trataba de nada grave, que el hombre simplemente se había caído o que estaba inconsciente, pero no muerto.
Cada paso que daba era un desafío; el pánico se había apoderado de él, y el aire parecía volverse más denso a su alrededor. Al llegar, se quedó impactado: el hombre estaba tendido en una posición grotesca, su cuerpo se encontraba contorsionado de una manera que no podía comprender. No podía ver con claridad su rostro, que estaba oculto por la sombra de la noche. Lorenzo se arrodilló a su lado, sintiendo cómo la respiración se le entrecortaba, como si el mundo se hubiera detenido en ese instante. Con manos temblorosas, giró al hombre para ver su rostro. Era un desconocido, un hombre de mediana edad con rasgos finos. La sangre comenzaba a empapar el asfalto, formando un charco oscuro que se expandía rápidamente, como si la vida misma se estuviera escurriendo de él.
—¡Por favor, despierta! —suplicó Lorenzo, con su voz rota por el pánico. Pero era inútil; no había respuesta. Miró a su alrededor, buscando ayuda, pero la calle estaba desierta, sumida en un silencio sepulcral. Se sentía atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar, como si estuviera viendo todo desde fuera, incapaz de actuar.
Con el corazón en la garganta, sacó su teléfono, pero sus manos temblaban tanto que le costaba marcar el número de emergencias. Finalmente, logró llamar, y mientras esperaba que alguien contestara, su mente se llenó de pensamientos oscuros. ¿Qué pasaría si lo arrestaban? ¿Qué dirían sus padres? ¿Y el compromiso con Mariana? Si esto se descubría, perdería su licencia de piloto. La imagen de sus condecoraciones como uno de los mejores pilotos de aviación se desvaneció en segundos, reemplazada por el horror de lo que había hecho.
—Lo perdería todo; esto sería el fin de mi carrera, de mi familia, de todo —pensaba, lleno de horror. En ese momento, decidió colgar la llamada, como si al hacerlo pudiera borrar lo que había ocurrido.
Mientras estaba de rodillas, notó algo brillando junto al cuerpo del hombre. Se inclinó y vio una cadena que debió caérsele al hombre en el momento del impacto. Sin pensarlo, la recogió, intentando encontrar una pista que le ayudara a saber quién era. Al tomarla entre sus manos, se dio cuenta de que tenía un dije en forma de un corazón partido a la mitad. En la parte posterior, estaban grabadas unas iniciales: “FyR”. Un escalofrío recorrió su espalda, como si el frío del metal se trasladara a su interior.
Lorenzo miró la cadena y luego la imagen del hombre, su rostro estaba inerte; aquella horrible escena se había convertido en una carga que llevaría consigo el resto de su vida. Con manos temblorosas, tomó la cadena, sintiendo el frío metal contra su piel, cuando estuvo a punto de devolverla a su lugar, algo dentro de él hizo que se retractara. En un instante de desesperación, decidió guardarla en su bolsillo, temiendo que si la dejaba allí, podrían encontrar sus huellas en ella.
—Lo siento tanto… no sé quién eres, pero te pido perdón, no fue mi intención que murieras —murmuró, mirando al hombre, completamente devastado; su voz se sentía quebrada por el llanto. Sabía que no había nada que pudiera hacer para cambiar lo que había ocurrido, pero el peso de la culpa lo aplastaba.
De repente, la realidad se volvió abrumadora. “Había matado a un hombre.” La culpa lo envolvía, y el horror de su acción lo mantenía paralizado. Con cada segundo que pasaba, la presión aumentaba. Debía salir de allí antes de que alguien lo viera.
Sin pensar más, se levantó y corrió hacia su auto. Se sentó en el asiento del conductor, todavía temblando. Con el corazón desbocado y la mente en caos, encendió el motor y pisó el acelerador. Mientras conducía, tomó su celular y lo encendió, haciendo una llamada anónima a emergencias, intentando hacer lo correcto, aunque sabía que ya era demasiado tarde.
—Ha habido un accidente… en la carretera de la colina… creo que es un hombre… y está muerto —dijo, con su voz temblando, y luego colgó sin esperar respuesta. La culpa lo consumía, pero no podía quedarse ahí. No podía enfrentar lo que había hecho.
Mientras conducía a toda velocidad, los pensamientos se agolpaban en su mente. “¿Quién será ese hombre? ¿De dónde salió que no pude frenar a tiempo? ¡Lo maté! Dios mío, lo maté.” Repetía la frase como un mantra, cada vez más desesperado. Su corazón latía con fuerza, y el miedo lo envolvía; su vida se había convertido en una sombra oscura. Las luces de la calle pasaban rápidamente, pero su mente estaba atrapada en un ciclo de horror y arrepentimiento.
Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos mientras aceleraba, queriendo salir de ese lugar lo más lejos posible. La imagen del hombre tendido sin vida en el asfalto lo perseguía, y la cadena en su bolsillo era un recuerdo que lo iba a atormentar toda la vida.
Con cada kilómetro que recorría, Lorenzo se sentía más atrapado en un abismo de desesperación. Sabía que no había vuelta atrás, que su vida nunca volvería a ser la misma. No sabía a dónde ir; solo conducía el auto a toda prisa, deseando dejar atrás ese lugar, como si al hacerlo pudiera escapar de su propia c
ulpabilidad.
(…)





























