Capítulo 1 — La noche sin luna
No recuerdo la última vez que vi la luna. Tal vez porque nunca la tuve de mi lado.
Soy Elena, una omega débil, una sirvienta más en el castillo del Rey del Sur. Pero hay algo que pocos saben: ese rey también es mi padre. Y, aun así, jamás me ha llamado hija.
Crecí entre los muros de piedra y las miradas de desprecio. Me acostumbré a servir sin hablar, a agachar la cabeza cada vez que alguien pasaba cerca. Las otras doncellas evitaban tocarme, los guardias me trataban como si fuera invisible, y mi padre… bueno, él solo me ve cuando cometo un error. Y aun entonces, nunca me llama por mi nombre.
Para él, no soy más que un error del pasado, un recordatorio de lo que no debió existir.
Dicen que tengo la sangre del lobo blanco, un linaje antiguo y poderoso. Pero eso es solo una maldición si naces siendo una omega sin loba.
Nunca escuché una voz interior, nunca tuve fuerza, ni siquiera instinto. Solo silencio.
Un silencio que me enseñó a sobrevivir.
Todo siguió igual hasta que llegó el emisario del Este, un viejo amigo del Rey. Alto, de ojos grises, sonrisa amable y palabras dulces que apestaban a peligro. Desde el primer día noté cómo me observaba. Al principio pensé que solo imaginaba cosas, pero su mirada se volvió constante, como si esperara el momento justo para acercarse.
Y el Rey lo veía. Lo sabía. Lo sentía.
Pero no hizo nada. Solo apartaba la vista, como si mi vergüenza fuera más fácil de ignorar que la de un amigo.
Empecé a evitarlo. Cambiaba de ruta, fingía tareas en otras alas del castillo. Pero él siempre encontraba la forma de cruzarse conmigo. Su olor a vino caro me perseguía por los pasillos, mezclado con un perfume fuerte y pesado.
Hasta que llegó el día que temí más que todos los demás.
Mi padre partió al norte por asuntos políticos, dejando al emisario como huésped principal. Esa noche, mientras terminaba de recoger las bandejas del comedor, una de las cocineras me avisó con miedo en los ojos:
—El emisario pidió que le sirvas la cena en su habitación.
Sentí cómo la sangre se me helaba. No podía negarme. En el castillo, una orden de los aliados del rey era casi una orden del rey mismo.
Caminé hasta su habitación con la bandeja en las manos. Mi respiración era corta, mi corazón no dejaba de golpear. Toqué la puerta con los nudillos.
—Adelante —respondió su voz desde dentro.
Empujé la puerta con cuidado. El aire estaba cargado de incienso y vino.
El emisario me miró de pies a cabeza y sonrió con calma.
—Qué raro verte sin tu padre rondando por aquí —dijo mientras se servía una copa—. Supongo que hoy el castillo es mío.
No respondí. Solo me incliné para dejar la bandeja sobre la mesa.
Entonces sentí su mano sobre mi brazo. Firme. Invasiva.
—No tengas miedo —murmuró, acercándose—. Te he observado mucho tiempo, pequeña. Eres… distinta.
Intenté soltarme, pero su agarre se volvió más fuerte. Mi voz se quebró.
—Por favor, déjeme hacer mi trabajo…
Rió. Una risa seca, desagradable.
—Tu trabajo es servirme, ¿no?
Me empujó contra la pared. Su respiración golpeó mi rostro y el olor a alcohol me revolvió el estómago. Intenté apartarlo, pero era mucho más fuerte. Las lágrimas empezaron a brotar solas.
Y por primera vez en mi vida, sentí rabia. Una rabia tan pura que me quemó el miedo.
Cuando intentó besarme, mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Agarré uno de los cuchillos de la bandeja y se lo clavé en el rostro.
El grito fue brutal. La sangre saltó sobre mi brazo y manchó el piso de piedra. Él retrocedió llevándose una mano a la mejilla abierta, rugiendo de furia.
No esperé a ver el daño. Corrí. Corrí como nunca antes.
Los pasillos parecían más largos, las antorchas parpadeaban, el aire se volvía más pesado con cada paso. A mis espaldas, los gritos del emisario me perseguían.
—¡Maldita perra! ¡Te voy a matar! —rugía su voz distorsionada.
Podía oler su rabia. Podía sentirla. El miedo me envolvía, apretando el pecho hasta casi no poder respirar.
Corrí por los corredores, doblé esquinas, bajé escaleras. El castillo entero parecía un monstruo que me tragaba viva.
Y entonces, cuando el eco de sus pasos se acercaba, ocurrió lo impensable.
Una voz resonó dentro de mi cabeza. No una voz humana, sino una presencia. Una energía que había creído muerta hacía años.
—Mueve el maldito trasero, humana… si por tu culpa morimos, yo te mato.
Me congelé en seco.
No podía creerlo. Era ella.
Mi loba.
La misma que, cuando era niña, se manifestó una sola vez… solo para burlarse de mí. Me había llamado débil. Defectuosa. Indigna.
Después de eso, desapareció. Como todos.
Y ahora me gritaba.
No supe si reír o llorar. Pero corrí. Corrí porque por primera vez en años alguien, aunque fuera una voz en mi cabeza, quería vivir conmigo.
—A la derecha, estúpida. ¡Corre! —insistió.
Obedecí sin pensar. Giré hacia el corredor lateral y terminé frente a una puerta de madera oscura. La reconocí.
Era la oficina del Emperador del Norte, el enemigo político de mi padre. Nadie debía estar allí… o eso creía.
No tenía otra opción. Empujé la puerta y entré.
El aire dentro era distinto: más frío, más limpio. El olor del incienso quedó atrás. En su lugar, un aroma nuevo me envolvió: madera, metal, tierra húmeda… y algo más. Algo que hizo que todo mi cuerpo temblara.
Frente al ventanal, un hombre alto y musculoso revisaba unos documentos. Su espalda ancha, su postura firme, su energía… no podía ser un sirviente. No podía ser un hombre común.
Mi respiración se cortó. El miedo se mezcló con algo que no entendía.
Su aroma me embriagaba, me hacía sentir calor, seguridad, peligro. Todo a la vez.
Y entonces, sin poder controlarme, mi lengua fue más rápida que mi mente.
Una palabra escapó de mis labios, como si no viniera de mí.
—Pareja…
El sonido llenó la habitación. El hombre se tensó. Lentamente, giró la cabeza hacia mí.
Y fue entonces cuando el lobo volteó.
