Capítulo 4 — Rumbo al Norte
Karl llegó de regreso a la mansión sin ser visto. Nadie notó su ausencia, o al menos, nadie se atrevió a mencionarlo. El silencio era una ventaja que sabía aprovechar.
Apenas cruzó el vestíbulo, una de las hijas del beta se le acercó con una sonrisa educada, esa clase de sonrisa que se le ofrece a un hombre peligroso.
—Señor Greyson —dijo con una leve reverencia—, mi padre lo espera para el desayuno.
Karl asintió sin más y subió a su habitación. Se quitó la camisa empapada en sudor y barro, dejó caer las botas en el suelo y entró a la ducha. El agua caliente arrastró el olor del bosque, el sudor, la sangre seca… pero no logró limpiar el peso que llevaba en el pecho.
El vínculo.
Seguía ahí, latiendo como una herida invisible.
Salió, se vistió con una camisa oscura y bajó al comedor. El aroma a pan recién hecho y café llenaba el aire, pero no logró suavizar su mal humor.
Lord Foter, el beta, lo esperaba en la cabecera de la mesa. Sus ojos lo examinaron con precisión quirúrgica.
—Señor Greyson —lo saludó con cortesía ensayada—, ¿hay algo que le esté molestando esta mañana?
Karl tomó asiento, sin disimular su cansancio. Sirviéndose café, respondió sin rodeos:
—Sí. Debo regresar cuanto antes. Antes de hacerlo, quiero una audiencia con el rey. Llevo días aquí y creo que ambos sabemos lo importante que es este encuentro para nuestros reinos.
Foter fingió pesar.
—Como le mencioné, Su Majestad sigue… ocupado con los asuntos del Consejo del Sur.
—Lo entiendo —interrumpió Karl con voz firme—. Por eso regresaré cuando esté disponible. Tengo asuntos urgentes. Esto no es un viaje de placer.
El beta asintió con falsa comprensión, ocultando su alivio tras una sonrisa cortés.
—Lamento su partida tan repentina. ¿Desea que lo acompañe al aeropuerto?
—No —replicó Karl sin levantar la vista—. Conduciré yo mismo.
Terminó su café de un trago, se levantó y salió sin despedirse.
Foter lo siguió con la mirada hasta perderlo de vista.
Si todo salía bien, el emisario del Este se encargaría de los restos que había dejado en el castillo.
Pero el beta no contaba con una variable que ningún plan podía controlar: el instinto de un alfa.
Apenas Karl cruzó la frontera de la ciudad, supo que lo estaban siguiendo.
Cuatro vehículos: dos con matrícula oficial, dos civiles.
Suspiró con fastidio. No era la primera vez que lo intentaban.
Pisó el acelerador. Los faros de los autos lo seguían de cerca. Giró bruscamente por un camino lateral, descendió por una colina y se internó en una carretera secundaria cubierta de pinos. Sus manos se movían con la precisión de un cazador. En cuestión de minutos, los había perdido.
Solo entonces disminuyó la velocidad. El sol se filtraba entre las ramas, iluminando la neblina del amanecer.
El camino lo llevó hasta la vieja cabaña. Aparcó el vehículo, bajó y se detuvo frente a la puerta.
Por un instante, deseó no encontrarla dentro.
Pero al abrir, ahí estaba.
Sentada en el mismo rincón donde la había dejado, con la manta aún sobre los hombros. Su mirada se alzó apenas él cruzó la puerta.
Se puso de pie tan rápido que casi perdió el equilibrio.
Karl no dijo nada al principio. La observó unos segundos, intentando ignorar el leve tirón en el pecho.
—Es momento de irnos —dijo al fin, seco, como quien da una orden.
Ella asintió. No preguntó adónde. Solo tomó la manta, un trozo de pan y lo siguió.
Karl maldijo en silencio. No tenía lógica. No debía llevarla. Pero el vínculo no se desvanecía, y cada segundo lejos de ella le provocaba una presión insoportable en el corazón.
Con un movimiento brusco, abrió la puerta del coche y esperó.
Ella subió sin decir palabra.
Encendió el motor.
El sonido del vehículo rompió el silencio del bosque.
POV Elena
Temblaba, aunque intentaba que no se notara.
Karl no había pronunciado palabra desde que arrancamos. Sus manos sujetaban el volante con fuerza, los ojos clavados en la carretera, como si cada kilómetro fuera una batalla. Su presencia era una sombra densa. Imponente. El tipo de fuerza que no necesita alzar la voz para someterte.
Me atreví a mirarlo de reojo. Era un hombre hecho para la guerra. La línea de su mandíbula tensada, el brillo metálico de sus ojos verdes, las venas marcadas en los brazos. No parecía humano.
Y, sin embargo, me había salvado.
Tragué saliva y volví la vista hacia la ventana.
El paisaje cambiaba: colinas, árboles, luego montañas. Nos alejábamos del Reino del Sur.
Dentro de mí, mi loba se movió. Después de tantos años, volvía a hacerse oír.
—“Deja de comportarte como una cobarde.”
Cerré los ojos.
—¿Por qué me hablas ahora?
—“Porque al fin hiciste algo. Te defendiste. Por primera vez te comportaste como lo que eres.”
—¿Y qué soy exactamente? —pensé, con amargura.
—“No solo una omega. La última descendiente del Lobo Blanco. Y no pienso seguir atada a una cobarde.”
La última loba blanca. Había escuchado esas palabras antes, en susurros, cuando era niña. Pero siempre las consideré un mito.
No respondí.
Mi loba se rió, grave, en mi cabeza.
—“Este alfa no te matará. Pero si no aprendes a ser fuerte, el mundo lo hará.”
Volvió el silencio.
Miré de nuevo a Karl. Su perfil era una mezcla de furia contenida y cansancio. Había sangre seca en la manga de su camisa, y aun así, parecía inquebrantable.
Quise hablar, pero el miedo me ganó.
Hasta que él habló primero.
—¿Qué? —dijo sin apartar la vista del camino—. Habla ya.
Me sobresalté.
—¿A… a dónde vamos?
Por un momento, no respondió. Luego, su voz sonó más baja, casi cansada.
—Al Norte. A mi territorio. Allí estarás a salvo.
Me quedé en silencio.
No sabía si eso era una promesa o una amenaza.
Mi loba, en cambio, gruñó satisfecha.
—“¿Lo ves? La Luna no se equivoca.”
Yo no estaba tan segura.
Había pasado toda mi vida huyendo de hombres como él.
Y, aun así, por primera vez… no quería correr.
Karl mantuvo la mirada en la carretera.
Sabía lo que estaba haciendo, pero no por qué.
Cada kilómetro lo alejaba del sur… y lo acercaba a un problema que no podría esconder de sus hermanos.
Una omega, hija del Rey del Sur, en el territorio del Norte.
Era una provocación. Una bomba política.
Pero cuando miró por el retrovisor y vio el reflejo de sus ojos —grandes, asustados, con ese brillo tembloroso—, entendió que ya no había marcha atrás.
El destino, una vez más, había tomado el volante.
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