


Capítulo 1. Sombras, fuego y acero.
Dominic King.
El aire en la habitación estaba cargado, impregnado con el aroma metálico del cuchillo que recién había afilado y que ahora descansaba sobre la mesa.
La luz de la vieja lámpara parecía temblar, proyectando sombras que parecían bailar al compás del sonido repetitivo de mi yesquero, que encendía y apagaba, producto de mi inquietud.
Sentado frente a mí, mi tío Salvatore me observaba con esa mirada de acero que había aprendido a odiar y temer desde que era un niño. Siento la tensión como una bestia viva entre nosotros.
Mi mano juega con el encendedor, la llama efímera arroja sombras danzantes sobre las paredes de la mansión que parecen cerrarse sobre mí. El olor a tabaco antiguo y madera pulida se mezcla en el aire cargado, un recordatorio constante del imperio que me espera heredar, un legado ensombrecido por sangre y secretos.
—¡Justicia! —gruñe mi tío Salvatore con esa voz que parece arrastrar las profundidades del infierno.
Sus ojos, oscuros como la noche sin luna, perforan los míos, exigiendo una respuesta que sabe no le complacerá.
—La familia merece justicia.
Me reí. No una risa ligera ni sardónica. Fue una carcajada baja, helada, que llenó el espacio entre nosotros como una cuchilla deslizándose por carne. Miré el cuchillo sobre la mesa y luego a Salvatore.
—No se trata de justicia, tío. Lo que quiero es venganza, simple y llana venganza —gruñí. Solo de esa manera podré calmar mi furia.
Mi voz cortó el aire como la hoja que sostenía en mis manos.
Saboreé las palabras mientras las pronunciaba, sintiendo el peso de lo que significaban.
Salvatore parpadeó lentamente, como si estuviera evaluando cada sílaba, pero no dijo nada. Él sabía que no buscaba su aprobación. Nunca lo había hecho.
La tensión entre nosotros siempre había sido un campo minado, lleno de heridas que nunca cicatrizaron del todo.
Tomé el cuchillo, pasé el dedo por el filo y luego encendí el yesquero otra vez. La llama danzó, reflejándose en mis ojos, como un recordatorio de lo que el fuego significaba para mí.
Recuerdo cómo ardía. El dolor en mi pecho, las quemaduras que Salvatore me infligió con ese mismo yesquero cuando apenas era un chico de trece años, casi un niño.
“El fuego es una lección, Dominic, purifica”, solía decir. “Te enseña a resistir o a romperte”.
Pero yo no me rompí. Aprendí a amar el calor, a usarlo, a dejar que fuera mi compañero. Ahora, era mi arma.
Mientras hablo, mis dedos recorren el cuchillo sobre la mesa, su hoja recién afilada refleja destellos de la luz mortecina. Lo tomo, sintiendo su promesa fría contra mi piel. No para cortar; no aún. Es el contacto con el acero lo que me calma, lo que centra mis pensamientos dispersos por la ira y la anticipación.
El ritual es íntimo, el metal besando apenas mi palma antes de apartarse, un flirteo con el peligro que me es tan familiar como el latido en mis venas.
En este juego de sombras y sangre, el cuchillo es mi compañero más leal, la extensión de mi voluntad y el ejecutor de mi cólera.
"Domina tu furia" siempre me he dicho a mi mismo, pero ahora ella es mi aliada más cercana, el fuego que me impulsa hacia adelante en esta danza macabra de venganza. Y mientras el acero reposa tranquilo en mi palma, sé que cada movimiento que hago a partir de ahora está marcado por la promesa de retribución. Aquí, en la oscuridad, soy tanto el maestro como la marioneta, y el hilo de mi destino se entrelaza inexorablemente con el filo en mi mano.
En un gesto casi ritual, paso el cuchillo por la llama, calentándolo lo suficiente para sentir el calor irradiando en mi piel. Luego lo hundo en la madera de la mesa con un movimiento firme.
Escuchar el sonido de la madera cediendo es satisfactorio.
—Todo en su momento, —susurré, apagando el yesquero con un chasquido.
Salvatore no comentó. Solo se levantó de la silla con una elegancia calculada y caminó hacia la ventana.
—En Nueva York te esperan cosas que ni siquiera imaginas, Dominic. Pero recuerda que todo esto es por la familia. No te olvides de eso. ¡Destruye a esa perra!
—La familia —repetí, dejando que la palabra se deslizara por mi boca como veneno.
¿Qué sabía Salvatore de la familia? Para él, la familia era un pretexto, una herramienta que utilizaba para controlar a los demás. Pero para mí, la familia era un recuerdo de lo que había perdido.
Salvatore me observa con esa mirada que siempre ha sabido desentrañar mis intenciones más oscuras. En su rostro se dibuja una expresión que baila entre el orgullo y el temor, como si, por un lado, admirara el monstruo que ayudó a forjar y por otro, se horrorizara ante el abismo que ve en mi mirada.
—¿Qué tanto planeas, Dominic? —pregunta, y su voz es un eco del pasado que resuena en las paredes desnudas de la mansión.
—Lo necesario, —murmuro, sin dejar de pasar mis dedos por la llama del encendedor, sin apagarlo, el peso de su mirada sobre mí.
Empiezo a apagar ya encender, el clic-clic del mecanismo es casi hipnótico, un calmante para mi pulso acelerado. La llama nace y muere al capricho de mi pulgar, un recordatorio fugaz de lo efímero del poder... y de la vida.
—Siempre con fuego y acero —musita Salvatore, y aunque sus palabras están teñidas de aprobación, noto el rastro de inquietud en su tono. —Pero recuerda, incluso el fuego más controlado puede volverse un infierno.
—Un infierno que consumirá a quienes mataron a mi familia y los destruirá — replico, dejando que el encendedor descanse en mi regazo.
El cuchillo, esa extensión de mi voluntad, lo coloco sobre la mesa, pero siento su llamado, el susurro seductor del acero prometiendo venganza.
De repente, el silencio sepulcral se rompe con el timbre estridente del teléfono. Mi corazón da un vuelco; pocas cosas pueden perturbar este santuario de planes y traiciones. Levanto el receptor con una lentitud calculada, y la voz que escucho al otro lado hace que mi sangre se enfríe.
“Te vigilan. Tus movimientos no son tan invisibles como crees, Dominic”, advierte la voz anónima, y puedo sentir cómo la piel de mi nuca se eriza.
—¿Quién...? —comienzo a preguntar, pero solo recibo el zumbido de la línea cortada como respuesta.
—¿Problemas, sobrino? —Salvatore indaga, su ceño fruncido refleja tanto curiosidad como preocupación.
—El juego se complica, —digo con una sonrisa que no llega a mis ojos. —Pero eso sólo lo hace más interesante.
Mientras vuelvo a colocar el auricular, sé que esta noche, la oscuridad que me rodea no solo es física, sino también una que se ciñe alrededor de mis planes. Una oscuridad que amenaza con devorarlo todo, incluso a mí. Pero estoy listo; después de todo, fui criado para bailar con las sombras.
—¿Quién te llamo? —exige saber mi tío y la incertidumbre es una serpiente que se enrosca en torno a mis entrañas.
—Algún peón descarriado, —murmuro, más para mí mismo que para Salvatore.
Tomo de nuevo el cuchillo, frío y letal, lo presiono contra la piel de mi palma, un recordatorio tangible de los caminos que puedo elegir.
La venganza es un arte, y yo soy su maestro indiscutible; pero incluso un maestro puede encontrarse sorprendido por el movimiento inesperado de un rival.
—Están jugando contigo, Dominic. No pierdas la compostura —advierte Salvatore, y su voz es un gruñido grave que busca penetrar la armadura de mi concentración.
Lo ignoro; él no entiende que este nuevo reto despierta en mí un fervor casi salvaje.
—La partida apenas comienza, —contesto.
Clavo el cuchillo en mi mano, llena de cicatrices por las múltiples heridas en mi piel; sin embargo, yo siento el dolor como una caricia. No me dañan debido a los cayos que se han formado en mi piel, me levanto de la silla.
—Llegó la hora —digo, dejando atrás la penumbra de la mansión como quien abandona una vieja piel.