03.- El Grito Que No Se Dijo.

Desde una de las ventanas del segundo piso, Lucius los observó.

No lo buscaba. Solo alzó la vista por casualidad.

Pero ahí estaba ella.

Riéndose con otro.

El joven —Ulises, si recordaba bien— caminaba demasiado cerca de ella. Y esa risa… esa risa no era para él. No debía serlo.

Lucius apretó la mandíbula y bajó la mirada.

No tenía derecho.

No todavía.

Pero el instinto no sabía de reglas humanas.

Y dentro de él, algo gruñó muy bajo.

El sol del sábado caía con lentitud, tiñendo el cielo de un naranja intenso que anunciaba el comienzo del partido más esperado del mes: Toros contra Potros. Las gradas comenzaban a llenarse, los colores de ambos equipos ondeaban en carteles y bufandas, y el sonido de los tambores del equipo escolar retumbaba en el aire.

Lúa se ajustó el lazo de su cabello mientras caminaba hacia el costado del campo con las demás porristas. Su uniforme relucía bajo la luz del atardecer y su sonrisa, aunque natural, escondía la tensión eléctrica que sentía en el pecho.

—¡Hoy es nuestro día, chicas! —gritó una de las compañeras mientras daban los últimos saltos de calentamiento.

Lúa se unió a los vítores, pero su mirada, casi sin querer, buscó entre la multitud. Y ahí estaba.

Lucius.

Apoyado contra la baranda del graderío junto a otros profesores, vestido de forma informal, con los brazos cruzados y la mirada atenta. No estaba observando el partido. La estaba observando a ella.

Ella lo supo sin necesidad de confirmar.

Y por un instante, el resto del mundo desapareció.

Una voz masculina rompió el momento:

—¡Ulises, entras en la segunda parte, prepárate! —gritó el entrenador desde la banca.

Ulises, que hacía estiramientos cerca del grupo de porristas, le guiñó un ojo a Lúa.

—Deséame suerte, preciosa.

Lúa sonrió por educación, pero su mente no estaba con él.

Estaba con el profesor que no podía tocarla.

Y al otro lado del campo, Lucius sintió ese gesto como una punzada.

El instinto se revolvió.

Porque los partidos podían ganarse o perderse, pero con ella… no estaba dispuesto a ceder ni un centímetro.

Los tambores redoblaron con fuerza y las gradas estallaron en gritos cuando los Toros hicieron su entrada al campo. Llevaban el uniforme rojo y negro, con los cascos relucientes bajo las luces del estadio. Cada paso de los jugadores levantaba vítores. El ambiente era eléctrico.

—¡Vamos, Toros! —gritó Lúa alzando uno de los carteles mientras corría al frente con las demás porristas.

Las chicas se alinearon frente a la banca local. Lúa encabezaba la formación, con su energía magnética y esa sonrisa que hacía que incluso los del otro equipo la miraran por encima del hombro.

—¡Una, dos, tres! —marcó con voz firme.

El grupo saltó, giró y formó la clásica figura en "T", mientras desde las gradas coreaban al ritmo del tambor. Lúa lanzó su pancarta al aire y dio un giro impecable, justo cuando los jugadores pasaban junto a ellas para tomar posiciones.

—¡Tú puedes, Hugo! —le gritó a un chico de complexión fuerte que le guiñó el ojo.

—¡Toros, esta es la nuestra! —le dijo a otro, dándole un golpe suave en el casco mientras corría al campo.

Varios de los jugadores eran amigos de Lúa, chicos con los que había compartido almuerzos, tareas o momentos casuales en los pasillos. Algunos la admiraban, otros la cuidaban como una hermana.

Pero ninguno la miraba como Lucius.

Desde su lugar en las gradas, él no quitaba los ojos de la pelirroja de movimientos ágiles y energía vibrante. Había una fuerza en ella que le resultaba imposible de ignorar. Cada salto, cada sonrisa, cada aliento de ánimo a sus compañeros... la hacía brillar más fuerte.

Y lo hacía más consciente de que ella no era suya.

La primera parte del juego fue intensa. Los Potros eran buenos, rápidos y agresivos, pero los Toros mantenían el marcador parejo. Lúa y las demás porristas se esforzaban por mantener el ánimo alto, saltando, agitando pompones, y coreando cánticos que hacían retumbar el alma.

En uno de los intermedios, cuando Lúa regresó al borde de la banca a tomar aire y un poco de agua, Ulises se acercó.

—Tu energía nos tiene encendidos, Luna —le dijo, usando ese apodo que todos empleaban.

—Ya sabes que yo nací para gritar —respondió ella, sonriendo mientras recuperaba el aliento.

—¿Vas a celebrar con nosotros si ganamos? —preguntó, con una chispa en los ojos.

Lúa le iba a responder, pero su mirada se desvió un segundo hacia las gradas. Lucius estaba ahí. Solo. Observando. Inmutable.

Pero algo en su postura, en cómo la miraba entre jugada y jugada, le aceleró el corazón.

—No sé… depende de quién anote el punto final —dijo al fin, y volvió a su lugar, dejando a Ulises con una sonrisa ladeada.

Los últimos minutos del juego estaban al rojo vivo.

Los Potros acababan de anotar y el marcador se encontraba empatado. La tensión se respiraba, densa como niebla en la madrugada. Los tambores resonaban, los entrenadores gritaban desde las laterales, y en las gradas, el público contenía el aliento.

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