Capítulo 4 La Primera Lección
Los días que siguieron al acuerdo con Damon Thorne se desvanecieron en una bruma de tensión y anticipación. Me había mudado a una suite en un ala privada de su inmensa mansión, un lugar de lujo que contrastaba brutalmente con mi vida anterior. Cada objeto, desde las sábanas de seda hasta los muebles de roble macizo, gritaba poder y opulencia. Yo era una bailarina exótica de un club de tercera, pero ahora era la ”invitada” de un Alpha Supremo.
La primera semana fue un baile extraño de distancias. Damon no se acercó, pero su presencia era constante. Sabía que estaba cerca, sentía su aroma a tierra mojada y madera quemada, el aroma de un depredador que me acechaba. La tensión sexual entre nosotros era palpable, una electricidad que me hacía temblar cada vez que pensaba en él. Era un fuego lento, uno que me consumía y me hacía preguntarme qué pasaría cuando finalmente se acercara.
Una tarde, me encontraba en mi balcón, mirando hacia los jardines perfectamente cuidados, cuando la puerta de mi suite se abrió. Me tensé. Sabía quién era. Su paso era silencioso, pero la energía que emanaba llenó la habitación.
—Anya —dijo, su voz profunda y seductora, era un rugido silencioso.
—Damon —respondí, dándome la vuelta.
Lo vi de pie, con las manos en los bolsillos de sus pantalones de vestir. Su rostro era una obra de arte, pero sus ojos eran un abismo de oscuridad. Era la primera vez que lo veía tan de cerca, sin la máscara de su rol de magnate o de jefe de la mafia. Y por primera vez, vi un destello de algo que no era poder, sino una intensidad, un deseo primitivo que me heló la sangre.
—Tenemos que hablar de tus lecciones —dijo, su voz era un murmullo que me erizó la piel—. Necesitas ser más que una simple omega si quieres la venganza que buscas.
La palabra “lecciones” me irritó. No era una estudiante. Pero su tono no admitía discusión.
—¿Lecciones de qué? ¿De cómo ser la reina de un Alpha Supremo? —pregunté con sarcasmo.
Una sonrisa oscura se dibujó en su rostro. —Precisamente. Y la primera lección es que no cuestionas a tu Alpha.
El instinto me dijo que me arrodillara. Mi cuerpo se tensó, luchando contra la necesidad de obedecer. No podía, no podía permitirme volver a ser la Elara sumisa.
—No soy tu omega —repetí, mi voz temblaba, pero mi determinación era de hierro.
—No. Aún no —respondió, y se acercó a mí, sus pasos eran tan ligeros como los de un lobo.
Mi corazón latía con fuerza contra mis costillas. Podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo. Su mano se levantó lentamente, y pensé que me tocaría, que finalmente el contacto se daría. Pero en cambio, él se detuvo a solo unos centímetros de mi rostro. El calor de su palma me quemó, y sentí un escalofrío de anticipación.
—Mi primera lección para ti es de control, Elara. El control es poder, y tú no tienes ninguno. Pero conmigo, lo tendrás. Te mostraré cómo usar tu vulnerabilidad como un arma. Te enseñaré a ver a tus enemigos como presas. Y te enseñaré a hacer que Lycan se arrodille ante ti, para que pueda ver lo que perdió.
Las palabras eran un elixir, una promesa de poder que me cegó. Lycan, el hombre que me había humillado, se arrodillaría ante mí. El pensamiento me llenó de una euforia oscura.
—¿Y qué gano yo? —pregunté, mi voz se había vuelto más firme.
—Todo. Poder, respeto, y la satisfacción de la venganza. Pero hay algo más que no has considerado, Elara. Los alfas también tienen un deseo, una necesidad. Y yo, necesito lo que tú tienes.
Mi respiración se detuvo. ¿Qué tenía yo que él, el hombre que lo tenía todo, pudiera desear?
—¿Qué? —pregunté en un susurro.
Una sonrisa malvada se formó en sus labios, y sus ojos oscuros me miraron con una intensidad que me hizo temblar.
—Tu sumisión. Tu rendición. La pureza que Lycan rechazó. Y el dolor que has llevado. Porque para que un Alpha Supremo sea verdaderamente poderoso, necesita a su reina. Y tú, Elara, eres mi reina.
Y con esas palabras, su mano se cerró alrededor de mi cuello. No era un agarre violento, sino una posesión, un reclamo. Y la onda de energía que recorrió mi cuerpo era tan fuerte, tan poderosa, que mis rodillas se doblaron y me obligaron a caer al suelo, arrodillándome a sus pies. El instinto me había ganado la batalla. El Alpha Supremo me había reclamado. Y yo, la omega que se había negado a ser sumisa, ahora estaba arrodillada ante él.














































