Capítulo 6 El amanecer
El amanecer llegó con un silencio espeso, como si el mundo entero contuviera la respiración. Desperté envuelta entre sábanas de seda, con el aroma inconfundible de Damon impregnando el aire. Aún podía sentir la quemadura de su beso en mis labios, un fuego que se negaba a apagarse. Mi mente, sin embargo, era un torbellino: culpa, deseo, rabia y una inquietante sensación de que algo dentro de mí había cambiado para siempre.
Me incorporé lentamente, y por un instante, la habitación giró a mi alrededor. Mi reflejo en el espejo del tocador me devolvió una imagen que apenas reconocí. Elara, la omega rechazadа, ya no existía. Tampoco quedaba mucho de Anya, la bailarina que se ocultaba tras el brillo del neón. Lo que veía era una fusión extraña, peligrosa. Una mujer que había probado el poder en los labios de un Alfa Supremo.
La puerta se abrió con un leve chirrido. Era Evelyn, una mujer de cabello platinado y ojos grises como la tormenta. Vestía de negro, elegante y sobria. Su presencia imponía respeto.
—El Alpha me pidió que te preparara —dijo con voz firme—. Hoy comienzan tus entrenamientos.
—¿Entrenamientos? —repetí con un dejo de burla.
—Física, mental y emocionalmente —respondió ella sin inmutarse—. Él no quiere una bailarina. Quiere una reina.
La palabra “reina” me quemó por dentro. Damon había usado esa misma palabra. Reina. Pero una reina sin trono seguía siendo una prisionera con corona.
Evelyn me condujo a través de un largo pasillo hasta un salón de entrenamiento. El piso de madera pulida brillaba bajo la luz natural. Allí, tres hombres esperaban en silencio. Cada uno parecía una bestia en su propio elemento: uno con mirada de soldado, otro con cicatrices en el rostro y el último, joven, con una calma inquietante.
—Ellos serán tus instructores —anunció Evelyn—. No son humanos, ni completamente lobos. Sirven al Alpha Supremo desde hace años.
—¿Y si me niego? —pregunté, cruzando los brazos.
Evelyn me miró con una leve sonrisa, una que no llegaba a los ojos. —Entonces él vendrá por ti. Personalmente.
Y el simple pensamiento de Damon Thorne acercándose de nuevo, con esa mezcla de deseo y amenaza en su mirada, fue suficiente para hacerme callar.
El primer entrenamiento fue brutal. Caí al suelo más veces de las que pude contar. Mis manos sangraban, mis piernas temblaban. Pero cada caída encendía algo dentro de mí. Una rabia contenida, una sed de demostrar que no era débil. Los hombres no hablaban mucho, pero sus miradas de respeto al final del día fueron más satisfactorias que cualquier elogio.
Esa noche, el cansancio me venció antes de que pudiera llegar a mi cama. Me quedé dormida sobre el suelo del balcón, con la brisa acariciando mi rostro. Soñé con bosques antiguos, con la luna llena brillando sobre mi piel, con un lobo negro que me observaba desde la distancia. Cuando desperté, el amanecer teñía el cielo de rojo. Y en el alféizar del balcón, descansaba una rosa negra.
Supe al instante que era de Damon.
La tomé entre mis dedos. Las espinas me pincharon la piel, y una gota de sangre cayó sobre uno de los pétalos. Fue entonces cuando escuché su voz detrás de mí.
—La sangre te sienta bien, Elara. Te hace ver viva.
Me giré. Damon estaba de pie, apoyado en el marco de la puerta, con su camisa abierta hasta el pecho. Su presencia llenó el aire, densa, eléctrica.
—Deberías aprender a descansar —dijo, acercándose—. Tu cuerpo aún no se acostumbra a lo que eres.
—¿Y qué soy exactamente? —pregunté, desafiándolo.
Su sonrisa fue lenta, peligrosa. —Un arma que todavía no sabe su poder.
Sus palabras me erizaron la piel. Él levantó la mano y, con la yema de los dedos, rozó la herida en mi dedo. Cuando su piel tocó la mía, una corriente invisible me recorrió entera. La sangre desapareció, absorbida por su toque.
—¿Qué hiciste? —susurré, temblando.
—Solo tomé lo que ya era mío. —Su mirada se oscureció—. Tu energía me pertenece. Y cada vez que sangres, recordarás a quién le pertenece esa sangre.
Su tono era una mezcla de promesa y amenaza. Mi corazón latía tan fuerte que dolía.
—No soy tuya —dije, retrocediendo un paso.
Él no me siguió, pero sus ojos me atraparon. —No todavía —susurró.
La tensión era insoportable. Cada palabra suya parecía abrir grietas dentro de mí. Parte de mí quería escapar; otra parte deseaba que se acercara y me reclamara por completo. Era un conflicto salvaje, primitivo.
—¿Por qué yo, Damon? —pregunté finalmente, la voz quebrada—. De todas las omegas del mundo, ¿por qué yo?
Su expresión cambió. La arrogancia se desvaneció por un segundo, reemplazada por algo más humano, más triste.
—Porque tú llevas la marca de la luna rota —dijo en voz baja—. Y esa marca solo aparece una vez cada era.
Fruncí el ceño. —¿La luna rota?
Él asintió. —El símbolo de la unión entre la oscuridad y la luz. Una omega con esa marca no solo pertenece a un alfa. Lo equilibra. Lo domina. —Su voz se volvió más profunda—. Tú, Elara, eres mi equilibrio. Mi condena y mi redención.
Sus palabras me helaron la sangre. ¿Equilibrarlo? ¿Dominar al Alpha Supremo? Sonaba a una profecía más que a una relación.
Antes de que pudiera responder, Damon se acercó y me tomó de la mano. Su calor me envolvió.
—Esta noche habrá luna llena —dijo—. Te necesito preparada.
—¿Preparada para qué?
—Para tu primera transformación.
Me aparté, horrorizada. —Eso es imposible. Fui marcada como omega. No tengo la fuerza de un alfa ni el poder de un lobo completo.
Damon sonrió, esa sonrisa que me hacía olvidar respirar. —Aún no. Pero la luna rota no distingue jerarquías. Solo busca equilibrio. Y esta noche, tu cuerpo despertará lo que siempre estuvo dormido.
El miedo me paralizó. Recordé las historias de mi infancia: omegas que intentaban despertar su poder y terminaban destruidos por dentro.
—No quiero hacerlo —murmuré.
—No tienes elección —respondió con voz suave, casi tierna—. La luna te elegirá, Elara. Y cuando eso ocurra, no podrás huir.
Me soltó y se dio media vuelta. En la puerta, antes de marcharse, se detuvo.
—Prepárate. Cuando caiga la noche, vendré por ti.
Y se fue.
El resto del día fue una tortura. Evelyn me entregó un vestido blanco, ligero como el aire, y un amuleto con una piedra de obsidiana. “Para protegerte”, dijo. Pero su mirada decía otra cosa: “para atarte”.
Cuando la luna se alzó en el cielo, una extraña energía comenzó a correr por mis venas. Dolía. Ardía. Era como si algo dentro de mí intentara romper las cadenas que lo contenían. Corrí hacia el balcón, buscando aire, y vi el bosque detrás de la mansión, oscuro y expectante.
Entonces lo vi. Damon, en el límite del bosque, esperándome. La luz plateada de la luna lo bañaba, haciéndolo parecer más bestia que hombre.
Mi respiración se aceleró. Algo en mi interior me empujaba hacia él, una fuerza ancestral que no podía detener. Bajé las escaleras casi sin sentir los pasos. Cuando lo alcancé, él extendió su mano.
—Confía en mí —dijo.
—No puedo —susurré.
—Entonces deja que tu instinto decida.
Sus dedos tocaron mi piel y el mundo estalló en luz. Un rugido, el mío, salió de mi garganta. Sentí mis huesos cambiar, mi piel arder. No de dolor, sino de poder. La luna, esa vieja traidora, me estaba reclamando.
Y en el último instante, antes de que la oscuridad me envolviera, escuché su voz en mi mente:
“No luches contra lo que eres. Acepta la luna rota… o te destruirá.”
Y luego, el mundo se disolvió en un aullido.














































