Capítulo 1: el eco de un lobo en la oscuridad

El olor a alcohol rancio y sudor era un fantasma que me perseguía en cada rincón de este bar. Pero peor que eso era el eco de sus risas, una sinfonía cruel que se repetía en mi cabeza, la de los mismos hombres que me habían arrebatado todo. Me aferraba al trapo húmedo con tanta fuerza que mis nudillos dolían, como si limpiar las manchas de cerveza de la barra fuera la única forma de no perder la poca cordura que me quedaba.

Mi nombre es Lyra Vespera. La gente de aquí, en la pequeña ciudad de Oakhaven, me conocía como "la huérfana del bar". El término no estaba mal, mis padres habían desaparecido sin dejar rastro hace dos años, después de acumular deudas de juego con el hombre más peligroso de este pueblo: Dimitri Sokolov. Ahora, mi vida era un ciclo interminable de turnos dobles en el bar “La Guarida del Lobo” para pagar una deuda que nunca disminuía, y cuidar a mi hermana menor, Elara, quien vivía en un limbo de medicamentos y silencios desde la noche en que todo se desmoronó.

En Oakhaven, la gente susurraba sobre los Sokolov. Que eran ricos, que eran peligrosos, que eran la mafia de la ciudad. Pero nadie se atrevía a decir la verdad: que no eran solo mafiosos. Eran Alfas. Hombres lobo. Y su poder no venía solo del dinero, sino de algo mucho más antiguo y salvaje, algo que corría por sus venas. Yo, en cambio, solo era una omega sin manada. Rara, débil, fácil de ignorar.

"Lyra, deja de soñar despierta y atiende la mesa cinco", gruñó Jace, el dueño del bar, un tipo con olor a tabaco y un temperamento tan corto como su cabello. Sus ojos me estudiaron con una mezcla de lástima y desprecio. Jace era un beta que servía a los Sokolov, así que su lealtad no estaba conmigo. Tomé la bandeja y me dirigí hacia la mesa, mi corazón latiendo con la furia sorda de quien está atrapado.

La mesa estaba llena de hombres de la manada, todos vestidos de traje, sus risas resonando con una autoridad que no necesitaban pedir. Pero mi mirada se detuvo en el hombre al centro. Su presencia era un golpe, un imán que me atrajo sin mi permiso. Era Dimitri Sokolov, el hijo mayor, el heredero. Tenía el cabello negro como la noche, y unos ojos grises que brillaban como el acero. Un lobo. Su aura era tan poderosa que el aire a su alrededor parecía vibrar. A pesar de los dos años, su imagen era idéntica a la noche en la que vino a buscar a mis padres.

Él se percató de mi presencia de inmediato, sus ojos me recorrieron lentamente, un destello de reconocimiento brilló en su mirada, una chispa fría y calculadora. No dijo nada, solo me observó. Me sentía pequeña, expuesta. La bandeja tembló en mis manos mientras servía los vasos de whisky, mis movimientos eran torpes, como si mis propias piernas me traicionaran.

“Parece que has crecido, Lyra”, dijo con una voz profunda que era tan seductora como peligrosa. La forma en que mi nombre salió de sus labios hizo que un escalofrío me recorriera la espina dorsal. No era la voz de un Alfa hablando a un omega, era la voz de un depredador a su presa. “Dos años es mucho tiempo”.

“Yo… solo estoy aquí para servirle, señor”, logré decir con la voz apenas audible, manteniendo mis ojos fijos en la mesa.

Una de las mujeres sentadas en su mesa, una beta de cabello rubio, sonrió con malicia. “Dimitri, déjala en paz. Solo es una camarera, no es necesario que le hables”.

Dimitri se rio, una risa seca y sin humor. “Claro que lo es. Después de todo, Lyra y yo tenemos una historia”.

Mi corazón se apretó. Lo que él llamaba "historia" era una carga. La deuda, la desaparición de mis padres. Aquella noche, Dimitri había dicho que los perdonaría si mis padres le entregaban algo, un objeto que, según susurros, era un relicario que pertenecía a mi familia, una reliquia poderosa que los Alfas de las manadas perseguían desde hace siglos. Mis padres se negaron y él, en su ira, tomó un anillo de mi madre, una sortija con forma de lobo aullando a la luna, para, según él, recordarme que mi vida le pertenecía.

“Tengo que volver a mi trabajo, señor. Si me disculpa”, dije, retirándome lo más rápido que pude, mis mejillas ardiendo.

Caminé hacia la cocina, la pesadez de sus ojos todavía en mi espalda. Apenas crucé la puerta, me recargué en la pared y cerré los ojos, intentando calmar mi respiración agitada. No era miedo, era una mezcla de rabia y la familiar desesperanza. Él era un Alfa, un depredador de verdad, y yo solo era una omega sin manada, una presa fácil.

Pero había algo más. Algo que me molestaba. El olor de Dimitri. No era un olor a mafia, a dinero, o a poder. Era un olor a tierra mojada, a pino y a lluvia, el olor de un lobo. Era el olor de algo ancestral, algo que mi instinto, enterrado bajo capas de miedo y dolor, respondía de una manera que no entendía. Era el olor de mi mate.

La palabra se grabó en mi mente con fuego. No. Eso no podía ser. Los Alfas no se emparejaban con omegas sin manada, y mucho menos con alguien como yo, a quien su manada consideraba una escoria. Era un rechazo a la orden natural, un error del destino.

“Lyra, ¿estás bien?”, preguntó una voz suave. Era Anya, una de las cocineras, una mujer mayor que siempre había sido amable conmigo.

“Sí, solo estoy cansada”, respondí, forzando una sonrisa.

“Vi que hablaste con el señor Sokolov”, dijo con la voz baja, mirándome con lástima. “Ten cuidado, Lyra. Él es un hombre peligroso”.

“Lo sé”, susurré, la palabra peligroso retumbando en mi cabeza.

Cuando mi turno terminó, salí a la calle. El aire de la noche era frío y la luna llena, un faro blanco y brillante, estaba suspendida sobre las copas de los árboles, haciendo que la sangre de lobo en las venas de Oakhaven se agitara. Un escalofrío me recorrió al pensar en los ojos de Dimitri y la verdad que contenían, un escalofrío que no era de miedo, sino de una extraña y siniestra anticipación.

Cuando me encaminé a casa, la figura de un hombre me esperaba a la entrada. Un hombre alto y poderoso, con la silueta de un lobo. Mi respiración se detuvo al reconocerlo. Dimitri.

“Tenemos que hablar, Lyra”, dijo con una voz tan suave que era un susurro en la noche.

Mi corazón se desbocó, un tambor en mi pecho. “No tenemos nada de qué hablar, señor Sokolov”.

“Tenemos más de lo que crees”, respondió, su voz se endureció. “No solo quiero el relicario de tu familia. Te quiero a ti”.

La luna brilló sobre su rostro, iluminando su expresión, una mezcla de deseo y posesión. Mis rodillas se sintieron débiles, la sangre se me congeló en las venas. Me había encontrado. El depredador había encontrado a su presa. Y en sus ojos, la promesa de una cacería interminable que estaba a punto de comenzar.

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