Capitulo 2: El rugido
La explosión había sido tan fuerte que sentí cómo el aire se me escapaba de los pulmones. El eco de los gritos subía por la escalera, mezclándose con un olor acre a pólvora y… sangre. Por un instante, pensé que todo el edificio se derrumbaría. El vidrio de la lámpara sobre mí vibraba tanto que juré que estallaría en mil pedazos.
Adrian se movió como un rayo. En un parpadeo, ya estaba junto a la puerta, cerrándola con un golpe que hizo temblar la madera y el marco entero.
—No salgas. Pase lo que pase —dijo, sin siquiera mirarme, su voz grave, casi un gruñido.
Pero yo no era tan buena para seguir órdenes, y menos cuando mi instinto gritaba que algo estaba terriblemente mal. Sentía una presión en el pecho, una advertencia inexplicable que me obligaba a mantenerme alerta.
—¿Qué está pasando? —pregunté, intentando sonar más valiente de lo que en realidad me sentía. Mi voz tembló, aunque quise disimularlo.
Él giró apenas la cabeza. Sus ojos grises ya no eran grises… eran plata pura, brillando como metal vivo bajo la penumbra. Una visión tan irreal que me hizo dudar de si estaba despierta.
—Están aquí por mí.
No tuve tiempo de preguntar quiénes. La puerta voló en pedazos con una fuerza brutal, las astillas se clavaron en la pared como proyectiles, y un hombre enorme, vestido de negro, irrumpió en la habitación. Su piel parecía demasiado tensa, sus venas sobresalían como cuerdas bajo la piel, y sus pupilas dilatadas recordaban las de un animal acorralado. Sentí un escalofrío que me heló la espalda. Ese ser no era humano.
Adrian gruñó, un sonido tan bajo y potente que me erizó la piel. Fue un rugido contenido, cargado de amenaza. El intruso sonrió, mostrando dientes más largos de lo normal, afilados como cuchillas. Y se lanzó contra él.
Lo que ocurrió después parecía sacado de una pesadilla. Adrian se movió con la rapidez de una sombra, esquivando el primer ataque y derribando al intruso con un golpe que hizo crujir huesos. Su cuerpo cambió ante mis ojos: los músculos se tensaron, su piel se oscureció en zonas, sus manos se alargaron en garras negras, y su rostro adoptó rasgos lupinos, salvajes. Un Alfa. Un verdadero hombre lobo.
Retrocedí con el corazón desbocado, chocando contra la pared. La escena era brutal: golpes, zarpazos, sangre cayendo en hilos gruesos. Y aun así, había algo hipnótico en él: la precisión de cada movimiento, la fuerza descomunal y esa sensación de que, en medio de todo, todavía estaba consciente de mi presencia. Como si yo fuera el único ancla que lo mantenía cuerdo en medio de su transformación.
Un segundo atacante irrumpió rompiendo la ventana. El cristal explotó en mil esquirlas que volaron como cuchillas por la habitación. Yo me cubrí el rostro, pero aún así sentí el ardor de un corte leve en mi mejilla. Adrian lo recibió con un zarpazo que dejó una marca sangrienta en su pecho, y rugió con una voz que atravesó mis huesos.
—¡Luna, atrás!
Obedecí, tambaleándome, pero tropecé con la mesa y caí al suelo. El golpe me arrancó un jadeo y mi respiración se volvió errática. Entonces ocurrió lo inesperado: uno de los atacantes me miró, y su expresión cambió. Ya no estaba enfocado en Adrian. Me estaba mirando a mí. Sus ojos brillaban de una forma codiciosa.
—Es ella… —susurró, como si acabara de encontrar un tesoro.
Adrian lo escuchó. En un instante, se lanzó sobre él y le rompió el cuello con un movimiento seco. El cuerpo cayó a pocos metros de mí, torcido de una forma antinatural. Un gemido se me escapó sin querer.
—¿Qué significa eso? —balbuceé, con la voz quebrada.
Adrian me sostuvo la mirada, sus ojos aún ardiendo en plata.
—Significa que no eres tan humana como crees.
La habitación era un caos absoluto: cristales rotos cubrían el piso como un manto brillante, había sangre en la alfombra, los muebles estaban destrozados. El aire olía a metal caliente, a sudor y a algo más… algo antiguo, como tierra húmeda y luna llena.
Adrian se acercó, aún con el cuerpo parcialmente transformado. Su altura imponía, su sombra se alargaba hasta cubrirme entera. Había en él una mezcla peligrosa de monstruo y hombre.
—Tenemos que irnos —dijo, extendiéndome la mano.
Lo miré, temblando, incapaz de decidir si me daba más miedo quedarme o tocarlo.
—¿Por qué debería confiar en ti?
Su mandíbula se tensó.
—Porque si te quedas, morirás. Y si vienes conmigo… —Su voz se volvió más grave, ronca, como si cada palabra cargara un peso imposible— quizá descubras quién eres realmente.
Apreté su mano. El calor intenso de su piel me recorrió el brazo como fuego líquido. Me levantó con una facilidad sobrehumana, como si yo no pesara nada, y sin darme tiempo a pensar me guió a través del pasillo destrozado.
Bajamos las escaleras corriendo. El club era un infierno: gente huyendo, luces rojas parpadeando, cuerpos inertes en el suelo. Entre el humo y el caos vi destellos de más criaturas como las que nos habían atacado. Todas buscaban algo. O a alguien. A mí.
Adrian no se detuvo. Me empujó hacia la puerta trasera, abriéndola de un golpe, y la noche nos recibió con un frío cortante. Corrimos hacia un auto negro con vidrios polarizados. Abrió la puerta del copiloto con brusquedad.
—Entra.
No protesté. Todavía temblaba, pero no sabía si era por miedo o por la adrenalina de estar tan cerca de él. El motor rugió en cuanto arrancó, y las calles de Nueva York se convirtieron en un borrón de luces. Adrian conducía como un demonio, esquivando autos y semáforos como si las leyes no existieran para él.
—¿Vas a decirme qué demonios pasó allá adentro? —exigí, intentando recuperar algo de control.
Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa peligrosa.
—Es sencillo, Luna. Acabas de convertirte en la presa más valiosa de Nueva York.
Lo miré, incapaz de entender del todo.
—¿Presa? ¿De quién?
Él me lanzó una mirada intensa, una que parecía atravesar mi piel.
—De cualquiera que huela lo que yo huelo en ti.
El silencio se estiró, roto solo por el rugido del motor. Afuera, la ciudad pasaba demasiado rápido, pero dentro del auto solo existían sus ojos y el peso de sus palabras. Finalmente, Adrian habló de nuevo, con una voz grave que no dejaba lugar a dudas:
—Eres mía.
Mi mente me decía que eso era una advertencia peligrosa, una cadena. Pero mi corazón… mi corazón latía como si acabara de escuchar una promesa.

































