Capítulo 2 2

3 días antes de la tragedia, año 2000

19 años antes

Recuerdo esa noche como si todavía la tuviera frente a los ojos.

Helena no dijo nada. Simplemente se levantó, caminó hacia su habitación y empezó a empacar. La observé en silencio, sin atreverme a detenerla, mientras llenaba los dos bolsos viejos que tenía con todas sus cosas, sin orden, sin pensar demasiado. Sabía lo que significaba ese gesto: no había marcha atrás. Nos íbamos. Con los niños. Sin rumbo.

Yo también sabía que no teníamos dónde quedarnos, que tal vez esa noche dormiríamos en la calle o en alguna esquina cualquiera, pero no podía permitir que siguiera soportando lo que vivía en esa casa. Los gritos de sus padres, el desprecio, el modo en que la hacían sentir como una carga… Me hervía la sangre cada vez que los escuchaba decirle que los mellizos eran su vergüenza. Que se había “arruinado la vida”.

Tenía solo quince años, pero más valor que muchos adultos. Y tenía claro que no iba a dejar que la quebraran.

Desde que Helena decidió seguir adelante con el embarazo, yo supe que no podía soltarla. No era solo por los niños, era por ella. Por cómo me miraba cuando el mundo se le caía encima y aún así encontraba fuerzas para sonreír. La amaba. Y aunque a veces podía ser dominante, lo admito, nunca quise que se sintiera atrapada conmigo. Solo… no soportaba la idea de perderla, de que alguien más decidiera por nosotros.

Nos conocíamos desde los once años, cuando apenas éramos dos idiotas soñando con ser adultos. Todo era más fácil entonces. Pero en cuestión de meses, todo se complicó. Lo nuestro se volvió más intenso, más físico, más real. Nos deseábamos tanto que el mundo desaparecía. Éramos dos adolescentes jugando a ser grandes, sin pensar en consecuencias.

Hasta que la vida nos pasó la factura. Aun así, no me arrepiento. Ni un segundo.

Porque de ese amor nacieron ellos: los dos pequeños que dormían acurrucados, ajenos al caos, sin saber que su llegada cambió todo. A veces los miraba y pensaba que eran un milagro. Otras, me sentía tan perdido que temía no poder darles nada. Pero al ver a Helena, su determinación me devolvía el aire. Sabía que no estábamos solos del todo.

Mi abuelo, lo teníamos. Él siempre creyó en mí, incluso cuando mis propios padres no lo hacían.

Mis viejos eran un desastre. Mi padre, alcohólico, violento, siempre con problemas, y mi madre… bueno, no muy distinta a él. En casa no había estabilidad, solo discusiones y olor a licor. Pero mi abuelo era diferente. El único que veía algo en mí, el que me prometió que, si me esforzaba, me daría la oportunidad de trabajar con él en su empresa cuando cumpliera la mayoría de edad. No podía decepcionarlo. Así que nuestro plan era simple: llegar hasta la ciudad donde él vivía, pedirle un techo, un trabajo, y empezar de cero. Sin ayudas, sin dinero regalado. Solo con esfuerzo. Con dignidad.

Esa mañana de lunes, en 2000, nos despedimos de nuestras familias.

Helena cargaba sus bolsos y a los mellizos, y yo la esperaba unas calles más adelante. Cuando la vi venir, me dolió lo mucho que le pesaba todo. No solo el equipaje: también el miedo, la incertidumbre. Aun así, sonrió al verme y me besó. Ese beso… me dio fuerzas.

Yo llevaba la vieja carpa que usábamos desde hacía años. La misma en la que dormimos juntos por primera vez, cuando nos escapábamos de clases y pasábamos tardes enteras junto al lago, hablando de lo que queríamos ser. Soñábamos tanto… ninguno de esos sueños incluía la palabra “sobrevivir”, pero ahí estábamos.

Caminamos por horas bajo el sol.

Los niños dormían entre las mantas, y de vez en cuando Helena los cubría mejor, aunque el sudor le corría por la frente. Nos detuvimos solo para beber agua o comer algo pequeño con el poco dinero que teníamos. Tratábamos de no pensar en el mañana. Yo le decía que todo iba a estar bien, aunque por dentro tenía miedo. Pero ella me miraba con esos ojos grandes, llenos de fe en mí, y me lo creía. Me lo tenía que creer.

Esa noche armamos la carpa en un parque al final de la ciudad. No era el mejor lugar, pero al menos teníamos un poco de abrigo y los niños dormían tranquilos. Yo caí rendido enseguida, agotado, mientras ella seguía despierta, lo supe después. Decía que no podía dormir, que tenía una sensación extraña en el pecho, como si algo se avecinara. Yo no le di importancia, le acaricié la espalda y le pedí que descansara.

Si tan solo hubiera sabido… Si tan solo hubiera entendido que a veces el cuerpo sabe antes que el destino. Que esa opresión que sentía no era miedo al futuro, sino una advertencia de que el nuestro estaba a punto de romperse.

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