Capítulo 4 4
Nunca olvidaré esa noche.
La oscuridad en la montaña era tan espesa que parecía tragarse el sonido, y aún así, podía escuchar todo: el viento colándose entre los árboles, el murmullo del río, los gemidos inquietos de los niños dentro de la carpa. Helena los había dormido con tanto amor… la escuché cantarles bajito, con esa voz dulce que hacía que todo pareciera estar bien, incluso en medio de la nada.
Yo había salido apenas un rato. Fui por agua, apenas unos metros más allá del claro. Ni siquiera me alejé tanto, o eso creí. Pero en la montaña las distancias engañan. Cuando regresé, la carpa estaba cerrada. Sonreí al imaginarla dormida con los niños, pero al abrir… solo estaban ellos. Solos. Llorando.
Sentí cómo la sangre se me congelaba.
—Helena… —la llamé una vez, dos, tres, con la voz temblando. Nada.
El silencio me respondió. Un silencio tan denso que dolía.
Tomé a los niños en brazos, encendí la linterna del celular y empecé a correr. No pensaba, no podía. Solo gritaba su nombre una y otra vez, con la garganta hecha trizas. Busqué por todas partes: entre los árboles, cerca de los senderos, junto a las rocas. Todo. Cada rincón.
Pasaron horas, no sé cuántas. El frío me cortaba la piel, los niños lloraban agotados, y yo ya no sabía si seguía respirando. Tenía miedo de lo que mi mente empezaba a imaginar. Porque ella jamás, jamás, los dejaría solos. No así. Algo tuvo que sucederle, algo tuvo que hacerla salir de la carpa, esto… no fue casualidad, fue un alguien, alguien lo hizo, alguien se atrevió a tocar a mi mujer y aún con el pánico que quemaba haciendo un hueco en mi pecho, me negué a creerlo, que tal vez esta sería una horrible pesadilla de la que iba a despertar, pero no, nunca lo haría. Jamás despertaría.
Y entonces la vi.
A lo lejos, junto al río, una figura. Al principio pensé que era un tronco, o una sombra. Pero luego vi su cabello. Ese cabello oscuro que tantas veces había enredado entre mis dedos, su piel blanca que lucía pálida, inerte, esa espalda que tantas veces recorrí con mis manos, ese cuerpo que llené de besos en cada parte hasta el cansancio... esa mujer hermosa, mi mujer, ¡no podía ser!
No quería acercarme. Dios sabe que no quería. Cada paso era un tormento, una súplica muda. “Que no sea ella, por favor, que no sea ella…”
Pero era ella.
Cuando la toqué, cuando mis dedos rozaron su piel fría, supe que todo había terminado y me costaba respirar, al ver su rostro irreconocible, empapado por la sangre, así como casi todo su cuerpo, lleno de hematomas, golpes, huesos rotos. Había sido desechada aquí como basura, desnuda, tirada como un objeto sin valor. Alguien se había atrevido a tocarla, a hacerle daño a esa chica inofensiva que sería incapaz de tocar a alguien y todo lo que pudo ser, lo que Helena pudo lograr, todo murió de una forma tan absurda y desde allí, ya nada más tendría sentido para mí.
El mundo se partió en dos.
No recuerdo si grité, si lloré, si me desplomé. Solo recuerdo el vacío. Es sensación de que el alma se me escapaba por la garganta, de que ya no había nada por qué respirar.
Los niños seguían llorando a lo lejos, y yo no podía moverme. No podía mirar. No podía aceptar que esa era la mujer con la que soñaba envejecer, la madre de mis hijos, la que siempre reía incluso en los peores días.
Y ahora estaba allí. Quieto. Inerte. Como si el universo se hubiera cansado de nosotros.
Esa noche… todo cambió.
Porque en ese instante supe que jamás volvería a ser el mismo hombre. Que una parte de mí murió junto a ella, y que por más que el sol volviera a salir, yo nunca volvería a ver la luz igual. No solo murió mi mujer esa noche, yo también lo hice y lo que seguiría para mí, solo sería una masa andante sin vida.
