Capítulo 1: El Contrato

Isabella.

Nunca pensé que la palabra matrimonio pudiera sentirse como una condena.

Mientras mis amigas soñaban con vestidos blancos y promesas de amor eterno, yo estaba sentada en la sala de nuestra casa, escuchando cómo mis padres vendían mi futuro a cambio de salvarse de la ruina.

El eco de sus voces temblaba en el aire estancado, un aire cargado de un olor a polvo viejo y la desesperación que se había adueñado de cada rincón.

La lámpara del techo, con una pantalla de tela deshilachada, proyectaba sombras largas y distorsionadas, haciendo que el rostro de mi padre se viera más duro de lo normal.

—Isabella… hija, escúchanos —la voz de mi madre temblaba como una hoja al viento, sus manos se entrelazaban con nerviosismo en su regazo—. No tenemos otra salida. Los acreedores… nos amenazan con embargar la casa.

Mi padre, con la frente sudada y la mirada fija en un punto más allá de mi hombro, tomó la palabra. Su voz era seca, despojada de cualquier emoción, como si estuviera recitando una sentencia.

—Fabián De la Vega se ha ofrecido a liquidar todas nuestras deudas si aceptas convertirte en su esposa.

Me quedé atónita. El aire se me atascó en los pulmones, incapaz de salir. Ese nombre lo conocía demasiado bien.

Fabián De la Vega no era cualquier hombre; era el magnate más poderoso de la ciudad, dueño de empresas, terrenos, y de rumores sobre negocios turbios que susurran las élites.

Un hombre que doblaba mi edad… y que, al parecer, estaba dispuesto a comprarme como si yo fuera parte de una transacción más. La única mercancía que mis padres aún podían vender.

—¿Su… esposa? —mi voz se quebró, en un susurro agrietado que apenas se oía—. ¡Él podría ser mi padre!

—No te pedimos que lo ames —dijo mi padre, con un tono más duro ahora, como si la palabra amor fuera un lujo que ya no podíamos permitirnos—. Solo que cumplas tu papel. Una vez firmado el contrato, nuestras vidas cambiarán. Tendremos estabilidad y tú tendrás todo lo que siempre mereciste.

Lo miré con los ojos nublados por las lágrimas. ¿Eso era lo que merecía? ¿Ser moneda de cambio, un trofeo para un hombre que coleccionaba todo lo que quería?

—Papá… —susurré, pero mi voz se ahogó en mi garganta.

Mi madre, con las manos temblorosas, se levantó y se arrodilló a mi lado. Tomó las mías, con sus nudillos blancos por la fuerza con la que las apretaba.

—Es un sacrificio, Isabella. Uno que nos salvará a todos. Tu hermano… necesita la operación. No podemos perderlo todo, no nos dejes caer.

El peso de su súplica me aplastó. El recuerdo de mi hermano menor, de su enfermedad, de las facturas médicas que se apilaban en la mesa del comedor.

La casa hipotecada, las deudas que crecían como una plaga, la vergüenza de la pobreza… todo me señalaba como la única responsable de evitar el desastre. Tragué saliva y, contra todo lo que gritaba mi corazón, asentí.


Más tarde, como si temieran que me arrepintiera, firmé los papeles que me convertían en la futura esposa de Fabián De la Vega. Él no estaba allí.

Un abogado con un maletín de cuero me extendió la pluma con una sonrisa jactanciosa. Mi libertad quedó sepultada bajo tinta y cláusulas legales que nunca me atreví a leer por completo, un acta de defunción para mi vida tal como la conocía.

Los días siguientes pasaron en un huracán de preparativos que se sentían ajenos a mí. Vestidos de novia, listas de invitados interminables, flores que llegaban en camiones.

Mi madre lloraba de felicidad, mi padre se veía aliviado. Para ellos, yo ya estaba salvada. Para mí, era un adorno caro que sería exhibido en el altar. Me sentía como una prisionera decorada, un objeto sin voz ni voluntad.

La noche previa a la ceremonia, apenas pude dormir. Me quedé mirando el techo, la luna brillaba por la ventana, imaginando mi vida al lado de un hombre que no amaba, que jamás soñé tener cerca.

Sentía la tela de mi vestido de novia colgando en el armario como una soga ajustándose más y más a mi cuello. El silencio de la casa era pesado, la calma antes de la tormenta. Cada segundo se sentía como una cadena ajustándose a mi cuello.

Y entonces, llegó el día.

Me vi en el espejo. Una extraña me devolvía la mirada. Tenía los ojos grandes, llenos de un miedo que me hacía ver casi infantil, en contraste con el maquillaje impecable. El vestido de novia, un sueño para cualquier otra chica, se sentía como una camisa de fuerza.

La iglesia estaba repleta. Luces, música de órgano, murmullos de la alta sociedad que se había reunido para ver la extravagante boda del magnate. Caminé por el pasillo central, sintiendo cada mirada clavada en mí, un peso insoportable sobre mis hombros.

Fabián, al fondo, me esperaba al pie del altar, con una sonrisa que me pareció gélida, la de un hombre que se sabe dueño de la situación.

Pero nada, absolutamente nada, me preparó para lo que ocurrió al alzar los ojos. Mi respiración se cortó. A un lado del altar, de pie, con la sotana impecable y una mirada intensa, estaba él.

El aire se detuvo y mi piel se erizó. No lo conocía, pero la forma en que sus ojos oscuros, casi negros, se encontraron con los míos fue como si el mundo entero, con sus luces, sus invitados y su música, se hubiera desvanecido para dejarnos solo a nosotros dos.

Un escalofrío me recorrió la piel, un hormigueo eléctrico que no tenía nada que ver con el frío de la catedral. Sentí que el aire se me iba de los pulmones.

Él llevaba una sotana, tan negra como sus ojos, y un crucifijo de plata colgaba sobre su pecho, un símbolo de pureza y devoción que contrastaba de manera brutal con el pecado que sentí solo por mirarlo.

Un pecado tan profundo que me hizo olvidar por un instante el motivo por el que yo estaba allí.

Mi futuro esposo, Fabián De la Vega, me esperaba al otro lado del pasillo. Pero mi mirada estaba anclada en la de su hijo, en el sacerdote que me miraba como si estuviera viendo a una herejía. Un sacerdote.

El hijo de Fabián De la Vega. La única persona en toda la iglesia que parecía entender mi tormento. Y en ese instante, en medio del lugar más sagrado, supe que mi vida, lejos de ser salvada, estaba a punto de sumergirse en un infierno del que quizás nunca podría escapar. Y por primera vez en mi vida, no pude evitarlo.

Porque yo, estaba a punto de casarme con un hombre al que no amaba, mientras miraba perdidamente a su hijo. Y él…

Él me miraba de vuelta. Y no había un atisbo de juicio en sus ojos. Solo una intensidad peligrosa, un fuego que me prometía un pecado aún mayor.

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