Capítulo 2: El Hijo del Novio

Gabriel.

Los templos son mi refugio. El silencio entre los muros sagrados, el olor a incienso y cera de velas, siempre me dio paz. Desde niño, la fe fue mi fuerza, mi propósito.

Me hice sacerdote para servir, para guiar, para ser un pilar de la moralidad en un mundo que se desmoronaba.

Jamás pensé que el día de la boda de mi padre, el altar se sentiría como una trampa, una cárcel de mi propia conciencia. No porque dudara de mis votos, sino porque, al verla entrar, todo mi mundo se tambaleó.

Ella, Isabella la novia de mi padre de la que tanto me había platicado las últimas semanas, me hizo sentir un fuerte cosquilleo que me puso la piel de gallina.

El órgano comenzó a sonar, la marcha nupcial más solemne que he oído jamás, y por el pasillo central, una figura emergió de la luz. Una joven vestida de blanco, pura y hermosa como un rayo de sol filtrándose por las vidrieras de la catedral.

Caminaba con pasos temblorosos, la cabeza erguida con una valentía que contrastaba con sus ojos, unos ojos grandes y verdes que gritaban un dolor que no pude descifrar.

Y cuando se cruzaron con los míos, sentí que me atravesaban, que veían más allá de mi sotana y de mi rol, y llegaban directo a mi alma.

"Es la prometida de tu padre", me recordé con fiereza, como un conjuro para alejar el pensamiento. "Es la prometida de mi padre".

Quise bajar la mirada, refugiarme en la Biblia que sostenía entre mis manos, la sagrada escritura que siempre me dio consuelo, pero fue inútil. Algo en ella me encadenó.

Mis ojos se negaban a obedecer. Se quedaron fijos en ella, en la forma en que sus delicados dedos apretaban el ramo de rosas blancas, en la manera en que su labio inferior temblaba levemente.

Mientras todos sonreían y se susurraban cumplidos sobre la belleza de la novia, yo sentía que estaba cometiendo un pecado solo con mirarla.

¿Cómo podía yo, un sacerdote, un hijo de Dios e hijo del novio, Fabián De la Vega, desear a la mujer que en minutos se convertiría en mi madrastra?

Un deseo tan oscuro, tan prohibido, que me quemaba la piel. Sentí la vergüenza, el remordimiento, la absoluta certeza de que estaba fallando a todo lo que creía.

Mi corazón golpeaba fuerte bajo la sotana. Era un ruido tan atronador que temí que cualquiera pudiera escucharlo.

Fabián, mi padre, estaba de pie a mi lado, impecablemente vestido, con una sonrisa que lo hacía lucir el dueño del mundo. Para él, esta era otra adquisición, una más en su colección de cosas hermosas.

Lo vi mirar a Isabella con la misma frialdad con la que firmaría un contrato de negocios. Y entonces lo entendí: no estaba allí por elección.

No era una novia feliz, era una prisionera. Una prisión dorada y cara, pero una prisión, al fin y al cabo. Y una parte de mí, esa parte que se suponía que debía ser mi compasión cristiana, se sintió furiosa por la injusticia.

Las palabras del evangelio salieron de mi boca, pero en mi mente solo estaba ella. "El amor es paciente, el amor es bondadoso…", recité, y cada palabra sonó a una hipocresía.

El amor que sentía mi padre no era paciente ni bondadoso. Y lo que yo sentía en ese instante... no tenía nombre. Cada vez que alzaba los ojos del libro, sus pestañas temblaban al mirarme.

El mundo se desvaneció. La música, los invitados, incluso mi padre… todo desapareció en un eco lejano. Solo quedábamos ella y yo, atrapados en un hilo invisible que nos jalaba uno hacia el otro, a través del pasillo, a través de la distancia, a través del pecado.

El aire se sentía más denso a su alrededor, una mezcla de fragancia floral y algo más. Algo parecido a la desesperación.

Un pensamiento oscuro y repentino cruzó mi mente, tan claro como un rayo en la noche:

"Si ella fuera mía…"

Sacudí la cabeza de inmediato, como si pudiera expulsar el pecado con fuerza. Me aferré a mi crucifijo, frío y pesado, como un ancla para mis pensamientos. Pero la idea ya había germinado, una semilla maligna en un terreno sagrado.

Justo cuando la ceremonia estuvo a punto de continuar, el sonido discordante de un teléfono rompió el silencio.

Mi padre, con una mueca de fastidio, sacó el aparato de su bolsillo.

—Disculpen —dijo, con su voz de mando. Se alejó unos pasos, y su rostro se volvió tenso, casi blanco—. La bolsa ha colapsado… tengo que irme. —Lo vi abandonar la iglesia entre murmullos y miradas curiosas. La boda, de repente, se pospuso.

Isabella quedó de pie, sola, en medio del altar. Su vestido de novia, que antes parecía un símbolo de lujo, ahora se veía como una camisa de fuerza.

La vi por completo vulnerable, su cuerpo temblaba. Yo, por mi parte, no podía verla así. Tenía que hacer algo.

Di un paso hacia ella, sin importarme el escándalo, sin importarme lo que pensaran los demás. Mi rol de sacerdote se desvaneció, quedando solo el hombre que quería ofrecerle consuelo.

—¿Está bien? —pregunté en voz baja, con un tono que traicionaba mi serenidad. No era la voz de un cura. Era la voz de un hombre preocupado, de un hombre quebrado por la simple imagen de su dolor.

Sus ojos se alzaron hacia los míos, brillando con lágrimas contenidas.

—No… —susurró, apenas audible, y el sonido fue como una daga en mi pecho—. No lo estoy.

En ese instante lo supe. Lo que acababa de nacer entre nosotros no era fe, ni compasión. Era algo mucho más peligroso.

Un pecado santo. Un fuego que, tarde o temprano, nos consumiría a ambos y nos llevaría a un infierno del que no podríamos escapar. Y no me importó. Por primera vez en mi vida, no me importó el juicio ni la condena.

Y todo lo que pude pensar fue que, quizás, el pecado, cuando te lleva a la persona que te hace sentir vivo, es más sagrado que cualquier voto.

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