Capítulo 4: La Tentación

Gabriel.

No soy un hombre débil. O al menos, eso pensé durante años. Creí que mis votos me hacían invencible, que mi fe era un escudo impenetrable capaz de acallar cualquier deseo mundano. Pero desde que Isabella llegó, mi mundo ha comenzado a resquebrajarse.

Camino por los pasillos de la mansión De la Vega como un fugitivo, me siento como un fantasma que huye de su propia sombra.

La casa, tan vasta y silenciosa, me parece ahora una prisión llena de recuerdos recientes. Cada rincón me recuerda su voz, cada eco en los pasillos guarda la confesión que me lanzó en el jardín de invierno: "No quiero este matrimonio".

Sus palabras no eran solo una confesión, eran una súplica, una llamada de auxilio que mi alma de sacerdote anhelaba responder.

Sus palabras me persiguen, su mirada también. Y lo peor es que una parte de mí, esa parte que se rebela contra mis propios votos, desea ser su refugio, aunque eso signifique convertirme en su perdición.

No puedo dejar de pensar en lo frágil que se veía, en el dolor que sus ojos escondían detrás de una máscara de resignación. ¿Cómo podía Dios, en su infinita sabiduría, permitir que una criatura tan pura fuese sacrificada en el altar del poder de mi padre?

Me duele la impotencia de mi posición, la imposibilidad de protegerla de la única persona a la que le debo lealtad. Es una batalla interna que nunca creí que tendría que librar.

Me encierro en la capilla privada de la mansión, un rincón sagrado que mi padre mandó construir, pero que rara vez él usa. Aquí, las paredes de piedra parecen absorber el caos del mundo exterior.

Enciendo una vela, su luz parpadeante ilumina un crucifijo de madera antigua, y me arrodillo sobre la fría piedra. Mis labios murmuran oraciones, el Ave María, el Padre Nuestro, plegarias que siempre me dieron consuelo.

Pero mi mente, la traicionera, viaja a su rostro. A la forma en que sus labios temblaban al decir mi nombre.

"Gabriel".

De su boca sonaba diferente. Peligroso y tentador. No era el nombre de un sacerdote, sino el de un hombre. El hombre que soy cuando estoy lejos del altar, un hombre que ahora quiere protegerla de mi propio padre, un hombre que la desea.

El peso de mi sotana se siente insoportable, como una armadura que me asfixia. Siento la culpa como un manto pesado que me asfixia. No soy digno de este lugar sagrado.

Aprieto los puños con fuerza, clavando las uñas en mis palmas. El dolor es un ancla que me devuelve a la realidad.

Me concentro en la pequeña herida que me he provocado, el ardor, el dolor que me hace olvidar por un segundo el tormento de mi alma. Es un pequeño castigo autoimpuesto.

—Señor, ayúdame —susurro, aunque la súplica suena más como un grito ahogado—. No me dejes caer, guíame. No me permitas sucumbir a esta tentación, a este pecado. Sé que no estoy solo en esta lucha, pero me siento tan solo. Por favor, dame la fuerza para honrar mis votos y servirte.

Pero incluso en medio de mi plegaria más ferviente, la siento cerca. Como si el aire mismo se llenara de su presencia. Y entonces, como si mi oración la hubiera invocado, la puerta de la capilla se abre suavemente.

El sonido es tan sutil que casi parece un susurro, pero en el silencio de la capilla, es tan fuerte como un trueno. Su figura aparece, etérea en la penumbra. Isabella.

Mis rodillas se debilitan, y no por devoción. Es un tipo de debilidad nueva, física, terrenal, que me asusta más que cualquier castigo divino.

—No quería interrumpir —dice en voz baja, con esa inocencia que me desarma por completo.

Me pongo de pie de inmediato, intentando recomponer mi expresión. Hago el esfuerzo de que mi rostro sea una máscara de serenidad, la máscara que llevo como sacerdote.

—Este es un lugar de oración y meditación —respondo con más dureza de la que quisiera, mi voz suena áspera. Es un intento desesperado de crear una barrera entre nosotros, una barrera que mi corazón ya ha derribado.

Ella baja la mirada, avergonzada por mi tono. Pero no se marcha. Se queda de pie, a unos pocos pasos de la puerta, la luz de la vela proyecta su sombra en la pared.

Da un paso hacia mí. Su movimiento es lento, indeciso, como si estuviera probando el agua.

—Solo quería agradecerle por… escucharme el otro día —dice, con la voz apenas audible—. Nadie más lo hace. Todos solo me ven como un negocio, como la salvación de sus problemas. Usted… me vio a mí.

Su voz tiembla, y mi corazón también. Porque sé que lo que dice es cierto. La vi, más allá de la novia, más allá del contrato. La vi como la mujer asustada que es, la mujer que mi alma de sacerdote quiere proteger y que mi corazón de hombre quiere poseer.

Sé que, si la dejo llorar frente a mí, si la abrazo para consolarla, no habrá vuelta atrás. El hilo invisible que nos unió en la iglesia se hará una cadena irrompible.

Doy un paso hacia atrás, buscando distancia, pero ella se acerca otro más. Se acerca a mí, la mujer prohibida, la tentación con rostro de ángel.

Y entonces ocurre. Nuestros ojos se encuentran en el silencio de la capilla. Mis labios arden con la tentación de pronunciar lo prohibido, de confesar lo que siento.

—Isabella… —susurro, y mi voz se rompe. Mi nombre en su boca era peligroso, pero su nombre en la mía es un incendio. Es una declaración de guerra contra mi fe, contra mi padre, contra el mundo entero.

Si me quedo un segundo más, cometeré el peor de los pecados. El pecado que me hará perder mi alma, pero que, por alguna razón, me parece un precio justo a pagar por ella.

La veo y, por un segundo, la vida que tengo se siente vacía. Los votos se sienten como cadenas y el pecado se siente como libertad.

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