124.La primera fórmula mágica que nunca olvidamos

—¡Ah, eso duele, mujer! —se quejó Sergio ya en su sala, más precisamente, sentado en su escritorio, sin camisa—lo cual era un deleite para los ojos de Malvina—quien estaba a su lado, sintiendo el calor de su cuerpo y el olor a sangre seca, con un par de tijeras de pico de pájaro de dientes finos hec...