CAPÍTULO 1

La alarma sonó, inundando mi cuarto con ese sonido estresante y horrendo que tanto odiaba. Solté un bufido mientras me levantaba, recordando que tenía que cambiar ese ruido infernal cuanto antes. No podía seguir despertándome de mal humor todos los días. Además, odiaba madrugar, especialmente un lunes a las cuatro de la mañana.

Caminé lentamente hacia el baño, sintiendo el peso del sueño aún en mis ojos. Tenía que prepararme para otro turno. Era residente de segundo año de cirugía.

Sabía desde el principio en qué me estaba metiendo: que no sería fácil. Pero siempre me había gustado todo lo que se vivía en un quirófano o en una sala de urgencias. Las decisiones que se deben tomar al instante, el conocimiento que debe ser puesto en práctica, la serenidad con la que se debe manejar todo y el saber que pudiste salvar una vida o mejorar un estilo de vida, eran sucesos que amaba y por los que quería vivir.

Después de asearme, me puse el uniforme del hospital y bajé corriendo las escaleras. Podía imaginar perfectamente lo que mi madre diría si estuviera aquí:

"Detente, te puedes caer o partir una pierna, y no, no tengo tiempo para llevarte a un hospital, no precisamente hoy cuando tengo cosas que organizar, Isabella".

Sonreí con nostalgia mientras llegaba a la cocina apresurada. Se me hacía tarde, pero necesitaba comer algo; no podía funcionar con el estómago vacío.

—Qué tragedia —murmuré, mirando el escaso desayuno frente a mí.

Amaba la comida, y desayunar tan poco era casi un pecado. Terminé en tiempo récord, agarré mi mochila y salí rumbo al automóvil.

—Di Marco, llegas tarde —escuché desde atrás al Dr. Coleman.

Rodé los ojos, reprimiendo las ganas de contestarle. Mentalmente, empecé a idear mil maneras de eliminar a un superior.

—Solo fueron cinco minutos, Dr. Coleman —dije al girarme hacia él, aunque tardé un segundo en recomponerme ante su imponente presencia—. No volverá a pasar.

Siempre parecía obsesionado con vigilar si llegaba tarde o no. Me estaba empezando a irritar. Temía que, algún día, mi paciencia se agotara y terminara diciéndole algo de lo que me arrepentiría.

—Cinco minutos pueden marcar la diferencia entre salvar o perder una vida.

Abrí la boca para responder, pero él ya se había marchado, dejándome con las palabras atoradas. Lo observé alejarse, ladeando la cabeza. ¿Sabía lo que hacía? ¿Era consciente de que atraía miradas, incluida la mía, con esa forma elegante y segura de caminar?

Era un espectáculo, sin duda. Y aunque sus comentarios me exasperaban, había algo en él que me atraía.

Masoquista.

El Dr. Jack Coleman era, sin lugar a dudas, el hombre más atractivo del hospital. Cirujano general y traumatólogo, dos especializaciones que había logrado en tiempo récord. Nadie entendía cómo lo hacía, pero ahí estaba, destacándose entre todos.

Con un suspiro, fui hasta mi locker asignado para guardar mi mochila y algunos libros. Una vez lista, me dirigí a reunirme con mis compañeros, intentando concentrarme en el largo día que me esperaba.

—¡Isabella, por acá! —oí gritar a mi amiga Emilia a lo lejos.

No entendía por qué tenía que gritar cada vez que me veía. Gracias a su "silencioso" llamado, todas las miradas se posaron en mí, incluida la del Dr. Coleman. Su mirada, cargada de rabia, me advertía que los problemas estaban por comenzar.

Suspiré y caminé hacia ella, intentando ignorar las miradas curiosas y la intensidad de la furia en los ojos de Coleman. Estaba rodeada de algunos compañeros de residencia. Todos lucían igual de agotados que yo, pero había algo en sus expresiones, una chispa de camaradería, que logró hacerme sentir un poco mejor.

—Dra. Foster, no veo la necesidad de gritar cuando la Dra. Di Marco se encuentra tan cerca —dijo Coleman con su característico tono frío, su mirada fija y cortante clavada en mí. Mi dosis diaria de hostilidad.

—Mañana hará el turno de doce a seis en urgencias conmigo. Nos espera una larga y "hermosa" tarde juntos —añadió con un sarcasmo que solo aumentaba mi irritación.

El reproche en sus palabras me quemaba la paciencia. Antes de que pudiera procesar más su desdén, continuó:

—Pero por ahora, Dra. Di Marco, vaya a realizar tactos rectales y luego a saturación. Los demás, a los casos que les asigné.

Con cada palabra suya, sentí que mi tolerancia disminuía peligrosamente. No había duda: se estaba desquitando por mi retraso. Y, ¿qué mejor forma de hacerlo que enviándome a explorar el interior de la mayor cantidad de rectos posible?

Inhala...exhala...inhala...exhala...

Me repetía mentalmente para evitar cometer un homicidio contra el maldito, pero increíblemente atractivo, Dr. Coleman.

—¿Lista para otro día de locura? —preguntó Emi, regalándome una sonrisa cansada.

—Tan lista como se puede estar a las cuatro de la mañana un lunes —respondí, devolviéndole la sonrisa.

[…]

Después de realizar más de quince tactos rectales, por fin salí de aquel infierno con imágenes grabadas que ni siquiera viendo a Coleman desnudo lograría borrar.

O tal vez sí... sería cuestión de intentarlo.

Una pequeña risa escapó de mis labios ante mis propios pensamientos, pero se desvaneció en cuanto me crucé con Emilia. Estaba alterada, sus manos temblaban y su rostro pálido hacía que pareciera estar al borde de un colapso.

—Te necesito —susurró con voz quebradiza.

—¿Qué ha pasado?

—Francesco Forte.

El simple nombre provocó un escalofrío que recorrió mi cuerpo, tensándolo como un resorte. Esa sola mención era suficiente para saber que algo grave, algo peligroso, estaba ocurriendo.

Sin más preguntas, la agarré de la mano y la llevé a la primera habitación vacía que encontré.

—Cuéntamelo todo —ordené con firmeza, obligándola a mirarme a los ojos.

—Le ha exigido al director un médico, y me ha nombrado a mí. Ahora mismo hay una camioneta esperándome afuera —sus palabras se deslizaban temblorosas, cada una drenando el poco color que le quedaba en el rostro.

—Bueno, seguro Lorenzo lo sugirió. ¿Por qué no lo llamas? —traté de sonar calmada, aunque mis instintos gritaban que esto no acabaría bien.

—Ya lo hice. Me dijo que intentó persuadirlo, pero Francesco no aceptó. Ni siquiera le importó que le explicara que soy ginecóloga y no estoy especializada en cirugía general... —Su voz se rompió al final de la frase.

—Te lo advertí, Emilia. Te dije que no te involucraras con Lorenzo. Su familia y todo lo que los rodea son un peligro —le recordé, tratando de no sonar demasiado dura.

—Lo amo —susurró, con lágrimas rodando por sus mejillas.

La abracé rápidamente, sintiendo su desesperación como si fuera mía. No podía culparla; uno no elige a quién amar.

—¿Qué necesitas de mí? —pregunté, aunque un mal presentimiento me decía que no me gustaría nada lo que estaba por decir.

—Necesito que vengas conmigo. Hay un hombre herido que necesita una cirugía urgente.

—No.

—Por favor, Isabella. Eres la mejor residente de cirugía en este hospital —imploró, agarrándome las manos mientras sus ojos brillaban con lágrimas y una súplica imposible de ignorar—. Yo te asistiré. No estarás sola.

—Te quiero, Emilia, y eres mi mejor amiga, pero lo que me pides... es demasiado.

—Si no subo a esa camioneta en menos de diez minutos, Francesco me matará. Y si voy sin ti, también lo hará, porque la cirugía no saldrá bien. —Su voz temblaba, cargada de miedo—. No tengo opción, Isa. Por favor.

Intenté buscar una alternativa.

—Te puedo asistir por videollamada —sugerí, desesperada.

—Isabella... —pronunció mi nombre con un tono tan vulnerable y desgarrador que mi resistencia se tambaleó.

—No quiero involucrarme en ese mundo. La manera en que ese hombre me miró la última vez que coincidimos… —mi voz se apagó.

—No te hará nada. Solo necesita que operemos a ese hombre, y ya. Lo hacemos, volvemos al hospital y será como si nada hubiera pasado.

Mentiras. Sabía que nada sería igual después de esto. Era el jefe de la mafia italiana, por Dios. Operar a uno de sus hombres me pondría directamente en la línea de fuego. Pero sus ojos implorantes seguían clavados en mí, y sentí un nudo pesado formarse en mi estómago.

Suspiré profundamente, consciente de que estaba a punto de cruzar una línea de la que no podría volver.

—Está bien, iré contigo —susurré finalmente, sintiendo el peso de cada palabra—. Pero esto es lo último, Emilia. Lo último.

—Lo prometo.

Nos dirigimos hacia la salida del hospital con mi corazón desbocado, cada latido como un tambor en mis oídos. No sabía exactamente en qué me estaba metiendo, pero por Emilia, estaba dispuesta a enfrentar lo que fuera.

Subimos a la camioneta blindada que nos esperaba bajo la tenue luz del amanecer. Apenas cerraron las puertas, dos hombres en silencio nos cubrieron los ojos con vendas negras, apretándolas lo suficiente para que la incomodidad se convirtiera en un recordatorio constante de mi vulnerabilidad.

Mierda.

Esto no era un simple favor. Esto era un punto sin retorno.

Intenté calmar mi respiración mientras el vehículo arrancaba. Mis manos temblaban, el ligero temblor extendiéndose por mis brazos. Cerré los ojos tras las vendas, tratando de enfocar mi mente en el supuesto paciente. ¿Qué tipo de herida tenía? ¿Qué complicaciones podría encontrar? Pero la realidad era que no importaba cuántos escenarios imaginara, nada podría prepararme para lo que estaba por venir.

El viaje se sintió eterno. Cada giro y cada frenada brusca solo incrementaban mi ansiedad, hasta que el vehículo se detuvo abruptamente.

—Todo saldrá bien —susurró Emilia, aunque ni ella parecía convencida.

No tuve tiempo de responder antes de que las puertas se abrieran y unas manos ásperas me agarraran con fuerza. El contacto fue firme, casi violento, y me empujaron a salir sin delicadeza. Mi cuerpo entero se tensó, cada fibra de mi ser gritaba que huyera, pero no había escapatoria.

—Muévanse —ordenó una voz grave y autoritaria.

Asentí, aunque no veía nada. Mis pasos eran torpes, mi respiración rápida y poco controlada. Apenas avanzamos unos metros, sentí esa misma voz cerca de mi oído, helada como una cuchilla:

—No hables si no es necesario.

Doble mierda.

Un sudor frío recorrió mi espalda. Todo era opresivo, desde la oscuridad que cubría mis ojos hasta el aire cargado de peligro.

—Signore, aquí están la ragazza Emilia y… ella.

El silencio que siguió fue más ruidoso que cualquier palabra. Sentía mis propios latidos reverberando en mis oídos. De repente, mi reloj comenzó a sonar, marcando mi pulso acelerado, pero antes de que pudiera procesar lo que sucedía, me lo arrancaron de la muñeca, dejando un dolor ardiente en mi piel.

Cuando por fin me quitaron las vendas, lo primero que me golpeó fue el frío en el aire. Luego, la visión frente a mí: una mansión vasta, elegante y aterradora en su opulencia. Pero lo que realmente me hizo contener el aliento fue la figura que se destacaba en el lugar.

—¡Mamma mia! ¡Pero si es Isabella! —Se acercó lentamente hacia mí—. ¿Qué haces aquí?

—Ella es médico, ci...

—Cállate, Emilia —vi de reojo cómo Lorenzo, su hermano, se posicionaba cerca de mi amiga, casi en un gesto protector.

¿Y quién demonios me protegía a mí?

—Francesco —advirtió él, tenso.

—Le pregunté a tu hermosa amiga. —Me señaló, ignorando por completo a su hermano—. No a ti. Responde, Isabella.

Mi garganta se secó al instante.

—Emilia es ginecóloga, yo soy residente en cirugía. Yo seré quien opere. ¿Dónde está mi paciente?

A pesar del miedo que recorría cada fibra de mi ser, encontré el valor suficiente para no demostrarlo. Mi voz salió firme, sin un solo tartamudeo.

—Está con Romanov. Sígueme.

¿Romanov?

Miré a Emilia, buscando alguna señal, algún indicio, pero todo lo que encontré en sus ojos fue terror puro. Si el nombre de Romanov la asustaba de esa manera, yo estaba en serios problemas.

Mientras caminábamos, pude observar un poco del entorno. Era una especie de finca grande y lujosa. Los ventanales de cristal dejaban entrar una generosa cantidad de luz natural, y pude ver a decenas de hombres armados apostados por todas partes, vigilando con atención cada rincón. Francesco se detuvo frente a una puerta al final del pasillo.

Al entrar, solté un pequeño gemido de sorpresa. La habitación estaba increíblemente bien equipada con insumos médicos, como si fuera una improvisada sala de operaciones. Dos figuras masculinas dominaban el espacio. Uno, claramente mi paciente. El otro... era él. Romanov.

Mi corazón pareció detenerse un instante al verlo. Su presencia era imponente, casi aplastante. Vestía un traje negro que parecía hecho a medida para resaltar cada línea de su cuerpo. Alto, de hombros anchos y postura rígida, emanaba una autoridad que no dejaba lugar a dudas: no se trataba de un simple hombre.

—Tengo a la doctora, Romanov —anunció Francesco, rompiendo el pesado silencio.

Romanov, que estaba de espaldas, se dio la vuelta lentamente. Sus ojos, claros y enigmáticos, me atraparon en cuanto nuestras miradas se cruzaron. En ese instante, el mundo pareció desvanecerse. Mi respiración se volvió superficial, y sentí que era arrastrada hacia un vacío del que no podría escapar.

—Tiene que vivir. No importa cómo —su voz resonó en la habitación, profunda y autoritaria, con un acento que me erizó la piel.

Parpadeé, intentando procesar lo que acababa de decir, pero algo en su tono me distrajo. Grave, oscuro y lleno de una intensidad que no entendía, ni quería entender.

Él se hizo a un lado, permitiéndome acercarme al paciente. Estaba cubierto de vendas y conectado a una bolsa de suero que colgaba a su lado, pero eso no me decía mucho.

—Necesito un fonendoscopio, equipo de bioseguridad, instrumentos estériles y sangre.

—En un momento —escuché a Emilia responder mientras yo continuaba la valoración física.

Observé sus signos vitales. Estaba estable, pero sabía que no sería por mucho tiempo. La presión arterial sistólica comenzaba a elevarse peligrosamente. Examinarlo con más cuidado me permitió detectar lo inevitable: una herida por arma de fuego. Encontré el orificio de entrada, pero no había salida, lo que significaba que la bala seguía dentro.

Maldita sea.

El verdadero problema era saber dónde se encontraba la bala, qué órganos había atravesado, y qué tan cerca estaba de matarlo. Necesitaba una tomografía abdominal urgente. Aunque la irritación peritoneal que palpé me daba pistas, era solo eso, pistas.

—Necesito un TAC —dije, volviendo a mirarlos—. No puedo localizar exactamente dónde está la bala ni saber si algún órgano vital ha sido comprometido, además…

Romanov se movió entonces, como una sombra acechando el borde de mi visión.

—Su nombre —exigió con frialdad.

—Isabella —respondí automáticamente, aunque mi voz casi se quebró.

—Isabella. —Pronunció mi nombre con lentitud, probándolo, alargándolo, como si quisiera memorizar cada sílaba. Luego se acercó, invadiendo mi espacio personal sin vacilar—. No me importa si queda con insuficiencia renal o lleva una colostomía por el resto de su puta vida. Lo necesito despierto.

—Pero…

La palabra se quedó colgando en mis labios cuando su mano, grande y dominante, se cerró sobre mi barbilla, alzándola bruscamente hacia él. Su fuerza me tomó por sorpresa.

—No existe el "pero" en mi mundo —gruñó, su voz goteando peligro.

Mis ojos quedaron atrapados en los suyos, dos abismos que parecían arrastrarme sin piedad. Sentía que mi alma se disolvía bajo su mirada, como si no pudiera esconder ni el más mínimo de mis pensamientos.

—No estamos en su mundo —musité, apenas capaz de mantenerme firme—. Ahora ese hombre es mi paciente, y usted está en mi territorio.

Sus labios se curvaron en una sonrisa que no alcanzó sus ojos. Entonces, murmuró algo en ruso, sonó casi como una amenaza:

—Наглый. Как я буду наслаждаться наказанием этого сладкого рта.

¿Qué demonios acababa de decir?

Antes de que pudiera preguntarle, Francesco se adelantó, rompiendo el momento.

—Isabella, solo opéralo. Romanov y yo esperaremos afuera. Vamos.

Su mano se apartó de mi rostro, pero la sensación de su agarre seguía latente, dejando una zona hormigueante en mi piel. Contuve el aliento mientras lo veía salir.

Solté el aire retenido y me forcé a concentrarme. Justo en ese momento, Emilia entró con el equipo necesario. El tiempo parecía apremiar.

—Tendremos que hacer una laparotomía exploratoria —indiqué mientras nos preparábamos—. Necesito que me mantengas informada constantemente de sus signos vitales. Bisturí.

La incisión abrió la cavidad abdominal, y lo que encontramos no era alentador. Había unos 50 cc de hemoperitoneo, y un hematoma retroperitoneal en las zonas I y III. Logramos controlarlo, pero lo peor vino después. La lesión estaba en la aorta abdominal infrarrenal, y el proyectil se había alojado en la pared derecha de la aorta, a unos 8 cm de la bifurcación.

—Esto no es nada bueno —murmuró Emilia, sus ojos llenos de preocupación.

—No, no lo es —dije, suspirando por debajo de la mascarilla—. Dame los signos vitales.

—Presión arterial: 90/70 mmHg. Frecuencia cardíaca: 113 latidos por minuto. Saturación de oxígeno: 80%. Su temperatura sigue subiendo.

Dios.

Apreté los dientes y procedí a realizar el control vascular por encima de las arterias renales y distal al lugar de la lesión. Con un cuidado extremo, logré extraer el proyectil. Disecamos la vena cava infrarrenal y, para nuestro alivio, no encontré ninguna lesión adicional.

Solté un suspiro aliviado. El agotamiento comenzaba a pesar sobre mí, pero el hecho de haberlo logrado me dio un breve respiro.

—Sabía que lo lograrías. Eres la mejor en esto.

Negué con la cabeza mientras comenzaba a cerrar la herida.

—Esta vez fue suerte. —Desvié la mirada hacia ella por un segundo—. ¿Quién es Romanov? ¿Algún capo?

Su expresión cambió de inmediato, una sombra cruzó su rostro.

—No querrás saberlo, es mejor que no preguntes —su tono fue una advertencia clara, pero eso solo avivó mi curiosidad.

—Lo desafié —solté casi en un susurro, más para mí misma que para ella—. Y me respondió en ruso.

Se quedó inmóvil por un segundo, su rostro palideció visiblemente. Oh no... Su reacción fue suficiente para que un nudo helado se formara en mi estómago.

—Qué hiciste, ¿qué?  —exclamó con incredulidad—. Jesús, muchos han muerto por menos, Isabella.

Tragué con dificultad, sus palabras resonaban en mi mente mientras el recuerdo de su mirada oscura y feroz volvía a mí. Sentí el peso de ese momento caer sobre mis hombros. ¿Qué había hecho?

—Creo que quería matarme —admití, sintiendo un escalofrío recorrerme—. Pero Francesco de alguna manera lo detuvo.

—En cuanto terminemos, tenemos que irnos —urgió con un tono apremiante, sus manos moviéndose con más prisa, pero yo seguía sin poder soltar el asunto.

—No has respondido a mi pregunta, ¿quién es él?

Emilia miró hacia la puerta, como si temiera que en cualquier momento alguien irrumpiera. La tensión en su rostro me dio una mala sensación, pero fueron sus siguientes palabras las que me golpearon como un balde de agua fría.

—Es el Pakhan —susurró finalmente—. El líder de la bratva y un asesino a sangre fría.

El impacto de esas palabras hizo que el aire en la sala pareciera desaparecer. El líder de la mafia rusa. El hombre al que había desafiado, el que había tomado mi barbilla con esa mezcla de furia y control, era nada menos que el jefe de la organización criminal más temida.

—Mierda… —murmuré, casi sin aliento.

Sabía que la había cagado en grande.

Наглый. Как я буду наслаждаться наказанием этого сладкого рта. (Insolente. Como disfrutaré el castigo de esa dulce boca)

Laparotomía exploratoria. (cirugía abierta del abdomen para ver los órganos y los tejidos que se encuentran en el interior.)

Hemoperitoneo: es la presencia de sangre en la cavidad peritoneal del abdomen.

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