


CAPÍTULO 2
—¿Cuándo va a despertar? —preguntó Francesco, algo impaciente.
Había pasado ya media hora desde que termínanos la cirugía y hace apenas unos minutos, Emilia les había informado. Quería reunir la fuerza suficiente para soportar estar junto con ellos nuevamente.
—Tal vez en unas horas. Pero tiene que ir a un hospital, puede que tenga cualquier complicación.
—Ya cumplimos con lo que pediste. No nos necesitan, así que Isabella y yo nos vamos —rápidamente su mano agarró la mía.
Empezaba a ver la luz al final del túnel cuando nos acercábamos a la puerta, pero un amenazador “No” se escuchó en la habitación. Nos detuvimos de inmediato, girando a ver a Romanov.
—Quiero que despierte ahora mismo.
Desconocía la razón, pero volteé a mirar a Francesco, no sé qué quería lograr, porque parecía que le estaba pidiendo ayuda a la persona que hasta hace algunas horas, me parecía la más temible.
Se encogió de hombros.
—Es… Es muy riesgoso, señor Romanov —confesé.
Estaba paralizada en mi lugar, tenía miedo de ese hombre. Por fuera se veía muy tranquilo, con traje, haciéndole parecer algún ejecutivo, pero solo bastaba con fijarse en su mirada para darse cuenta que estaba todo mal con él. Era un caos.
—Yo lo haré, solo… solo debo de ver si está el medicamento o adrenalina —Emilia corrió hacia los estantes.
No pude ver el nombre del medicamento cuando lo encontró. Tenía sus manos temblorosas y a trompicones, logro administrarlo.
No estaba entendiendo nada, si era uno de sus hombres, porque arriesgarse a que pudiera morir.
Un minuto después, empezaba a despertar. No tardó mucho para que empezara a quejarse del dolor. Necesitaba morfina.
Cuando quise ir a observarlo, Emilia, quien ya estaba a mi lado me detuvo.
—Ni siquiera lo intentes. Ya no hables.
—Francesco. —Empezó a hurgar en algunos cajones—. Sabes qué es lo segundo que odio más en esta puta vida.
¿Había agarrado un bisturí?
—Es imposible saberlo contigo, Romanov. Odias a todos y a todo con la misma intensidad.
Volcó a verlo con una sonrisa. Una sonrisa diabólica mientras se acercaba lentamente al hombre de la camilla.
—Tal vez lo sepas tú, Flavio.
—N-No…lo sé… Pakhan.
Entrecerró sus ojos y asintió.
—Yo creo que sí. —Todo sucedió tan rápido ante mis ojos. Un momento estaba a su lado conversando. En otro su mano derecha se había dirigido a su abdomen y en el último, estaba abriendo la mitad de los puntos—. Los ladrones.
Grité, mientras retrocedí de inmediato con horror.
Los chillidos de Flavio llenaron todo el lugar, era una escena espantosa. La sangre empezaba a salir sin parar, no solo fue un simple corte superficial, él había introducido al menos cinco centímetros de ese escalpelo.
—Solo necesito un nombre, dilo. —Al ver que solo se quejaba, terminó de abrir el resto de los puntos—. Oh, esto se está poniendo muy rojo.
Emilia tenía sus manos en mi boca, amortiguando los gemidos de dolor que salían. Mi cuerpo entero temblaba y no por la sangre, estaba acostumbrada a ella, era ese hombre, la tortura que estaba recibiendo por ese maniático.
—No hablará, Romanov, debiste esperar a que se recuperará.
Rápidamente le inyectó en el pecho un líquido.
—Tra…bajé…solo —consiguió decir.
—Vas a morir y tus hijas se convertirán en mis putas, a ver cuánto duran siéndolo.
—Bia…nchi.
—Ves que era fácil. —Sonrió hacia Francesco—. Solo es encontrar el punto débil de tu víctima.
Sacó un arma de su chaleco y apunto a su frente. Cerré mis ojos en cuanto el estruendo sonó.
Lo mató
—¿Qué harás con sus hijas?
Mis ojos se abrieron ante la mención de ellas. Mi corazón latía desenfrenado en mi pecho ante la expectativa que pudiera hacerle otro daño más a esas mujeres.
—Ya deben de estar muertas.
—Joder, solo tenían como dieciséis.
—Ah. —Se quedó absorto unos segundos y volvió en si—. Entonces enviaré flores rosas a su funeral.
Quedé pasmada al escucharlo.
Tenía que salir cuanto antes de este lugar, pero mis piernas no respondían, sentía que, si me movía, yo sería la próxima víctima y no quería morir.
—¿Podemos irnos? —ambos voltearon a ver inmediatamente a Emilia.
—Sí, Lorenzo las llevará de vuelta. —Nos dirigimos hacia la puerta—. Isabella —cerré mis ojos por varios segundos, hasta voltearme a verlo.
—Dime, Francesco.
Quería llorar y hacerme bolita, eso era seguro.
—Aquí no pasó nada —advirtió. Era una amenaza, eso estaba claro.
Inmediatamente miré al maniático de Romanov, quien me observaba fijamente. Su mirada era tan pesada. Una pequeña sonrisa hizo aparición y temblé.
—No ha pasado nada —repetí.
—Claro que no ha pasado nada, la diversión apenas comienza.
Emilia jaló de mi brazo y nos sacó rápidamente. Caminaba por inercia, mientras sus palabras se repetían en mi mente.
—Perdóname amiga, perdóname por traerte, perdón.
No respondí, estaba preocupada ahora mismo por otra cosa.
—¿Qué quiso decir ese loco, Emilia?, ¿la diversión apenas comienza?
—No lo sé, nada bueno viene de él, lo mejor es que…
—¿Están bien? —Lorenzo se acercó a nosotras—. ¿Romanov les hizo algo?
—No amor, todo está bien, solo… ¿crees que le pueda hacer algo a Isabella?
Él me miró confundido, así que Emilia le comentó todo lo que había pasado, lo que hice, lo que hizo y dijo.
Nos montamos en su automóvil y no fue hasta que este arrancó, que habló.
—Siento que hayan tenido que pasar por esto.
Fruncí mi ceño al ver sus gestos. Todos aquí sabían que ese hombre me haría algo, pero solo se callaban.
—Él me matará, ¿verdad?
Me miró por el espejo del retrovisor y negó.
—Lo hubiera hecho allí mismo. Te asignaré unos hombres para que te vigilen, solo por precaución. Cuando se trata del Pakhan, es imposible saber lo que hará.
—Lo siento de nuevo amiga, perdóname.
—Fue mi decisión, sabía que algo malo podía ocurrir y aun así acepté. —Me recosté en el asiento y suspiré—. Solo necesito estar en casa y tratar de olvidar este día.
[…]
Decir que había dormido bien durante los últimos cinco días sería una mentira descarada. Apenas lograba conciliar unas tres horas de sueño, y eso si la fortuna me acompañaba. Su rostro no me dejaba en paz, aparecía cada vez que cerraba los ojos, como un fantasma en mi subconsciente. Sus palabras se repetían una y otra vez en mi mente, como un eco maldito que no podía silenciar.
Lo más extraño era que no me atormentaba lo que le había hecho a Flavio. Una tortura brutal. Lo vi morir frente a mis ojos, su vida desangrándose bajo las manos de Romanov, pero no... no sentía lo que debería sentir. Ni horror ni lástima. Eso me aterrorizaba más que cualquier otra cosa. ¿Había algo roto en mí?
No había salido de casa desde entonces, salvo para ir al hospital. Mi paranoia me decía que, si lo hacía, él vendría por mí. Me secuestraría. Me torturaría de la misma manera o, peor aún, encontraría una forma más cruel de terminar conmigo. Sabía que Lorenzo había puesto hombres para protegerme, pero… ¿quiénes eran ellos contra el Pakhan? Contra Romanov. Serían carne de cañón, y no quería más sangre en mis manos.
Tal vez solo estaba siendo irracional. Probablemente ni siquiera me recordaba. Si hubiera querido matarme, ya estaría muerta, ¿no? Quizás seguir viva era una buena señal.
—Tienes que salir de mi mente —murmuré, mirándome al espejo mientras intentaba ocultar las profundas ojeras que marcaban mi rostro. El cansancio había dejado huellas imborrables en mi piel—. Y lo harás hoy, Darko Romanov.
El sonido del teléfono de la casa me sobresaltó. Era un número fijo que casi nunca sonaba. Nadie, salvo la recepción, tenía acceso a ese número. Mis visitas habituales no necesitaban anunciarse; ya estaban en la lista.
Caminé rápidamente hacia el aparato, mi mente empezando a tejer los peores escenarios.
—¿Sí? —contesté con voz tensa.
—Señorita Di Marco, acaba de llegar algo para usted. En este momento lo están subiendo —respondió la voz masculina al otro lado de la línea.
Me quedé helada, mi cuerpo poniéndose rígido de inmediato.
—No estaba esperando nada. ¿Lo revisaron bien? ¿No es una bomba?
Escuché una carcajada que me irritó más de lo que me tranquilizó.
—Lo revisé, tranquila. No es nada peligroso.
Unos golpes suaves en la puerta interrumpieron la conversación.
—Ya llegaron, gracias.
Colgué el teléfono y corrí hacia la entrada. Tenía una sensación inquietante en el pecho, como si supiera que lo que estaba a punto de ver cambiaría algo dentro de mí.
—Señorita Di Marco —dijo uno de los hombres al entregarme el paquete.
—¿Quién lo mandó? —pregunté al recibirlo en mis manos.
La caja era extraña, completamente blanca, simple pero elegante.
Un presagio.
—Solo hay una carta en el interior. Tal vez en ella lo diga.
—Gracias —susurré antes de cerrar la puerta.
Rápidamente me dirigí al comedor, colocando el paquete sobre la mesa con cuidado. Mi respiración estaba acelerada, y mi mente seguía murmurando que podría ser algo peligroso.
—Esperemos que no sea una bomba —murmuré mientras abría la caja con dedos temblorosos—. Oh, mierda.
Me quedé paralizada al ver el contenido.
Pasaron varios minutos antes de que mi mente pudiera procesarlo. Era… único. Inquietante. Jamás había recibido algo como esto. Dentro de una cápsula transparente descansaba una rosa negra, completamente intacta. Era hermosa, de una perfección casi irreal. No sabía si me fascinaba o me aterrorizaba, pero no podía apartar la vista de ella.
—Preciosa… te buscaré un buen lugar —susurré, con un nudo en la garganta que no entendía.
Revisé rápidamente el resto del contenido. Había un sobre negro, tan elegante como intimidante. Lo abrí con manos ansiosas, mi corazón latiendo con fuerza mientras sacaba la carta.
El papel era de una calidad impecable, y la caligrafía, escrita con una perfección que parecía grabada, me dejó sin aliento.
Isabella.
Una rosa eterna es un regalo especial, reservado para expresar los sentimientos más profundos. Las rosas rojas simbolizan el amor, y al ser preservadas, representan la promesa de un amor eterno, uno que no muere con el paso del tiempo.
Esta rosa negra es diferente. Es el reflejo de lo que estoy empezando a sentir por ti: sentimientos sombríos que me consumen, nublan mi juicio y me arrastran a un abismo del que no quiero escapar. Una obsesión enfermiza que me condenará a ti, Isabella, por el resto de mis días.
Con el deseo insaciable de tenerte…
Darko Romanov.
—Mierda —dejé lentamente la carta en la mesa.
Empecé a caminar de un lado a otro, mis pasos resonando en el suelo como un eco de mi ansiedad. Mi mente era un torbellino de pensamientos caóticos, cada palabra de la carta repitiéndose con un peso aplastante en mi cabeza. No era una carta de amor, no en el sentido clásico. Era una confesión retorcida, una advertencia velada de un hombre que estaba dispuesto a reclamarme de una manera que desafiaba toda lógica o moral.
Mi corazón latía con fuerza, pero no por miedo. ¡Ese era el verdadero problema!
Me detuve en seco al darme cuenta de lo que estaba sintiendo. La intensidad de las palabras de Darko Romanov me había afectado de una manera que no quería admitir. Me dejé caer abruptamente sobre una silla, con la mirada fija en la rosa, ese símbolo perversamente hermoso que ahora parecía latir con vida propia frente a mí.
Me llevé una mano al pecho, intentando calmar el tumulto de emociones que se desbordaba en mi interior. No era miedo. No era odio. Era algo más oscuro, más perturbador.
Me había gustado lo que leí.
La realización me golpeó como un balde de agua helada, dejándome sin aliento. Ese maniático había confesado tener una obsesión enfermiza por mí, y en lugar de aterrarme como debería, me sentía extrañamente halagada, incluso atraída por la intensidad de su locura.
—¿Ahora quién está loca? —murmuré con un suspiro entrecortado, llevándome las manos al rostro.