Capítulo 4.

Margo se instaló en un hotel, la mujer estaba furiosa y triste por la reacción de su hijo. Reprochaba, que amara y valorara más a un bastardo que a ella.

Por años intento averiguar sobre el origen de ese niño, para así devolverlo a sus familiares, sin embargo, su hijo había ocultado bien la información. Pero debía encontrar la manera de averiguar quiénes eran los padres de ese niño y si eran unos

pobre diablos los convencería de que pelearán por el niño a cambio de dinero.

Era poco el tiempo que tenía Santiago para darle un nieto, y se estaba acortando. De no lograr tenerlo, su cuñada se quedaría con el poder, y eso era algo que no permitiría.

Conocía muy bien las reglas del contrato, sabía perfectamente que su suegro no permitiría que un adoptado, el cual no llevaba la sangre de un Rúales, heredara el poder. Por ello, necesitaba que Santiago entrara en razón.

Desde décadas pasadas, los Rúales tenían como tradición elegir un líder, alguien que tuviera al frente de todos los negocios y controlara, cada movimiento de los familiares, y para llegar al poder se necesitaba tener mínimo un hijo varón. Lo tuvo su suegra, después ella, y ahora la esposa de su hijo tenía la obligación de parirle un hijo varón, para continuar con la tradición y el apellido Rúales no se perdiera.

Si en cinco años, el líder de la fortuna no lograba tener el próximo heredero, debía separarse y encontrar otra esposa, una que pudiera darle hijos.

Hasta los treinta años, Santiago tenía la posibilidad de presentar a su hijo varón, aún le quedaban dos años, de no llegar a tenerlo, el poder pasaría al hijo varón de la tía de Santiago, y eso era algo que ningún Rúales quería, ya que, al pasar a el

poder del hijo varón de la mujer Rúales, el apellido moriría.

Prácticamente estaban a punto de perderlo, ya que Santiago era el único nieto varón por parte de los hijos varones de los Rúales. Y este nunca quiso divorciarse de Lucero. Aun cuando toda la familia se opuso que continuara junto a esa mujer, él,

se aferró a ese matrimonio sin importarle el trato.

En el orfanato, Piedad intentaba buscar información sobre el hijo de Erika. Después de tantos años, se había ganado la confianza de la madre superiora y podía ingresar al lugar donde mantenían oculto los papeles de adopción. Rebuscó cada carpeta, pero no encontró nada, se sentía nerviosa y deshonesta por hacer tal cosa. Al escuchar pasos, guardó todo de prisa, cuando la puerta se abrió, se sentó como si esperara a la madre superiora.

La monja que ingresó le miró con inquietud.

—¿Qué haces aquí Piedad?

—Buscaba a la madre superiora, pero no ha estado aquí.

—No, ella salió hacer una visita.

—¿A dónde fue?

—Donde va siempre, a visitar a la familia de un niño que adoptaron hace cinco años.

Con aquella respuesta, Piedad se quedó pensante.

—¿La madre superiora hace visita a los niños adoptados? No sé supone que somos nosotras las que debemos realizar ese trabajo—, cada cierto tiempo, eran ellas las que hacían las visitas.

—Está familia es diferente. Según tengo entendido, es alguien muy importante—. Quiso obtener más información y preguntó.

—¿Cada que tiempo va?

—Lo hace una vez por mes.

Después de responder, la monja dejó los papeles y salió, puso seguro al despacho y junto a Piedad caminaron por los pasillos conversando de temas relacionados al orfanato.

—Hermana Piedad, le buscan.

—¿Quien?

—No lo sé, solo preguntó por usted.

Agradeció y fue hasta la sala de visitas, cuando vio a la mujer, todo ese pasado se removió.

—¿Qué haces aquí? —. Se dirigió a su exjefa con frialdad.

—Solo vine a despedirme. Me marcharé a otro continente. Fuiste la única persona que me apoyó cuando más necesité.

—Soy una seguidora de Dios, y es nuestro deber apiadarse de las personas en sus peores momentos.

Gisela miró a su media hermana con ojos cristalizados, se acercó a ella y la abrazó, Aunque Piedad quiso resistirse, terminó recibiendo el abrazo de su media hermana. Era una monja, no podía guardar resentimiento.

—¿Fue aquí donde lo dejaste? —. Recordando ese día triste, Piedad asintió. Sus ojos se iluminaron ante la pregunta de Gisela —¿Lo encontraste? ¿sabes dónde está? —. La insistencia de Gisela por saber del hijo de Erika puso triste a Piedad.

—¡No! Y así supiera, tampoco te diría.

Con un nudo en la garganta, sostuvo las ganas de llorar y se retiró dejando la mujer ahí. Al verla marcharse, Gisela soltó un suspiro, recorriendo la mirada por la grande sala del convento, una solitaria lágrima rodó desde sus ojos.

Minutos después salió para dirigirse al aeropuerto y emprender una nueva vida lejos de ese país, lugar donde había tenido una vida triste y desdichada.

Llegó al aeropuerto, caminando a pasos ligeros llegó hasta una silla y se acomodó en ella. Mientras esperaba observaba salir a los que recientemente llegaban. El llamado de su vuelo la obligó a mirar donde provenía la voz. Al mismo instante, un aroma conocido se adentró en sus pulmones, ante la fragancia que invadía sus pulmones se quedó gélida. Lentamente se fue girando y con la mirada desesperada buscó de dónde provenía ese exquisito aroma.

Cuando vio a una joven que vestía una blusa blanca con unos jeans rojos, y en su mano derecha una cartera que combinaba con sus atuendos alzó la mano con intenciones de pronunciar ese nombre que hace años no pronunciaba. Pero el llamado de su vuelo le impidió que esas palabras salieran de su boca. Ladeo la cabeza, soltó un suspiro y desechó la estúpida idea que se cruzó por su mente.

“¿Cuántas mujeres no usan el mismo perfume?”, replicó para sí misma.

Suspiró profundo y se dirigió al llamado, Antes de ingresar miró hacia atrás. La joven que caminaba hacia la salida usaba el mismo perfume que su hija.

En el mismo lugar, a la misma hora aterrizaba el vuelo de un hombre alto y de aspecto hermoso. Con sus ojos oscuros caminaba observando la multitud que salía delante de él. Pedro Rúales, había regresado a Quito para hacer cumplir la tradición de su familia. Si su hermano no hacía cumplir la ley, él, si lo hiciese.

Lucio Rúales, (abuelo de Santiago) tenía tres hijos, Pedro, Rodolfo y Selena. De los tres, solo Pedro no había tenido hijos. Su hermano menor logró tener un hijo varón y su hermana igual, pero los hijos de las mujeres no contaban con el privilegio de ser los principales herederos. Por esa razón, Santiago era el único que podía sacar el apellido adelante. De alguna manera le harían cumplir el acuerdo que firmó el día que ascendió a liderar el imperio Rúales.

Desde lo alto, Gisela soltó unas cuantas lágrimas. En ese país quedaban todos los años de su vida, su niñez, adolescencia, los años de matrimonio, de madre. Todo lo que había vivido, todo quedaba ahí.

Por otra parte, en el convento, Piedad rezaba para alcanzar el perdón, aunque los años habían pasado, ella aún no encontraba la paz, y no la encontraría, hasta saber sobre el hijo de Erika.

La madre superiora, le observaba, se acercó a ella para saber ese secreto que la atormentaba. La mujer pasaba horas tras horas orando y parecía no haber encontrado la paz después de tantos años. Supuso que era algo grave lo que había hecho en el pasado, y mientras lo tuviera guardado en su alma no podía sanar, por más que rezara.

Pedro Rúales llegó a la hacienda, su visita tomó por sorpresa a Santiago. De la misma manera que recibió a su madre, lo recibió a su tío.

—¡Esto sí que es una sorpresa tío!

—Quise venir a visitar a mi sobrino favorito—. Los dos rieron mientras se encaminaban a la sala.

—Es un placer tenerte aquí tío. ¿Cuánto tiempo estarás?

—¡Gracias sobrino! Me quedaré un largo tiempo.

—Es bueno escuchar eso—, musitó forzando una sonrisa.

Los dos hombres siguieron hablando. Se pusieron al corriente de todo lo que, sucedió en los años que no se veían.

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