Capítulo 3 : Dime cuanto quieres

Era viernes, y habían pasado apenas dos días desde aquel instante en que Adrián Montenegro el hermano mayor de Valeria, elegante, peligroso, atractivo había arruinado todo cuando había pronunciado con absoluta calma aquella frase que había perforado su mente: te doy cincuenta dólares por un beso.

¡Un beso!

Lo había odiado en ese momento. Lo odiaba todavía. Pero su voz seguía rondando como un veneno suave, imposible de olvidar. Lo peor era que, cada vez que lo recordaba, no solo sentía indignación, sino también un escalofrío extraño que se deslizaba entre su vientre y sus muslos, una sensación que debía controlar.

Durante dos noches enteras había intentado convencerse de que no volvería a pensar en él, de que probablemente era un imbécil arrogante, un hombre acostumbrado a comprarlo todo. Pero la vida no le daba respiro y ella desgraciadamente cada vez se veía más sofocada.

El trabajo en la pizzería que había conseguido hacia una semana, apenas cubría la cena y algún pasaje de autobús. Sus ahorros estaban agotados; literalmente agotados porque había pagado dos meses de matrícula con lo último que le quedaba en la cuenta, y aun así debía más de lo que podía contar.

La chica que se había quedado dormida en el sofá saltó cuando un golpe seco resonó en la puerta, Camila llevó una mano a su pecho cuando sintió que su corazón le subió a la garganta. El golpe se repitió, más fuerte esa vez.

—Señorita Torres, tiene hasta el lunes para pagar su renta o tendré que tirar sus cosas a la calle —la voz del casero atravesó la madera con un tono impaciente. Luego, los pasos se alejaron sin prisa por el pasillo.

Camila permaneció quieta unos segundos, como si esperara que el mundo se detuviera. Después se dejó caer en el sofá una vez más y con un peso insoportable en el pecho se preguntó como sostendría el techo miserable que ahora tenía sobre su cabeza. La beca no cubría costos de vivienda, sabía que no podía pedirle a su madre, pero la chica no podía encontrar una solución.

—Esto es un puto desastre —susurró, mirando a su alrededor.

Sobre la mesa frente a ella, las cuentas parecían multiplicarse con cada parpadeo. Con un gesto rabioso, barrió los papeles y los dejó caer al suelo. Se llevó las manos al cabello y apretó los ojos con fuerza tratando de no caer en la locura de deudas que le asficiaba.

—¿Cómo salgo de esta? —preguntó al vacío, repitiéndolo como un mantra que no encontraba respuesta

Y entonces lo vio.Entre los papeles, una tarjeta negra con bordes dorados brillaba con elegancia. La tomó con dedos temblorosos , el cartón algo arrugado.

“Cardinal Group — Adrián Montenegro”

Correo: [email protected]

Teléfono: xxxx-xxxx

El nombre estaba grabado con relieve. Su mirada se nubló al recordar esos ojos azules y fríos, la seguridad con que había ajustado su corbata, la forma en que su reloj dorado había rozado su piel. Recordó, sobre todo, la tranquilidad con la que le había puesto precio a un beso.

El calor subió a su rostro. De rabia. De vergüenza. De algo más que no se atrevía a nombrar.Dejó caer la tarjeta sobre la mesa una vez más, pero en ese instante el móvil vibró con una notificación.

Estimado cliente, su saldo actual es de 160 dólares.

La risa que escapó de sus labios fue amarga, rota.El brillo dorado de la tarjeta seguía llamándola desde la mesa. En la parte trasera había un número escrito a mano. Ella lo observó largo rato, mientras sus pensamientos luchaban entre el orgullo y la desesperación.

—No… no puedo… —murmuró.

Pero sus dedos ya estaban marcando los números en la pantalla.El corazón le golpeaba en el pecho cuando la llamada dio tono. Solo fueron dos timbres, y contestó.

—Pensé que tardarías menos —la voz de Adrián era grave, baja, como un roce que se colaba por sus oídos hasta estremecerle la piel—pero mientras llamaras, no hay incomenientes.

Camila tragó saliva. Ante aquella actitud, quiso responderle, cortar la llamada, pero su voz estaba atrapada en su garganta y las deudas gritaban dentro de su cabeza cada vez más fuertes.

—Hoy, a las ocho. Paladine Hotel. La reserva estará a tu nombre—fue lo que dijo—te estaré esperando.

Sus labios se abrieron para negarse, pero nada salió, cada palabra de él era una cadena invisible y ella en ese momento no se encontraba en condiciones tampoco para liberarse.

—¿Cuánto? —preguntó de pronto, sorprendida por su propio atrevimiento.

Hubo un silencio breve. Un silencio que pesó y luego de una pequeña sonrisa habló malévolo.

—¿Cómo? —replicó él, con calma absoluta.

—¿Cuánto… cuánto pagaría por tres horas de mi tiempo? —su voz era un susurro tembloroso.

—Tú dime— La respuesta llegó sin titubeos—¿Tu cuanto quieres?

El corazón le dio un vuelco. Cerró los ojos e intentó sonar decidía pero solo dijo el primer numero que le vino a la mente.

—Mil docientos cincuenta y cinco —Esperó la risa, el insulto.

—Perfecto—fijo Adrian—pero mejor mil trecientos, me gustan los números completos… Nos vemos en unas horas.

Luego de esto la línea se cortó,Camila miró la pantalla como si fuera dinamita.

—Dios mío… —se llevó una mano a la boca—. Acabo de venderme.

Se levantó con brusquedad, incapaz de permanecer quieta. Entró en la habitación, abrió el armario de golpe. Ropa usada, barata, gris. Nada servía, odiando estar más preocupada por eso que por el hecho de haber hecho algo moralmente incorrecto decidido que necesitaba una ducha.

El agua caliente golpeó su piel, bajando por su cuello, sus pechos, su vientre. Cerró los ojos y se apoyó contra la pared. Intentó pensar en otra cosa, pero el rostro de Adrián regresó con brutalidad. Recordó cómo la había mirado, como si pudiera desnudarla con un simple vistazo.

Recordó su perfume caro, intenso, la cercanía de su cuerpo en el coche. El agua resbalaba entre sus muslos, y un estremecimiento la recorrió que no tenía nada que ver con el miedo.Se frotó con rabia, como si pudiera arrancarse aquella sensación. Pero cuanto más lo hacía, más presente estaba él.

Media hora después salió envuelta en una toalla, con el cabello húmedo pegado a la espalda. Se plantó frente al espejo y abrió el cajón de ropa interior. Sujetadores de algodón, bragas cómodas de rebaja. Todo lo contrario, a lo que necesitaba.

—¿Qué se pone una puta? —murmuró con amargura.

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