Capítulo 5 : ¿Esto no es lo que esperabas?
Camila mordía su labio con tanta fuerza que temió dejar una marca. No sabía que se podía estar tan nerviosa en la vida. Estaba de pie en el ascensor del Paladine Hotel, con la tarjeta de acceso apretada en la mano como si fuera un salvavidas, mientras las paredes decoradas con espejos le devolvían una imagen que no podía decidir si la avergonzaba o la juzgaba. La cabina ascendía lentamente, pero para ella era como si la arrastraran, a toda prisa, hacia un lugar sin retorno.
¡Aquello que estaba a punto de hacer era una locura!
La chica miró nerviosa los números que brillaban en rojo sobre la puerta metálica: 3… 4… 5. Cada piso la acercaba más al punto de no retorno. Quería salir corriendo de ahí, y de no ser porque su móvil vibró en el bolso, ya habría presionado el botón para abrir las puertas. Sacó el dispositivo con manos temblorosas y, sin pensarlo demasiado al ver en el identificador el número de su madre, contestó.
—Mami… —murmuró, casi con un sollozo—. ¿Está todo bien?
Al otro lado, la voz sonó cansada, abatida.
—Cariño, perdona que te moleste. ¿Escuchaste el mensaje que dejé en casa? Sé que estás por tu cuenta y que es difícil incluso con la beca, pero necesito dejar algo más de dinero este mes… y si me pudieras ayudar yo…
Camila cerró los ojos. Sintió un nudo en la garganta.
—¿Mensaje, mamá? —frunció el ceño—. No estoy en casa, no escuché nada. ¿Sucedió alguna cosa?
—Es tu hermano, Damián. Necesita unas medicinas. Pensé que podrías prestarme quinientos dólares. Si no puedes, mi niña, lo entiendo…
Ella maldijo en silencio. Su madre siempre intentaba sonar fuerte, pero Camila podía detectar la preocupación escondida en su voz.
—Los envío mañana, mamá. Tranquila. —Las palabras salieron antes de que pudiera detenerse.
Justo entonces, el ascensor se detuvo en el piso destino. Realmente pensó en presionar una vez más para bajar, pero la voz de su madre la devolvió a la realidad.
—Gracias, cariño. Apenas cobre, te los devuelvo y te envío uno de esos postres ricos que te gustan. —Colgó con prisa, como si no quisiera dar espacio a que Camila cambiara de opinión.
Ella guardó el móvil con torpeza. Miró el pasillo sobriamente decorado de aquel hotel y supo que ya no podía huir. Atravesó las puertas cuando el ascensor emitió un pitido, indicando que llevaba demasiado tiempo detenido. Camila suspiró, cerró los ojos y trató de calmar la respiración.
Caminó nerviosa por el alfombrado pasillo, iluminado con luces doradas que parecían de un palacio. Sus pasos eran lentos, y el eco de los tacones resonaba en un murmullo amortiguado que la ponía aún más nerviosa.
—Parezco una idiota disfrazada —pensó, mirando cómo la tela dorada del vestido brillaba con cada movimiento.
No le hablaba a nadie realmente, pero aquel murmullo aligeraba la tensión. En ese lugar solo había silencio… y una puerta que la hizo detenerse después de un par de pasos. Leyó el número frente a ella mientras escuchaba el latido de su corazón en los oídos. Tragó saliva, se abanicó con la llave electrónica y apoyó la frente contra la madera, dejando escapar un suspiro largo.
La tarjeta magnética temblaba en su mano. Giró la muñeca, deslizó la tarjeta y la luz verde parpadeó. La puerta se abrió con un clic ensordecedor.
La chica, nerviosa, entró en la habitación. Estaba tenuemente iluminada por un par de apliques en forma de flor, cerca de la puerta. Una melodía suave flotaba en el aire, impregnado de un aroma que solo podía describir como “olor a dinero”. Camila pensó que todo lucía demasiado perfecto, como si alguien hubiera planeado cada detalle para crear la atmósfera adecuada para una noche que, sin duda, no podría olvidar.
¡Jamás la iba a olvidar!
Camila avanzó despacio por el pasillo de entrada. El sonido de sus tacones retumbaba sobre el suelo, volviendo el ambiente aún más abrumador. El espacio era amplio, decorado en tonos ocres y dorados. Columnas de mármol, cortinas de seda, alfombras mullidas… todo demasiado caro.
En el centro de aquella habitación, más grande que su propio apartamento, había una mesa preparada para dos: platos cubiertos de plata, copas de cristal, una botella de champán y un jarrón con rosas frescas. A un lado, un carrito de servicio esperaba con más bandejas.
Camila se mordió el labio otra vez, con una mezcla de nervios y sarcasmo.
—Perfecto… tal vez si me emborracho un poco no me sentiré tan indecente. —Tomó una de las fresas picadas de una bandeja—. Al menos voy a comer bien esta noche.
Su mirada se detuvo en la cama. Gigante, cubierta con sábanas blancas que parecían recién planchadas. El estómago le dio un vuelco, como aquella vez en que perdió la virginidad con el idiota de su novio en un auto prestado. Camila reprimió aquel desagradable recuerdo.
—¿Hola? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Hay alguien aquí?
—Tardaste una eternidad en subir a ese ascensor.
La profunda voz la hizo estremecerse. Camila giró hacia la derecha, donde un inmenso ventanal dejaba entrar la luz de la ciudad y el aura azulada de la luna.
Adrián Montenegro estaba allí, apoyado con naturalidad contra el marco, con la camisa blanca arremangada, la corbata colgando suelta y el cabello ligeramente despeinado, como si se lo hubiera tocado demasiadas veces en el día. Sin dudas, era un cuadro de masculinidad peligrosamente sensual.
¡Aquel hombre estaba demasiado caliente!
Sin embargo, esa imagen solo aumentaba sus nervios porque ella no era nadie. El estómago de Camila se llenó de dragones, porque aquello, sin duda, ya no eran mariposas.
La joven lo miró sin reparos. Parecía arrogante, seguro de sí mismo… y tan atractivo que dolía. El cóctel perfecto para que una chica como ella no solo perdiera las bragas, sino también la dignidad.
Adrián se giró después de un par de minutos de silencio. Caminó hasta la mesa y se sentó con calma, sin siquiera tocarla o intentar besarla. Camila se sintió confundida.
—Vamos, se enfría la cena —ordenó—. ¿No estás hambrienta?









































