Capítulo 1 Prólogo

—Más… así. No pares.

—¿Te gusta? Dímelo. Quiero oírtelo.

—Me encanta. Eres un pecado, Martins.

—Mírame. Eso, mírame. Dime que eres mía.

—Soy tuya… solo tuya.

—Más fuerte.

—Sí… sí… oh, Dios…

Las palabras trenzadas con jadeos rebotaron en el pasillo como si alguien hubiera dejado una radio encendida al máximo volumen en el lugar equivocado. Tessa se detuvo a la altura del primer cuadro —una marina en tonos fríos que a ella siempre le había parecido un consuelo— y apoyó la palma en la pared para no tambalearse. No necesitó abrir la puerta para comprender. La voz de Nathan era inconfundible: baja, segura, con esa caricia afilada que hacía que todo el mundo lo escuchara. La otra, femenina, más aguda, subía y caía como si hubiera estado entrenada para el espectáculo.

—No pares, Martins. Te siento… te siento tanto…

Tessa tragó, seca. Notó que los dedos no le respondían; el teléfono resbaló dentro de su bolso y golpeó la tapa del espejo de mano. No había sido idea suya regresar a casa a esa hora. Había salido a “respirar”, a caminar sin rumbo hasta que el cuerpo se le calmara y el pensamiento dejara de dar vueltas a la misma frase del médico: “Cuando el cuerpo se defiende, no hay culpa; hay duelo”. Volvió antes de lo previsto porque un viento súbito levantó el dobladillo de su abrigo y la hizo temblar. Volvió porque el silencio también dolía. Volvió, sobre todo, porque quería decirle a Martin que había intentado comer, que la sopa no se le había quedado en la garganta, que por fin había dormido dos horas seguidas sin despertarse con el recuerdo vacío en el vientre.

—Dime mi nombre —ordenó él, ronco.

—Nathan… Martins… Martins… así…

Los pasos de Tessa se reanudaron sin que ella se lo ordenara. Cruzó el corredor, pasó junto al jarrón de cristal que la madre de Martins había enviado desde Londres como “detalle elegante para una casa de recién casados”, y empujó con los nudillos la puerta entornada del estudio. El olor la golpeó primero: un perfume dulce, invasivo, mezclado con whisky y un sudor ajeno que se superponía al suyo. Después, el movimiento. Cuerpos encendidos, piel húmeda, la espalda de una mujer arqueándose sobre el escritorio de madera donde Tessa había colocado la lista de regalos de bodas, facturas, borradores de vida común. Martins, sin camisa, con esa misma sonrisa de siempre pintada en la boca, la sonrisa que había sabido vender un imperio.

—Eres deliciosa —susurró él, pegado a la oreja de la otra—. Más. Dámelo más.

El ruido que hizo el jarrón al quebrarse contra el borde del mueble fue un trueno. Estalló en mil piezas translúcidas, y un rocío de agua y flores decapitadas se desparramó como una burla. La mujer soltó una risita nerviosa, desafiante, con el pelo cayéndole como una cortina oscura sobre la mejilla.

—Vaya… —dijo la mujer, clavándole a Tessa una mirada de gato satisfecho—. Llegó la señora.

Martins giró la cabeza con un sobresalto que tardó menos de un segundo en convertirse en molestia. Agarró una chaqueta y se la pasó por los hombros, sin prisas, como si todo se tratara de una incomodidad logística, una reunión que se había adelantado.

—Tessa —empezó, modulando esa voz que en las salas de juntas apagaba incendios—. No es lo que parece.

Tessa no sabía si reír o gritar. Su pecho subía y bajaba, una marea contenida. Caminó despacio, sin apartar la vista, evitando los cristales con una precisión instintiva. Su mano encontró una de las fotos enmarcadas del estante: su boda. Él con smoking, ella con una sonrisa limpia que ahora le parecía la sonrisa de otra mujer. La sostuvo un segundo, midiendo el peso, y la arrojó. El vidrio se quebró con un crujido agudo, la imagen cayó de cara.

—¿Estás loca? —saltó la otra, divertida—. Se le salió el papel de esposa.

—Cállate —escupió Tessa, sin mirarla— zorra de mierda, antes de que te mate.

Martins alzó una mano como si pudiera tocar el aire y arreglarlo.

—Esto no significa nada —dijo—. ¿Me oyes? Nada. Es… es una distracción. Ha sido un error.

—¿Un error? —Tessa lo miró, y la visión de su propio reflejo en la superficie del escritorio le devolvió una mujer pálida, con los ojos demasiado abiertos—. Acabamos de perder a nuestro bebé.

El silencio no cayó: reventó. La risa de la otra se congeló a medio camino, convertida en una mueca. A Martins se le tensaron los pómulos, como si acabara de oír una inconveniencia en una rueda de prensa.

—Eso fue hace seis meses —contestó, con esa frialdad que raspaba—. Ya supéralo.

La palabra “seis” se quedó flotando en el aire como una campana rota. Tessa inclinó la cabeza. No había gritos en su garganta: había una quietud absoluta, el borde de un precipicio. Se acercó lo suficiente para percibir la colonia de él, esa nota amaderada que había elegido juntos en un viaje corto de enamorados. Un olor que antes la calmaba y ahora le devolvía náuseas.

—¿Supéralo? —repitió, muy baja—. ¿Supéralo?

—Tessa… —Martins dio un paso, las manos extendidas—. Ven. No hagamos un drama. Siéntate. Hablamos. No tienes por qué verlo así. Esto… no cambia lo que tenemos.

—¿Lo que tenemos? —Ella soltó una risa breve, sin luz—. ¿Qué tenemos, Nathan? ¿Una casa vacía y una cama ocupada por turnos?

La otra mujer, todavía sobre el borde del escritorio, cruzó las piernas con deliberación y se acomodó el vestido. Su sonrisa volvió, pequeña, venenosa.

—Deberías agradecerme —musitó—. Yo sí sé darle lo que necesita. Esto mejora tu matrimonio, después de todo lo tienes en abstinencia, un hombre como él… necesita este tipo de cosas. Deberías de agradecerme.

Tessa la miró como se mira un insecto desconocido. No odiaba a esa mujer. No le cabía tanto odio en el pecho.

Lo que sentía era otra cosa, una especie de claridad helada que le ponía la sangre en fila. Era Valeria Duval, socia en inversión de Aether, la que sonreía a la derecha de Martins en cada rueda de prensa, la que brindaba con ella en las cenas de cierre, la que le dijo alguna vez “qué fortuna tenerte cerca, Tessa, Nathan trabaja mejor contigo tranquila”.

—Valeria —pronunció Tessa, sin énfasis, como quien dicta un acta—. En mi casa. En mi escritorio.

Valeria no se achicó; ladeó la cabeza, divertida.

—No mezclemos negocios con… moralina.

—Tú los mezclaste —replicó Tessa—. Y usaste mi confianza como llave.

—Tessa —intervino Martins, fastidiado—. Ya basta. No vas a convertir esto en un show. Valeria y yo trabajamos juntos. A veces… las líneas se mueven. No mata a nadie. No afecta la compañía. No afecta lo nuestro.

—Afecta todo —dijo Tessa—. Y no te preocupes: no voy a hacer un show. Voy a hacer un corte.

—Escúchame —Martins rebajó el tono, negociador—. No es momento de decisiones impulsivas. Eres inteligente. Siéntate. Respira. Mañana hablamos.

Tessa se acercó un paso más, suficiente para que Valeria percibiera que ya no era público accesorio, sino el centro del disparo.

—Te sentaste a mi mesa, Valeria —dijo—. Aplaudiste mis brindis. Me abrazaste cuando… —tragó— cuando perdí a mi hijo. Y hoy te desnudas en mi casa como si yo fuera una pasante a la que se le olvida cerrar la puerta.

Valeria alzó los hombros.

—No es personal.

—Es lo más personal del mundo. ¡Estás en mi cama, con mi esposo!

Martins golpeó con los dedos el borde del escritorio, un tic que siempre precedía a su ultimátum.

—No voy a repetirlo —dijo, frío—. No hagas un drama. No me obligues a tomar decisiones que no te van a gustar.

—Perfecto —Tessa asintió despacio—. Entonces escúchame tú, Nathan Martins: quiero el divorcio.

El aire cambió de densidad. Valeria dejó de sonreír. Martins parpadeó, incrédulo, como si la palabra no perteneciera a su diccionario.

—No —soltó primero, en seco. Y luego, más alto, quebrando por fin el tono de sala de juntas—: No te vas a divorciar de mí.

Tessa sostuvo su mirada. Por un segundo, creyó oír de nuevo al médico, al viento, a la puerta que crujía. No era ninguno: era su propia voz, firme, sin grietas.

—Entonces prepárate —dijo—. Porque te voy a hacer la vida un infierno, exactamente como tú la hiciste con la mía. Hasta que no quede más remedio que darme el divorcio. No me conocías, no a esta, a quien no has respetado, a quien has despreciado, ¡a quien has abandonado en mi peor momento! Pero vas a conocer, esposo mío. Hasta que el divorcio nos separe.

Se dio vuelta, recogió el bolso del suelo y cruzó el umbral.

Ya había llegado a su límite, aquella era la única gota y el agua en el vaso se convirtió en un tsunami.

Arrasándolo todo a su paso.

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