Capítulo 3 Descalificada
Era la última fase. Las seleccionadas esperaban en una sala más pequeña, con una mesa a un lado y una pantalla encendida al frente. La asistente de Recursos Humanos —una mujer de traje azul, pulcra, con el cabello recogido en un moño bajo— explicó sin rodeos:
—Ahora vamos a evaluar exposición social y manejo de códigos. En pantalla verán una lista de eventos. Deben marcar en cuáles han estado en los últimos tres años. No importa si asistieron como invitadas, staff o acompañantes. Lo relevante es que conozcan el terreno.
La lista apareció: cenas de gala, subastas benéficas, foros de inversión, premiaciones empresariales, lanzamientos de marca, una recepción en embajada, la noche anual de la Fundación Aether. Las otras empezaron a marcar sin dudar. Tessa sostuvo el lápiz digital y tardó unos segundos en aceptar lo obvio. No había nada que pudiera tildar. No había estado en galas; tampoco en subastas; su “evento” más formal había sido una cena de fin de año en una firma pequeña donde trabajó de asistente. Marcó cero.
A su derecha, la rubia que antes se había retocado el flequillo inclinó la tablet con naturalidad: tenía media pantalla tachada. La morena del blazer crema añadió otras dos líneas y dejó el lápiz en la mesa con gesto satisfecho.
—¿Listas? —preguntó la evaluadora. Pasó por detrás, echando un vistazo rápido—. Bien. Siguiente prueba: emergencia de vestuario.
Proyectaron un supuesto: “A las 18:30 hay cóctel con inversores. El CEO ha derramado café sobre el traje. Usted tiene 90 minutos para resolver un conjunto completo —traje, camisa, corbata, cinturón y zapatos—, adecuado al nivel del evento, respetando el estilo y la agenda. Presente su plan con marcas, tiempos, responsables y plan B si falla alguna entrega”.
En las mesas, hojas en blanco, teléfonos internos y un catálogo con proveedores frecuentes. Las candidatas empezaron a escribir nombres con soltura. Tessa abrió el catálogo, reconoció algunos logos y se obligó a pensar con frialdad. “90 minutos. Tráfico. Tallas. Distancia. Alternativas.” Llamó a un número del listado para ver disponibilidad inmediata; la voz al otro lado habló de “entrega en dos horas” y “ajuste por sastre” que no estaba contemplado. Intentó otro: “solo previa cita”. Un tercero: “stock limitado, corbatas sí, trajes no”. Escribió marcas en su hoja, pero cada una traía una traba que no sabía resolver sin credenciales ni chofer. Las otras pedían “courier interno”, “runner de planta 21”, “cuenta corporativa” y “pago a 30 días”. Tessa anotó lo que podía, consciente de que su plan no estaba a la altura.
La evaluadora pidió que expusieran, una por una. La rubia habló de dos tiendas con sastre in situ, recogida por moto interna y plan B con un traje de cortesía guardado en la oficina de protocolo. Otra describió tonos permitidos para cóctel —no negro absoluto, no estampas estridentes— y combinaciones de corbata según la luz del salón. Tessa llegó a su turno con la voz controlada:
—He llamado a tres proveedores —dijo—. Uno ofrece entrega a 120 minutos, supera el tiempo. Otro solo por cita. El tercero tiene accesorios, no traje. Consideré como plan B recuperar un traje de respaldo de la empresa, pero… —se detuvo— no encontré el procedimiento.
La evaluadora la miró sin ironía.
—Gracias. Siguiente.
No hubo comentario. El silencio fue peor.
—Ahora la última fase —anunció la mujer del moño—. Imagen personal. Acompáñenme.
Abrieron una puerta lateral. En una sala contigua había un perchero con vestidos de cóctel en tonos neutros, varios pares de zapatos, dos maquilladoras con maletines cerrados. La instrucción fue breve:
—Elijan un vestido y unos zapatos. Tendrán cinco minutos para ponérselo y presentarse en esta misma sala. Es una simulación básica para evaluar porte, rapidez de ajuste y cómo resuelven cuando el protocolo exige presencia inmediata.
Todas avanzaron hacia el perchero sin perder la sonrisa. Tessa se acercó despacio, revisó tallas: 34, 36, 38. Un 40 escondido detrás, estrecho. Buscó más. No había. Tomó el 40, entró a un cambiador. No subió por los muslos. Probó un 38 por pánico, ni rozó la cadera. Dejó el vestido con cuidado y tragó saliva. Volvió a mirar el perchero, por si había un milagro. No lo había. En los zapatos, números pequeños. Lo intentó con unos 39 que se clavaban. Nada. Escuchó las voces afuera, risas, un “qué lindo te queda” que sonó a anuncio. Se miró en el espejo del cubículo. Tenía los ojos húmedos. Se secó con el dorso de la mano, respiró hondo y salió con su ropa puesta.
La rubia giró y tardó medio segundo en sonreír.
—¿No encontraste talla? —preguntó, como quien ofrece ayuda que no va a dar.
—No hay —dijo Tessa, sin excusas.
—Siempre traen muestrario estándar —comentó otra—. Si no entras, no entras.
—Para eso está el gym —añadió la de blazer crema, más bajo, pero no tanto.
Tessa apretó la mandíbula. La evaluadora llamó a cada una. Las que sí habían logrado vestirse cruzaron, dieron dos pasos, se pararon derechas, sonrieron a media asta. Cuando tocó el turno de Tessa, la mujer del moño la miró con una seriedad distinta.
—Pasa igual —indicó.
Tessa se paró en el centro, con su blusa blanca y su falda lápiz. No tenía nada que mostrar salvo estar de pie. Los ojos le ardían. Una lágrima le corrió por la mejilla sin permiso. Se la secó con los dedos.
La evaluadora no se movió de su sitio. Esperó a que Tessa volviera a su esquina y, entonces, habló con voz que no pretendía humillar, pero que era implacable:
—Señoras, esto es lo que hay que entender. —Miró al grupo, no solo a Tessa—. La persona que asista al CEO no es una sombra. Está a su lado todo el día. En la sala, en el pasillo, en el cóctel, en el avión, en la foto. Representa. Abre puertas. Recibe a embajadores. Se sienta en la mesa durante un brindis. La imagen —su porte, su manera de estar— cuenta. No porque seamos superficiales, sino porque hay códigos. En este nivel, la forma también comunica fondo.
Alguien al fondo quiso asentir con entusiasmo. La evaluadora subió un poco más el tono:
—Laurent —la llamó—. Te voy a hablar claro. En pruebas técnicas pasaste bien: agenda, correo, llamada. Eres ordenada. Respondes. Pero aquí no basta con ser eficiente. También importa cómo llegas al salón, qué proyectas cuando no hablas, si entras en un vestido de muestra, si sabes pisar una alfombra sin mirar al suelo, si puedes sostener la mirada de un socio que mide de arriba abajo. No es “justo” o “injusto”. Es la regla del juego.
Tessa asentía, con el rostro levantado y más lágrimas bajándole sin permiso.
—Esta posición acompañará a un hombre para quien el detalle es todo —añadió la evaluadora—. Él es evaluado con lupa. No puede llegar al cóctel manchado, ni con la corbata mal hecha, ni con alguien a su lado que parezca perdida. Por eso medimos imagen. No para eliminarte porque sí, sino porque el puesto exige presencia. Yo no decido quién “merece” un trabajo. Decido si puedes hacerlo en estas condiciones. Y hoy… —respiró— hoy no.
La sala quedó fría. Nadie celebró, pero no faltó quien levantara el mentón, aliviada. La evaluadora hizo un gesto hacia la puerta.
—Gracias por venir, Laurent. Recursos te escribirá.
Tessa asintió. No dijo “gracias” porque no le salía. Caminó hacia la salida sintiendo el peso de todas las miradas en la espalda. Al cruzar el marco, oyó la risa contenida de dos que habían quedado fuera de la fase final, apoyadas en la pared del pasillo.
—Te dije —susurró una—. No encaja.
—Que se vaya al casting de lencería plus size —contestó la otra, bajito y claro.
No se detuvo. Aceleró el paso. Quiso llegar al ascensor antes de quebrarse completa. Presionó el botón con fuerza. La puerta se abrió al segundo. Entró. Estaba sola. Se miró en el espejo de fondo. El rímel corrido le rayaba la piel. Se pasó los dedos por los pómulos, retiró el excedente con un pañuelo, respiró. No iba a llorar frente a nadie. No iba a salir hecha un desastre. Alguien habló en su cabeza con la voz de su madre: “La cabeza alta”. Alzó la barbilla. Cuando el timbre anunció el piso del lobby, su rostro ya estaba seco, lo justo para parecer dueña de sí.
La puerta se abrió. Salió con prisa, sin mirar a los lados. Y chocó de frente con un hombre.
El golpe fue seco y breve. Su carpeta se abrió en abanico. Currículum, carta de recomendación, una hoja con sus horarios, un par de notas sueltas con listas de verificación. Todo en el suelo. Tessa dio un paso atrás.
—Lo siento —dijo.
El hombre ya se había inclinado para recoger. No hizo un gesto de fastidio. Acomodó las hojas con cuidado, alineó los bordes como quien no soporta el desorden y se puso de pie para devolvérselas. La miró apenas un segundo; le bastó.
—¿Vino a la entrevista de secretaria? —preguntó al ver el currículum.
—Sí —respondió Tessa, respirando hondo, intentando no delatar que venía de llorar.
Había sido rechazada, lo peor de todo es que tenían bases sólidas para hacerlo.
Él le sostuvo la mirada sin dureza, sin condescendencia. Revisó la primera hoja por reflejo: “Tessa Laurent”. Pasó el pulgar por la esquina para asegurarse de que no se cayera nada.
—Perfecto —dijo, como si ya estuviera en escena—. Está contratada.
Tessa parpadeó.
—¿Cómo?
—Suba y tome su lugar en la antesala de dirección —continuó, sin cambiar el tono—. Necesito que me gestione la agenda de hoy, ahora. Van a mover dos reuniones, entra una llamada de prensa y un consejo pide veinte minutos. Si no nos ponemos al día en treinta, esto es un caos. Ya no tengo tiempo para perder, creen que es un casting para una maldita película. Solo necesito una secretaria, ya tengo una.
Las palabras “contratada” y “agenda” chocaron en su cabeza como si fueran de otra persona. Ella abrió la boca, cerró, volvió a abrir.
—Pero yo… —alcanzó a decir.
—No tenemos tiempo —interrumpió él, sin brusquedad—. ¿Puede hacerlo? ¿Quieres el trabajo o no?
Tessa apretó la carpeta contra el pecho. Se escuchó a sí misma.
—Sí.
—Bien. —El hombre dio medio paso a un lado, para que ella volviera al ascensor—. Suba conmigo.
Tessa obedeció. Pulsó el botón con dedos que ya no temblaban. La puerta empezó a cerrarse. El hombre extendió la mano antes de que el espejo los tragara.
—Nathan Martins —se presentó, breve.
Ella tragó saliva.
¡Era el señor Martins!
—Tessa Laurent.
—Encantado, Laurent. —Una línea mínima se dibujó en la comisura de su boca—. Vamos. Tenemos trabajo.

















