Capítulo 4 La nueva secretaria

Kieran Blackwood era un nombre que bastaba para abrir puertas y cerrar bocas. Dueño de Aether, magnate de los que ya no se fabrican, había decidido delegar la dirección ejecutiva a un hombre más joven, más dispuesto a quemarse las manos en el día a día. Nadie entendió si aquello significaba retiro o estrategia. Los titulares hablaron de “transición ordenada”; los pasillos, de presión. Llenar los zapatos de Blackwood no era un ascenso, era una prueba de fuego.

Nathan Martins sabía dónde se metía. Traía años de reestructuraciones en empresas que se daban por perdidas, salas de crisis a medianoche, balances imposibles que hacía cuadrar con método y sangre fría. Tenía experiencia; también un contacto. Harlan Pierce —consejero veterano, amigo de Kieran, silencioso como una caja fuerte— lo había recomendado. A Martins le bastaron dos cenas para comprender por qué su palabra pesaba tanto: Pierce no levantaba la voz, pero los demás la bajaban cuando él hablaba.

Había, además, algo que en público no existía y en privado definía lealtades. Kieran era un amo. No un capricho ni una moda: una forma de entender el control, el orden, la promesa y el límite. Pierce compartía ese mundo. No lo exhibían, no lo explicaban; lo vivían como quien firma un contrato y lo cumple. Nathan no pertenecía a ese círculo, pero entendió el subtexto: disciplina, obediencia al método, la certeza de que alguien manda y alguien responde. En el tablero de Aether, él había aceptado mandar. Eso implicaba responder.

Segundo día. Martins llegó antes de las siete. El edificio estaba medio vacío; a esa hora solo se oía el zumbido de los ascensores y el murmullo del equipo de limpieza. Abrió su despacho, dejó el portafolio, encendió la pantalla y revisó la agenda: revisión de proyecciones a las nueve, llamada con Asia a las diez, comité de riesgos a las doce, cóctel con inversores a las diecinueve. Había correos acumulados por decenas. HR le había enviado un mensaje a medianoche pidiendo “validación del proceso de asistentes”. No lo abrió.

Miró hacia la antesala. Ella ya estaba ahí. Tessa Laurent, veinticuatro, contratada la tarde anterior en el lobby, sin ceremonia. No había dormido mucho, por la cara; aun así tenía la mesa ordenada: bandeja de entrada abierta, libreta, una botella de agua, un bolígrafo que no masticaba. Al verlo, se puso de pie con un gesto rápido.

—Buenos días, señor Martins.

—Siéntate, Laurent.

Él le dictó en cinco frases lo que a otra le habría detallado en veinte. Orden, prioridades, llamadas. Ella escuchó con la espalda recta, anotando sin interrumpir. Al terminar, repitió la lista con exactitud. Bien. Lenta, pero precisa.

Martins volvió a su pantalla. Mientras respondía al primer correo, la observó de reojo. No tenía el tipo de PR; no encajaba en el molde de las vitrinas. Era una mujer grande, de curvas plenas. Piel clara, hombros anchos, pecho generoso que la blusa blanca no podía disimular, cintura suave, caderas anchas, muslos fuertes, pantorrillas firmes. Cabello rubio largo, suelto, aún con el brillo de la plancha hecha en casa. Ojos claros que preferían bajar cuando alguien los miraba demasiado. Timidez pura. Pero sus manos no temblaban sobre el teclado y su voz no se desordenaba en el teléfono.

—Laurent —dijo él, sin levantar la vista—. Cuando llame la oficina de Hong Kong, no transfieras de inmediato. Pregunta primero si es sobre SunTech o sobre el joint venture. Si es SunTech, necesito que esperen diez minutos.

—Entendido.

A media mañana, HR apareció en su puerta con sonrisas de trámite.

—Señor Martins, sobre la posición de asistente…

—Ya está cubierta. —No los dejó sentarse.

—Nos sorprendió su decisión —dijo la mujer—. La candidata no pasó imagen.

—Pasó lo que necesitaba pasar para trabajar conmigo. —Martins los miró una vez—. ¿Algo más?

—Solo… —el hombre de al lado carraspeó—. Solo quiero recordarle que la asistente acompaña al CEO en eventos y…

—Lo sé. —Cortó. Estaba cansado del concepto como si fuera revelación—. Si necesito soporte de protocolo, lo pediré. Gracias.

Cerró la puerta. Volvió al trabajo. Cuando levantó la vista, Tessa seguía en su sitio. Podía haber oído parte de la conversación. No mostró nada. El respeto por esa entereza silenciosa le subió un grado.

En la llamada con Asia, Laurent le pasó por nota una cifra que faltaba. Justo a tiempo. En el comité de riesgos, anticipó un documento que él iba a pedir. Se lo dejó en el filo de la mesa sin ruido, como si entendiera que la presencia de una asistente en esa sala debía ser transparente. Al salir, Martins hizo el primer comentario fuera de lista:

—Bien con riesgos. —No fue un elogio; fue un dato.

—Gracias.

A las quince, el día ya parecía noche. La agenda se había corrido, dos correos se habían hecho bola de nieve y un cliente había decidido que su urgencia era la única. Laurent sostenía la línea uno mientras tipeaba un resumen de reunión con la otra mano. Martins le dio una instrucción mientras firmaba un contrato.

—Envía el memo del comité a legal. Sin opiniones. Solo hechos.

—Enviado.

—Y la cena de mañana con el grupo Valli, confírmala en el privado. No quiero fotos.

—Confirmada. Sin prensa.

Martins revisó el reloj. A las diecinueve había cóctel con inversores. La imagen —la palabra que HR repetía como mantra— importaba. La asistente debía estar; no al centro, pero sí lo bastante cerca para sostener una agenda que se movía con cada apretón de manos. Miró a Tessa. Blusa blanca, falda lápiz, blazer gris. Correcta para oficina. No para el salón. No le gustaba perder tiempo con ese tema, pero tampoco exponía a su equipo. Hizo una llamada.

—Protocolo —dijo—. Necesito un conjunto de cóctel para la asistente de dirección, talla 44/46. Calzado 40. Negro o azul oscuro. Nada que brille. Entrega a las diecisiete y treinta con ajustes mínimos. Maquillaje neutro a las dieciocho. Y un sastre con manos rápidas.

Al colgar, encontró la mirada de Tessa. No era de alivio. Era de alarma contenida.

—Señor, yo…

—Esta noche vas conmigo —informó, sin rodeo—. No hables si no te piden. Sostén el programa. Y si alguien te hace una pregunta que no conoces, me buscas con la mirada. Nada más.

—Sí.

—Y deja de tocarte el cuello cuando te pones nerviosa. Se nota.

Ella bajó la mano, que efectivamente estaba en el cuello. Agradeció en voz baja. Martins volvió a su pantalla, molesto consigo mismo por haber registrado ese gesto, y más molesto por la siguiente imagen que lo asaltó con la violencia de algo que no se había autorizado a pensar: Laurent inclinándose sobre su mesa para dejar un resumen, el tejido de la blusa tensándose un segundo sobre el pecho, la línea limpia de la clavícula, la falda conteniendo unas caderas potentes.

A las diecisiete y veinticinco, la gente de Protocolo llegó con un perchero y dos cajas. Tessa los siguió a una sala contigua. Martins continuó en llamadas. A las dieciocho en punto, ella reapareció en la antesala. Negro sobrio, cortes limpios, el blazer ajustado donde tenía que ajustar, la falda a la altura correcta de la rodilla, tacones que le daban un poco más de altura sin convertirla en otra persona. Maquillaje mínimo, delineado que enmarcaba los ojos claros, labial neutro. Se había recogido el cabello en una cola baja. El conjunto no la disimulaba: la respetaba. Era su cuerpo, ahora en la versión adecuada al salón.

—¿Así está bien? —preguntó ella, con la voz suave.

Martins no giró la cabeza del todo, por cálculo. Apenas la recorrió una vez, rápido, como haría con cualquiera de su equipo antes de un evento. No dijo “bien” ni “mal”.

—Corrección: botonadura del blazer —indicó—. El primero abierto. El segundo cerrado.

Ella lo hizo. Cambió. Mejor.

—La tarjeta de invitados —preguntó él.

—En su bolsillo interior. También el orden de llegada, con notas de interés. —Señaló una carpeta discreta—. Tres socios quieren hacerle un comentario sobre el proyecto de Brasil. El señor Valli preguntará por el plan de deuda, y la señora Ríos pedirá foto. Ya hablé con comunicaciones: una y solo una.

Martins la miró un segundo más. La lentitud de la mañana no estaba. El ritmo había aparecido.

—Vamos —dijo.

El ascensor los tragó sin música. Ella miró al frente, con el gafete en su sitio. Nathan revisó mentalmente quiénes estarían en la sala, qué preguntas esquivar, qué promesas no hacer. A su lado, el perfume de Laurent era discreto; jabón, tal vez un toque de algo floral. Cero estridencias. La profesionalidad empezaba por no distraer.

—Una cosa más —dijo él mientras descendían—. Si alguien del board intenta saltarte para hablar conmigo, no te apartes. Para eso estás.

—Entendido.

El salón estaba lleno. Luces medidas, cámaras lejos, bandejas que iban y venían. Los inversores se movían como en una danza ensayada. Martins entró con el rostro neutro de las fotos, el que decía “escucho” aunque ya supiera lo que iban a decirle. Laurent se colocó un paso detrás, a la izquierda. No hablaba. Miraba. Sostenía. Tomaba una nota cuando había que tomarla. Entregaba una tarjeta cuando él se la pedía sin pedirla. En dos ocasiones, un hombre intentó rodearla para llegar a Nathan. Ella se mantuvo firme. No empujó. No se hizo a un lado. El hombre entendió.

Cerca de las veinte, Valli llegó tarde, como siempre. Laurent enderezó la línea de la agenda sobre el papel, le tocó a Martins el codo con un gesto mínimo. Él se giró, calibró el punto, interceptó al invitado con un comentario de quince segundos que resolvía lo urgente sin comprometer lo importante. Valli se fue contento; la señora Ríos consiguió su foto única; el plan de deuda no se discutió ahí.

Cuando por fin salieron del salón, eran las veintiuna y treinta. Martins iba a decir “bien”, pero se calló. No regalaba palabras. Ya habría tiempo para calibrar. En el pasillo, Laurent se quitó por un segundo el tacón derecho y lo volvió a calzar. Dolía. Se notaba en el gesto. Lo disimuló al instante.

—Mañana a las ocho —dijo él—. Quiero los nombres de hoy con notas. Qué pidió cada uno. Qué evité prometer. Qué debo llamar antes de las diez.

—Lo tendrá.

—Y un esquema de su semana —añadió—. Clases de protocolo, dos horas, lunes y jueves; estilismo funcional una vez; y otra de oratoria. Coordínelo con Protocolo. No estoy pidiendo que seas otra persona. Estoy pidiendo que puedas entrar a cualquier sala sin perderte.

—Sí, señor.

Él asintió. Se detuvo en la puerta de su despacho.

—Laurent.

—Señor.

—Eres un poco lenta en las mañanas. —No suavizó—. Quiero que ajustes. Puedes hacerlo. Hazlo.

Ella sostuvo la mirada. No bajó la cabeza.

—Lo haré.

Martins entró, cerró. Se quitó la corbata con un gesto automático, dejó el reloj en el mismo lugar de siempre. Aether vibraba a la hora en que la mayoría ya había cenado; los informes seguían llegando; el mundo no se detenía porque él se quitara los zapatos. Pensó en Kieran, en Pierce, en la palabra “amo” y cómo no necesitaba usarla para entender lo esencial: controlar el tablero, sostener la línea, no ceder al capricho. En su mesa había una carpeta más. La tomó. Un último correo.

Al otro lado del vidrio, Laurent recogía su mesa sin ruido. El blazer abierto dejaba ver la línea de su blusa y un collar mínimo en la base del cuello. Una hebra de cabello se le había soltado y caía sobre la mejilla. Nathan apartó la vista con una disciplina que se imponía desde adentro: trabajo, no distracciones. Aun así, el matiz quedó, terco, donde uno no controla del todo.

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