Capítulo 5 La lección privada

El lunes llegó con un sol pálido que apenas calentaba las ventanas de Aether. Tessa se había levantado a las cinco, no por disciplina, sino porque su cuerpo se negaba a dormir más.

Frente al espejo, se ajustó el blazer gris por tercera vez, tirando del dobladillo como si pudiera estirar su confianza. Sus caderas llenaban la falda lápiz, y aunque su madre insistía en que “esas curvas son un regalo”, Tessa solo veía espacio que ocupaba de más. “No encajas,” susurraban las voces del pasillo de la entrevista, todavía frescas en su cabeza. Se pasó la plancha por el cabello, se puso un labial discreto y salió, diciéndose que hoy sería mejor. Tenía que serlo.

En la oficina, la agenda era un campo minado: reuniones que se solapaban, correos que exigían respuestas en menos de una hora, y la primera clase de protocolo a las once. Nathan había sido claro: “No estoy pidiendo que seas otra persona, Laurent. Estoy pidiendo que no te pierdas.” Sus palabras, dichas con esa frialdad que cortaba el aire, le daban vueltas. No sabía si eran un desafío o una advertencia.

De todos modos, ella era consciente de la importancia de la imagen, solo que no podía hacer magia con su aspecto.

A las diez y media, una mujer de Protocolo, con traje impecable y una sonrisa que no llegaba a los ojos, la escoltó a una sala en el piso quince. El espacio olía a cera de suelo y a perfume caro, con un perchero lleno de vestidos, chaquetas y faldas colgadas como trofeos. Al lado, una mesa con tacones, joyería mínima y un espejo de cuerpo entero que Tessa evitó mirar.

—Señorita Laurent, hoy trabajaremos porte y estilismo funcional —dijo la instructora, una tal Clara, con voz de quien da órdenes sin alzar el tono—. El CEO necesita una asistente que no solo organice, sino que represente. Empecemos con el vestuario.

«No se dan cuenta de que les sería más fácil cambiar de empleada, que cambiarme. Es un defecto de fábrica. Y parece que mi jefe es caprichoso, de otro modo no entiendo por qué me ha elegido.»

Clara señaló el perchero. Tessa se acercó, sintiendo el peso de su propio cuerpo como si cada paso resonara. Los vestidos eran de cortes rectos, telas que parecían susurrar riqueza: seda, lino, mezclas que no conocía. Revisó las etiquetas: 38, 36, un 40 que parecía más pequeño de lo que debía. Tomó uno azul oscuro, con escote discreto y falda que caía justo sobre la rodilla. Clara asintió, pero sus ojos la midieron de arriba abajo.

—Pruébelo. Hay un cambiador ahí. Cinco minutos.

Tessa entró al cubículo, cerró la cortina y se quitó el blazer con dedos torpes. El espejo del fondo era inevitable. Se miró de reojo: el sujetador sencillo, las caderas que desbordaban la falda interior, el abdomen que no era plano.

“Gordita,” pensó, y el eco de las risas del día de la entrevista le apretó el pecho. Se puso el vestido, peleando con la cremallera que se atascó a medio camino. La tela abrazaba sus curvas, demasiado. No era ella. O tal vez sí, y eso era lo que dolía.

—¿Listo? —preguntó Clara desde afuera.

Tessa respiró hondo y salió, manteniendo los hombros rectos como le había dicho su madre. Clara ladeó la cabeza, evaluando.

—No está mal —dijo—, pero hay que ajustar. La cintura debe marcarse más. Y el escote… un botón menos.

«¿Por qué la gente insistía en robarme un botón?»

Tessa se miró en el espejo grande. El vestido delineaba su pecho, sus caderas, la curva suave de su cintura. Era elegante, sí, pero también expuesto. Se sentía como si todos los ojos de Aether estuvieran sobre ella, aunque solo estuviera Clara.

La puerta de la sala se abrió sin aviso. Tessa giró, sobresaltada. Nathan Martins entró, con la chaqueta colgada en un hombro y el teléfono en la mano. Sus ojos, siempre rápidos, la encontraron de inmediato. No dijo nada al principio; solo la recorrió, desde el escote hasta el dobladillo, con una precisión que hizo que Tessa quisiera cruzar los brazos.

—Señor Martins —dijo Clara, con un leve nerviosismo—. No esperaba…

—Necesito a Laurent en diez minutos —cortó él, sin mirarla a ella—. Revisión de agenda. Pero ya que estoy aquí… —Se acercó al perchero, tocó una de las telas, luego miró a Tessa de nuevo—. Ese vestido. ¿Funciona?

Clara asintió rápido. —Es adecuado, pero necesita ajustes. La talla…

—No es la talla —interrumpió Nathan, dejando el teléfono en la mesa. Se acercó a Tessa, que seguía inmóvil frente al espejo—. Es el ajuste.

Sin pedir permiso, se colocó detrás de ella. Sus manos encontraron la cintura del vestido, tirando con suavidad, pero firmeza para alinear la tela. Tessa contuvo el aliento. Los dedos de Nathan, calurosos a través de la seda, rozaron la curva de su cadera, deteniéndose un segundo más de lo necesario. Ella levantó la vista al espejo y lo encontró mirándola, no al vestido, sino a ella: los ojos oscuros, fijos, como si estuvieran midiendo algo más que la costura.

—Tu cuerpo no necesita esconderse, Laurent —dijo, bajo, casi en un susurro que Clara no podía haber oído—. Esta tela lo sabe. Tú deberías saberlo.

Tessa tragó saliva. El calor de sus manos seguía ahí, aunque él ya se había apartado. Clara carraspeó, incómoda, y señaló el escote.

—Un botón menos, como dije. Y tal vez un cinturón.

—No —dijo Nathan, todavía mirando a Tessa en el espejo—. Está bien así. Pero enséñale a caminar con él. No quiero que mire al suelo en el próximo evento.

Tessa sintió el rubor subirle por el cuello. Quiso responder algo, pero su voz se quedó atrapada. Nathan dio un paso atrás, recogió su teléfono y salió sin más. La puerta se cerró con un clic que resonó en la sala. Y en el pecho de Tessa.

Clara retomó la lección, pero Tessa apenas escuchó las instrucciones sobre “pasos medidos” y “hombros abiertos”. Su mente estaba en ese roce, en la forma en que Nathan había dicho “tu cuerpo” como si fuera un hecho, no una opinión. Era la primera vez que alguien lo decía así, sin lástima ni condescendencia. Y, sin embargo, su reflejo en el espejo seguía gritándole “gordita, no encajas”.

A las cinco de la tarde, la oficina se vaciaba, pero Nathan no. Tessa lo encontró en su despacho, revisando proyecciones en la pantalla, con la corbata aflojada y el primer botón de la camisa abierto; por un segundo, Tessa se permitió notar lo atractivo que era: no el hombre de las fotos de prensa, sino este, el que trabajaba hasta que el mundo se rendía.

—Laurent —dijo sin levantar la vista—. Necesito que prepares un correo para la junta. Siéntate. Te dicto.

Ella obedeció, abriendo el portátil en la mesa auxiliar. Mientras tecleaba, sentía los ojos de Nathan sobre ella, no constantes, pero sí precisos: un vistazo a su blusa, que marcaba el contorno de su pecho; otro a la falda, que se había subido un centímetro al sentarse. Tessa intentó ignorarlo, pero su cuerpo no cooperaba: el corazón le latía demasiado rápido, y sus dedos tropezaban en el teclado.

—Para —dijo él, de pronto. Se levantó, rodeó el escritorio y se detuvo a su lado. —Estás tensa. Se nota.

—Lo siento, señor —murmuró ella, mirando la pantalla.

—No te disculpes. —Su voz era baja, con ese filo que usaba para cerrar tratos—. Mírame.

Tessa levantó la vista. Nathan estaba cerca, demasiado. Sus ojos se detuvieron en los suyos, luego bajaron a sus labios, al arco de su cuello. Ella sintió el impulso de tocarse el cabello, de cubrirse, pero se quedó quieta.

—Tu postura —dijo él, inclinándose. Puso una mano en el respaldo de la silla, la otra en el borde de la mesa, encerrándola sin tocarla—. Cuando trabajas conmigo, no te encoges. No te escondes. ¿Entendido?

«¿Qué es lo que me pasa? Parezco una adolescente, nerviosa por la presencia del chico guapo. Es mi jefe.»

Ella asintió, muda. Nathan no se movió. Su mirada volvió a bajar, esta vez a la curva de su pecho, donde la blusa se tensaba ligeramente. Tessa sintió un calor que no era vergüenza, sino algo nuevo, algo que le hacía querer enderezar la espalda en lugar de hundirse.

—Bien —dijo él, enderezándose—. Termina el correo. Y quédate después. Necesito que hagas una lección extra.

—¿Lección? —preguntó ella, con la voz más firme de lo que esperaba.

—Protocolo. —Nathan volvió a su silla, pero no a su pantalla. La miró mientras hablaba—. No en la sala de Clara. Aquí. Conmigo.

Tessa terminó el correo, lo envió y cerró el portátil. El reloj marcaba las siete. La oficina estaba silenciosa. Nathan se levantó, caminó hacia la puerta y, con un movimiento casual, giró la llave. El sonido del cerrojo fue un disparo en el silencio.

—Ven aquí —dijo, señalando el espacio frente a su escritorio.

Tessa se puso de pie, sintiendo el peso de sus propias curvas, pero también algo más: la forma en que él la miraba, como si no hubiera nada más en la habitación. Nathan se acercó, deteniéndose a un paso.

«Solo es laboral. ¡No está pasando nada raro! Esto no tiene nada de extraño, es solo… mi jefe y yo, a solas.»

—Cuando entras a una sala —empezó, con la voz baja y deliberada—, no pides permiso. No miras al suelo. No te disculpas por estar ahí. —Dio un paso más, tan cerca que Tessa olió su colonia—. Camina como si supieras lo que vales.

Ella intentó moverse, pero sus piernas no respondían. Nathan alzó una ceja.

—Muéstrame —ordenó.

«Camina y no te caigas. ¡Solo no te caigas, joder!»

Tessa dio un paso, luego otro, hacia el centro del despacho. Sus tacones resonaron en el suelo. Se sentía observada, pero también viva, como si cada curva de su cuerpo estuviera bajo un reflector que no la juzgaba. Nathan la siguió con la mirada, sin moverse.

—Otra vez —dijo—. Más lento. Hombros atrás.

Ella lo hizo, esta vez consciente de cómo el vestido del día (había cambiado el gris por el azul de la clase) abrazaba sus caderas, cómo su pecho subía al respirar. Nathan se acercó de nuevo, y esta vez, su mano encontró su cintura, ajustándola con un toque firme, no accidental.

—No te encojas, Laurent —susurró, su aliento rozándole la oreja—. Tu cuerpo no es un error. Es un arma. Úsala.

Tessa lo miró, y por un segundo, sus ojos se encontraron sin barreras. Había algo en él que no era el CEO frío: una grieta, un hambre. Ella quiso hablar, pero él ya se había apartado, volviendo al escritorio como si nada hubiera pasado.

—Mañana a las ocho —dijo, sentándose—. Trae el resumen de la junta. Y no uses esa blusa otra vez. Es… —hizo una pausa, buscando la palabra— distracción.

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