Capítulo 6 El toque prohibido

Dos semanas en Aether y Tessa ya no se perdía en los pasillos, pero seguía sintiendo que caminaba sobre cáscaras de huevo.

Desde aquella “lección privada” en su despacho, Tessa notaba algo nuevo en él: no era solo el jefe frío. Sus ojos se detenían en ella más de lo necesario, como si estuviera descifrando un informe que no terminaba de entender.

Ese martes, la agenda era un caos. Una crisis con un proveedor asiático había estallado la noche anterior, y Nathan convocó una reunión de emergencia en la sala de juntas del piso 20. Tessa llegó temprano, con una bandeja de cafés, una pila de informes y un nudo en el estómago.

«No la riegues, Tessa. Tú puedes con esto. »

La sala se llenó rápido: ejecutivos con caras largas, una mujer de finanzas que golpeaba la mesa con el bolígrafo, y Nathan al frente, con la camisa remangada y esa calma tensa que hacía que todos se callaran sin que él lo pidiera.

—Empecemos —dijo, señalando a Tessa con un gesto—. Laurent, el resumen.

Ella se puso de pie, sintiendo todas las miradas como alfileres. Su falda, una talla más ajustada que la semana pasada (Clara había insistido en “resaltar su figura”), le apretaba las caderas, y tuvo que resistir el impulso de jalarla hacia abajo.

«Concéntrate, Tessa. No es momento de pensar en tu trasero ocupando media silla».

Leyó el informe: datos de producción, plazos comprometidos, costos proyectados. Todo iba bien hasta que tropezó con un número.

—El pedido de SunTech… —dijo, y dudó. ¿Eran 400 o 450 unidades? Miró sus notas, pero el silencio de la sala le apretó la garganta.

«Ay, no, Tessa, no te quedes en blanco ahora».

—Cuatrocientas cincuenta —corrigió Nathan, sin alzar la voz, pero con un filo que cortaba el aire. Sus ojos, oscuros y fijos, la atraparon por un segundo antes de pasar al siguiente punto—. Continúa.

Tessa tragó saliva y siguió, pero el error se le quedó pegado como un chicle en el zapato.

«Estúpida, ¿cómo vas a meter la pata en algo tan simple?».

Terminó el resumen con la voz más firme que pudo, pero cuando se sentó, sintió que la silla era un iceberg. Los ejecutivos murmuraron, y la mujer de finanzas alzó una ceja, como si Tessa hubiera confirmado algo que todos sospechaban.

Nathan, sin embargo, no dejó que el murmullo creciera. Cuando un tipo de logística intentó señalar el error con un “creo que deberíamos revisar los datos de la asistente”, Nathan lo cortó con una mirada que podría haber derretido acero.

—Los datos están correctos —dijo, seco—. Laurent dio el resumen. Yo di el número. ¿Algún problema?

El tipo se hundió en su asiento. Tessa parpadeó, sorprendida.

«¿Me está defendiendo? No, Tessa, no alucines. Solo quiere que la reunión no se descarrile.»

Pero la forma en que Nathan la miró al volver a su lugar, un vistazo rápido pero pesado, le hizo sentir un calor que no tenía nada que ver con la vergüenza.

La reunión terminó a las once, con órdenes volando y plazos ajustados. Nathan salió primero, como siempre, y Tessa lo siguió, con su libreta apretada contra el pecho.

«Sigue caminando, no mires atrás, no pienses en que la regaste.»

En el ascensor, solos, él no dijo nada, pero sus dedos tamborilearon en el pasamanos, un tic que Tessa ya reconocía como señal de que algo venía.

—Mi despacho. Ahora —dijo cuando las puertas se abrieron.

Tessa asintió, con el corazón en un puño.

«Listo, te va a despedir por burra. Adiós, Aether.»

Entró al despacho detrás de él, esperando un sermón. Nathan cerró la puerta, no con llave esta vez, pero el clic sonó igual de definitivo. Se quitó la chaqueta, la colgó con precisión quirúrgica y se giró hacia ella.

—Ese error —empezó, apoyándose en el borde del escritorio—. No fue grave, pero no puede repetirse. ¿Entendido? Sabías los datos, no entiendo cómo te quedaste en blanco. Que no se repita.

—Sí, señor —respondió Tessa, mirando al suelo.

«No llores, Tessa. No eres una niña y al menos no te dijo nada en público».

—Mírame —ordenó él, y su voz tenía esa mezcla de autoridad y algo más, algo que hacía que obedecer fuera instintivo.

Ella levantó la vista. Nathan estaba a un metro, con los brazos cruzados, pero sus ojos no eran fríos. La recorrían, deteniéndose en la curva de su cuello, en la blusa que marcaba su pecho más de lo que Tessa hubiera querido.

«No, no, Tessa, no está mirando tu escote. Es tu jefe. ¡Concéntrate, por Dios!»

—Estás tensa —dijo él, dando un paso más cerca—. Se nota en cómo te sientas, en cómo hablas. Si estás tensa, cometes errores. Y yo no tolero errores.

—Lo siento, señor. No volverá a pasar. —Tessa quiso sonar firme, pero su voz tembló un poco.

—No te disculpes. —Nathan se acercó más, hasta que el olor de su colonia, amaderada y limpia, le llenó los pulmones—. Siéntate.

Ella obedeció, tomando la silla frente al escritorio.

«¿Qué está haciendo? No me va a gritar, ¿verdad?»

Nathan no se sentó. En cambio, rodeó la silla y se colocó detrás de ella. Antes de que Tessa pudiera procesarlo, sintió sus manos en sus hombros, firmes, cálidas, apretando con una presión que era más caricia que castigo.

—Relájate, Laurent —dijo, con un tono bajo que vibró en su espalda—. Esto es tu castigo: aprender a soltar la tensión.

Tessa se quedó rígida, con los ojos fijos en la pared.

«¿Me está dando un masaje? ¡Ay, Tessa, esto no está pasando! Tu jefe no te está tocando como si fuera un spa caro».

Pero las manos de Nathan no se detuvieron. Sus pulgares trazaron círculos en la base de su cuello, deslizándose hacia abajo, rozando la línea de su columna. Cada toque era preciso, como si conociera su cuerpo mejor que ella misma. Tessa sintió un escalofrío, no de frío, sino de algo que le hacía querer cerrar los ojos y dejar que ocurriera.

—¿Mejor? —preguntó él, inclinándose. Su aliento le rozó la oreja, y Tessa tuvo que apretar los muslos bajo la falda.

«No, Tessa, no te pongas a fantasear. Esto es trabajo. Trabajo raro, pero trabajo.»

—S-sí, señor —balbuceó, odiándose por el tartamudeo.

—Bien. —Las manos de Nathan bajaron un poco más, justo al borde de sus omóplatos, donde la blusa se tensaba—. Nadie te toca como yo, Laurent. Nadie te hace soltar así. ¿Entendido?

Tessa parpadeó, con el corazón a mil.

«¿Qué dijo? ¡Ay, Dios, esto no es normal! ¿Es posesivo o estoy loca?»

No tuvo tiempo de responder. Nathan se inclinó más, y por un segundo, sus labios rozaron la piel detrás de su oreja, un beso fugaz, impulsivo, que le robó el aire. Ella giró la cabeza, sorprendida, y sus ojos se encontraron, tan cerca que podía ver las motas doradas en los de él.

«Va a besarme otra vez. No, Tessa, no alucines. O sí. Ay, no sé.»

Antes de que pudiera decidir, Nathan se acercó más, sus labios a un suspiro de los suyos. Tessa sintió el calor de su respiración, el peso de su mirada, que no era la del jefe, sino la de un hombre que quería algo y no lo negaba. Ella inclinó la cabeza, casi sin querer, y justo cuando sus labios estaban a punto de tocarse, la puerta se abrió.

—¿Nathan? —La voz de Valeria Duval cortó el aire como un cuchillo.

Tessa se enderezó de un salto, con la cara ardiendo.

«¡Maldita sea, Tessa, te pillaron! Bueno, casi.»

Nathan se apartó con una calma irritante, como si no acabara de estar a punto de besarla. Valeria, con un vestido rojo que gritaba poder y un perfume que llenaba la habitación, los miró de arriba abajo. Sus ojos se detuvieron en Tessa, en su blusa desordenada, en el rubor de sus mejillas.

—Vaya —dijo Valeria, con una sonrisa afilada—. ¿Interrumpo algo?

—No —respondió Nathan, volviendo al escritorio como si nada. —Laurent, el correo para Hong Kong. Ahora.

Tessa asintió, con las manos temblando mientras abría el portátil.

«Sigue trabajando, Tessa. No mires a la víbora esa. Ni a él. Ni pienses en sus manos. ¡Ay, Dios, sus manos! »

Valeria se acercó al escritorio, dejando una carpeta con un movimiento deliberado.

—Sobre SunTech —dijo, ignorando a Tessa—. Necesitamos hablar. A solas.

Nathan la miró, con esa frialdad que apagaba incendios.

—Mañana. Tengo una agenda.

Valeria alzó una ceja, pero no insistió. Dio media vuelta, sus tacones resonando como un desafío. Al salir, miró a Tessa una última vez, con una sonrisa que decía “te tengo en la mira”.

—Termina el correo —dijo Nathan, sin mirarla. Pero cuando Tessa levantó la vista, lo pilló observándola, con esa misma mirada larga, pesada, que hacía que su cuerpo se sintiera vivo y expuesto.

Ella tecleó, con el eco de sus manos en los hombros y el casi-beso quemándole la piel. Algo había cambiado, y no era solo la tensión en la oficina. Era ella, empezando a preguntarse si, tal vez, esas curvas que tanto escondía podían hacer que un hombre como Nathan Martins perdiera el control.

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