


3-El jefe inhumano.
—¿Qué producto de segunda mano es este? —exclamó, girándose para regañar al conserje, sorprendido al ver a la mujer demacrada a la que casi había matado hace un rato—. ¿Tú? —dijo con desdén.
Una vez más, ella estaba en el suelo, con su cabello enredado cubriendo su identidad, parecía que ese era su estado natural.
La mujer levantó su rostro asustado y él finalmente pudo verla.
Sebastián tuvo que admitir que no era fea, pero tampoco era nada especial para él, acostumbrado a mujeres deslumbrantes con cuerpos esculturales y rostros exóticos. Tenía los ojos más grandes que él había visto y eso lo hacía sentir incómodo, el color azul de sus pupilas era único, como el cielo en un día claro de verano, sus labios eran finos y delicadamente rosados, su piel era tan pálida que casi parecía enfermiza, como si nunca hubiera estado al sol, su nariz era fina y respingada, salpicada de pecas marrones, tenía una expresión de terror en su rostro que le ponía la piel de gallina. Mechones de su cabello ardiente caían como líneas verticales sobre su cara. ¿No tenía un peine? Pensó.
—¿Puedes explicar qué haces en mi oficina? —demandó con fuerza, asustando a la mujer y desviando sus pensamientos sobre ella—. ¿Me estás siguiendo?
—N-no señor, eso no es cierto, yo vine a...
—¿Eres una de esas estafadoras que intentan quitarme el dinero? Déjame decirte que no soy un idiota, puedo reconocer a alguien de tu clase...
Helena apretó los dientes y levantó la vista hacia el rostro del hombre arrogante. La chica no se sorprendió al encontrarse con unos ojos almendrados con pupilas de un color marrón rojizo, como si fueran los ojos de un demonio que pudiera atravesar su piel y llegar a su alma. Helena tragó nerviosamente mientras no podía negar lo elegante y hermoso que era, su foto de identificación no le hacía justicia a su rostro en vivo y en directo, su piel tenía un color tostado que la hacía imaginar que el hombre despiadado pasaba mucho tiempo de vacaciones en países caribeños, su rostro estaba perfectamente afeitado, su piel se veía suave y tersa, digna de alguien de su clase, con pómulos prominentes, una mandíbula definida y una nariz griega, su cabello negro azabache perfectamente cortado a los lados y un poco más largo en la parte superior. Parecía el villano perfecto de una película.
—Eso no es... —trató de negar la acusación aún aturdida por la belleza del hombre.
—Sal de mi oficina antes de que llame a la policía —advirtió y extendió su largo y elegante brazo hacia la puerta.
Helena se levantó, agarrando el trapo goteante, mojando sus pies.
—Solo vine a limpiar —exclamó con voz temblorosa.
Sebastián no pudo evitar reírse grotescamente, ella se veía patética.
—No puedo creer que alguien tan tonto como tú trabaje en mi empresa.
Helena se quedó atónita por el comentario del hombre, no podía creer que alguien tan cruel fuera su jefe.
—Tampoco puedo creer que alguien tan inhumano sea el jefe de una empresa tan renombrada —murmuró entre dientes.
El hombre la miró con sus inquietantes ojos negros.
—¿Qué dijiste? —advirtió.
Helena se asustó al darse cuenta de lo que había dicho, tenía que recordar que estaba allí por el dinero, para pagar los gastos médicos de su hermanito, tenía que ser más paciente con el hombre.
—Dije que no puedo creer que tengas productos de limpieza tan malos —mintió, mordiéndose la lengua y pisoteando su dignidad.
Con una voz asustada e intimidada por la mirada depredadora de su jefe, bajó la cabeza y dijo:
—Estoy aquí para trabajar, lamento molestarlo.
Helena se puso de rodillas y volvió a fregar el suelo, tenía que aguantar, no podía renunciar después del primer maltrato, tenía que soportar su trato inhumano.
Sebastián se sentó en su gran y lujoso asiento de cuero que parecía el trono de un rey, sin hacer nada más que observar a su empleada limpiar, arrastrándose por el suelo.
Tenía que admitir que la mujer era buena en su trabajo y eso le molestaba. Odiaba no tener razón.
Miró su taza de café medio bebida y con un rápido movimiento, la arrojó al suelo, rompiéndola y ensuciando el piso con el líquido marrón.
—Te faltó ese lugar —exclamó divertido, cruzando los brazos.
Helena tuvo que tragarse las ganas de insultarlo y apretó los puños sobre el trapo mojado.
Sebastián notó esto y no pudo evitar reírse a carcajadas de su empleada.
—¿Qué pasa? ¿Te sientes impotente? —exclamó, provocándola.
Helena lo ignoró y se arrastró hacia la gran mancha, limpiándola sin decir nada.
—¡Vamos! Sé que quieres golpearme. ¡Adelante, hazlo!
La chica comenzó a limpiar con más vigor.
«Concéntrate en tu trabajo, Helena, no lo escuches, solo quiere derrumbarte.»
Sebastián sonrió divertido.
—¡Vamos, saca toda esa ira que tienes dentro!
Helena dejó de fregar y exprimió el líquido marrón con fuerza, su rostro casi tan rojo como su cabello, ahogándose con los insultos que no salían.
Molesto porque la mujer lo estaba ignorando, dejó de reír.
—Hazlo y estarás en la calle —amenazó con una voz hostil.
Helena sintió el sudor frío recorriendo su cuerpo. Respiró hondo y continuó con su trabajo, ignorando sus insultos.
Sebastián se recostó, mirándola con perplejidad, tenía que admitir que la mujer era dura, podía soportar sus insultos. Muchos otros empleados habrían salido corriendo, o llorado, o incluso gritado "¡Renuncio!". Pero la mujer demacrada no había dicho nada.