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—No eres feliz—. Aquello fue, más que una observación, una queja, y Marissa odió que sonara así. Carraspeó. Simon se giró y la miró como si hubiese olvidado dónde estaba y con quién.  Le sonrió, pero su sonrisa no tocó sus ojos.

—Marissa… estás hermosa.

—¿Sabes? No vale la pena seguir fingiendo. Tienes la expresión de alguien que es supremamente infeliz –insistió ella, y él volvió a sonreír.

—Ah, tú siempre tan bromista. Eso no es cierto.

—Simon –dijo ella en un tono de voz que él no podía confundir con una broma—. No me mientas. No a mí –ella se fue acercando poco a poco, hasta que pudo tomar las manos masculinas entre las suyas. Inevitablemente, sus ojos se humedecieron—.  Te conozco desde que éramos niños, ¿recuerdas? –él la miró y se mordió los labios, seguramente recordando el pacto de no ocultarse nada que habían hecho muchos años atrás.

—Marissa…

—No soporto verte así. Cada día que pasa te siento más lejano. ¿Qué puedo hacer, Simon?

—Estoy aquí. Estoy aquí para ti. Siempre estaré.

—No, no serás capaz de cumplir esa promesa. ¿Y si nos casamos y a la vuelta de un año tú sigues enamorado de ella? ¿Tendré que vivir con el miedo de que vuelva a aparecer?

—Eso no sucederá, y si sucede…

—Y si sucede –lo interrumpió ella—, tu corazón volverá a la vida, y yo tendré que aceptar que esto fue un error y desde un principio debí dejarte ir.

—¿Me estás terminando?

—¿Acaso vale la pena seguir? –él la abrazó quizá un poco rudamente. Metió sus manos entre sus rubios cabellos y la besó.

—No digas tonterías. Mi mujer eres tú. Mi esposa serás tú. Nos casaremos y tendremos hijos guapos… Todavía somos buenos amigos, tú y yo.

—La amistad no es suficiente para un matrimonio…

—Somos compatibles en la cama…

—Ni siquiera el buen sexo puede salvar un matrimonio sin amor…

—¿Estás determinada a llevar nuestra relación al fracaso? –exclamó él casi molesto. Marissa sonrió, aunque fue una sonrisa sin humor.

—Nuestra relación fracasó desde el mismo momento en que tu corazón se inclinó por otra mujer que no era yo—. Simon cerró sus ojos y se alejó de ella. Marissa siguió—: ¿Crees que puedo vivir con la zozobra de saber que, aunque un papel dice que eres mío, en el fondo sé que tu corazón es de otra? ¿Y si por casualidad te la encuentras en una calle, en un avión, o en un supermercado? –Simon estaba recostado a la repisa de la chimenea, mirando las fotografías y adornos sobre ella.

—Eso no sucederá…

—¿Qué me lo garantiza?

—Ella y yo… No es posible, Marissa. Así me la encuentre, así nos quedemos solos sobre el planeta… No hay posibilidad.

—¿Por qué? –él rio.

—¿En realidad quieres saber?

—¿Crees que mi pregunta es retórica? –él hizo una mueca, y suspiró.

—Porque no me perdona lo que te hice –contestó—. Cree que soy un hombre infiel, capaz de llevar una vida doble. Tiene el peor concepto de mí.

—¿La buscaste y hablaste con ella? –susurró Marissa.

—Sí, sí… La busqué en su casa… Yo… necesitaba una pista para saber qué hacer y la busqué. Trataba de poner lo que siento por ti y por ella en una balanza y ella me ayudó a decidir. Johanna me odia—. Antes que persuadirla para que desistiera de terminar la relación, aquello sólo logró convencerla aún más.

Así que él la había ido a buscar, y como ella no le había dado esperanza, había vuelto con ella. Marissa había sido su segunda opción.

Vaya, eso dolía de verdad.

Todo eso sólo indicaba que, si Johanna hubiese querido, lo tendría a su lado ahora, él habría roto el compromiso y todo habría acabado entre los dos. Pero la chica era orgullosa, estaba herida, y eso significaba que tal vez ella también estaba enamorada de verdad.

Lo dicho, esto era un triángulo donde la que sobraba era ella. Toda su vida creyó que no habría nada ni nadie que le robara algo que era suyo. Simon había sido suyo, pero ahora lo había perdido.

Se echó a reír y eso atrajo la atención de Simon, que la miró interrogante.

—Sabes, acabas de quedarte solo, porque yo tampoco quiero seguir contigo.

—Marissa…

—No puedes obligarme, ¿verdad? En cuanto te vayas, llamaré a papá para decirle que lo nuestro se acabó, y que disuelva los convenios que tenga que disolver…

—Mira, eso es innecesario; tú y yo…

—Ese “tú y yo” ya no existe, Simon. Olvídalo. Vete de mi apartamento.

Él la miró terriblemente desolado. Tal vez había pensado tener su consuelo en ella, pero ella no era el premio de consolación de nadie. Ni siquiera de Simon.

—¿Te vas, Simon, por favor?

—Tú me quieres.

—Ya no tanto –mintió—. No quiero a un hombre que no es completamente mío. Mírame. Soy guapa, rica, sofisticada; encontraré a otro hombre pronto y olvidaré que esto pasó. Créeme.

—No hagas esto. No nos hagas esto. Te lo ruego.

—No ruegues –dijo ella con voz dura—. Yo no te rogué a ti que por favor me amaras. ¿Te vas? –Él la miró aún sin poder creérselo. ¡Lo estaban echando! Y ella se veía tan seria…

Marissa miró su reloj, como si de pronto tuviera mucho que hacer y él no fuera más que un estorbo. Caminó hacia la puerta de salida y la abrió de par en par. Simon, como si caminara en el aire, llegó hasta ella y la miró por si acaso había una pizca de vacilación en su rostro.

No la había.

—Sabes que te quiero, ¿verdad? —Marissa se consagraría como la mejor actriz de este lado del océano luego, pues fue capaz de mantener su semblante sereno. Ni siquiera acudieron las lágrimas a sus ojos.

—Sí. Lo sé. Te recordaré sin rencor. Te lo prometo—. Él bajó su cabeza y cerró sus ojos, tenía la respiración agitada, pero cuando la volvió a mirar y vio que ella sólo esperaba a que se fuera, atravesó el umbral de la puerta. Ella la cerró de inmediato y Simon se quedó allí otro largo minuto, por si escuchaba algo, por si sucedía algo que le motivara a llamar de nuevo.

No hubo nada, sólo silencio.

Tragando saliva para desatar el nudo de su garganta, Simon llamó el ascensor para salir del edificio.

Tal como prometió, Marissa llamó a su padre. Hugh Hamilton sólo tenía una hija, Marissa, así que estaba de más decir que era su consentida. En cuanto ella le contó lo que había sucedido, le exigió que fuera a su casa y se lo contara con más calma.

—No, no, papá –dijo ella respirando profundo para mantener sereno su tono de voz—. Ahora sólo quiero estar sola…

—Te vas a poner a llorar y no quiero eso.

—Contigo o sin ti lloraré –rio ella—. Déjame llorar sola.

—Hija…

—Te lo ruego, papá… tal vez en una semana pueda volver a la normalidad.

—¿Quieres que llame a Diana, o a Nina? Estoy seguro de que, si llamo a Mer, se vendrá desde Los Ángeles para verte –Marissa sonrió. Su padre tenía razón, así era Meredith.

—No las llames. Por favor… —escuchó a su padre resoplar.

—Está bien. Pero te estaré llamando.

—De acuerdo—. Y luego de mil recomendaciones, Hugh al fin cortó la llamada. Marissa se recostó en su cama y cerró sus ojos. Su corazón dolía, pero su pesadilla no hacía sino empezar.

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