Capítulo 1. Una fiesta, un bastardo y una provocación

Elira Vassile

La ciudad de Virelia tenía ese tipo de elegancia irritante que lo envolvía todo. El aire olía a perfume caro, las copas nunca estaban vacías y la sonrisa de la gente era siempre dos tonos más brillantes que sus intenciones.

Y allí estaba yo. Odiaba las fiestas. Odiaba el ruido innecesario, las risas falsas y las miradas cargadas de expectativas que nunca terminaban bien. Pero lo que más odiaba eran las parejas felices. Y aquí, en medio de la terraza dorada del Altavie Royal Club, todas parecían sacadas de un maldito anuncio de perfumes.

La terraza estaba iluminada por una mezcla perfecta entre luces cálidas y velas flotantes. El tipo de lugar donde la gente no solo iba a celebrar… sino a ser vista. Y ahí estaba yo: una doctora de bata blanca convertida en adorno elegante por una noche.

Ajusté el tirante de mi vestido negro y caminé con una copa en la mano como si todo me diera igual, aunque por dentro contaba los segundos para desaparecer.

Lo mío eran quirófanos, datos, microscopios. No vestidos entallados, no conversaciones banales, y definitivamente no las parejas felices que parecían multiplicarse como plagas con cada paso que daba.

El vestido que usaba era sencillo, pero lo bastante entallado para que no pasara desapercibida. Y aunque mi maquillaje era impecable, mi expresión no dejaba lugar a dudas: estaba allí por obligación, no por gusto.

Los únicos motivos por los que había aceptado asistir a aquella fiesta eran tres: Primero, había prometido una copa; segundo, Dana era la única persona por la que valía la pena tragarse un cóctel social y tercero, el vino, pero todo lo demás era tortura.

El lugar estaba repleto de gente estúpidamente feliz, vestida con más brillo del necesario, y sonrisas que olían a hipocresía. Virelia y su glamour asquerosamente perfecto. La ciudad del lujo, los secretos… y los idiotas con trajes de diseñador.

—Vino, tinto, seco, no me lo mezcles con jugo, por favor —le dije al camarero con la paciencia de una cirujana en guardia.

—No pongas esa cara, Elira. Pareces a punto de anestesiar a todos con cloroformo —dijo Dana, apareciendo a mi lado como siempre, sonriente y peligrosamente radiante.

—¿Y no sería hermoso? —murmuré, bebiendo como si la copa pudiera salvarme la vida—. Sesenta minutos. Contados.

Dana rodó los ojos.

—No puedes estar así de amargada toda la noche. Prometiste venir y socializar por lo menos una hora —me respondió Dana con una mueca—. Además, el vino es excelente. Y no puedes esconderte toda la noche, porque estás espectacular.

—Y tú prometiste una copa tranquila, no un desfile de compromisos, embarazos y parejas felices a punto de reproducirse como conejos, además, no necesito estar espectacular. Solo necesito estar cuerda.

Dana rodó los ojos y bebió de su copa.

—Estás exagerando.

—Estoy observando —corregí con sorna—. Y te aviso que la próxima pareja que me diga “tú serás la próxima en casarte” se va directo al piso con una patada que le voy a dar en la espinilla.

Dana rio con descaro.

—Bueno, entonces necesito advertirte sobre un peligro mayor. Killian está aquí.

—¿Killian? ¿Quién es Killian?

—Ya te olvidaste, Killian Deveraux. Mi cuñado. Alto, guapo, con cara de pecado y alma de cabrón. Es socio del bufete donde trabaja Mikel. Te lo advierto. Sonríe como un ángel y piensa como un demonio. Y aunque es bueno para pasar un rato, no le veo madera de esposo.

Parpadeé.

—¿Ese es el “encantador bastardo” del que me hablaste?

—Sí. Él mismo. Tiene fama de romper más bragas que contratos. Y tú... tú eres demasiado racional para ese tipo de energúmenos.

Sonreí por primera vez en la noche.

—Tranquila. Ya tuve mi dosis de idiotas encantadores. No necesito una recaída.

—Eso digo yo, pero tiene ese efecto tipo café fuerte: amarga, pero adictiva.

—Yo soy más de té —respondí, bebiendo con calma.

Lo que no dije era que mi instinto ya se había activado. Que, a pesar del barullo, había sentido una mirada clavada en mí desde hacía minutos.

Y que esa incomodidad… me estaba gustando más de lo que me gustaría admitir.

Dana rio.

—Solo digo que si ves a un tipo demasiado perfecto para ser real, probablemente es él. Y sí, ya le advertí que no se te acercara. Está prohibido.

—¿Por ley?

—Por experiencia.

Arqueé una ceja.

—¿Y me lo adviertes porque…?

—Porque tú eres imán para hombres con complejo de dios, y él tiene uno tan grande que ya debería pagarle impuesto. Además, eres mi amiga, no quiero que te rompan el corazón.

—Tranquila. No estoy interesada.

—Perfecto. Porque él sí lo estará.

Dana solo levantó su copa y se marchó a saludar a otra pareja.

Suspiré, me giré hacia la barra y pedí otra copa de vino. Bebí otro sorbo. En el fondo de mi copa había más calma que en toda la terraza. Y aun así… la incomodidad me empezó a rodear como una ola invisible. Algo, o alguien, me estaba observando otra vez. Lo percibía.

Pero no me giré. No todavía. Porque si algo tenía claro, Elira Vassile, era que en Virelia, cuando sientes que el lobo te mira… más vale que no le muestres los dientes tan rápido.

De pronto sentí los vellos de mi cuello, erizarse, sentí esa clase de energía arrogante, cargada de testosterona premium y perfume caro, que no se confundía con nadie.

Y cuando habló… sí, la voz lo confirmó todo.

—Disculpa… ¿Eres parte del menú o simplemente la copa más tentadora de la noche?

Respiré hondo antes de darme la vuelta. Muy despacio. Como quien ya se está arrepintiendo de estar viva.

Y ahí estaba.

Traje negro, camisa blanca sin corbata, reloj de lujo, mirada azul intensa y una sonrisa tan cínica que debería venir con advertencia médica. El rostro perfecto para una campaña de Calvin Klein. El ego perfecto para una denuncia por acoso verbal.

—¿Killian Deveraux? —pregunté con una ceja en alto.

Él sonrió como si fuera una buena noticia.

—Culpable. ¿Nos conocemos?

—No. Pero las advertencias vuelan rápido en esta ciudad.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te dijeron? ¿Que soy irresistible?

—No. Que eres un encantador bastardo con complejo de dios. Y por lo que veo, eso fue quedarse corta.

Killian rio. No una risa falsa. Una risa genuina. Le divertía. Peligroso.

—¿Y tú eres?

—La doctora que no tiene tiempo para tus frases de catálogo ni tu cara de “ya me acosté contigo en otra vida”.

Killian chasqueó la lengua y me recorrió con la mirada. No me inmuté. Estaba acostumbrada a hombres que creían que mirarte era lo mismo que tocarte. Pero este… este me estaba mirando como si quisiera diseccionarme. No por partes, sino por fases.

—¿Doctora, eh? —dijo con un tono que contenía tanto respeto como intención de desvestirme con la lengua—. Eso explica muchas cosas.

—¿Cómo qué?

—Como porqué tienes cara de que si te tocan sin consentimiento, amputas. Y por qué me estás gustando tanto.

—No me interesa gustarte.

—Eso es lo que lo hace mejor.

Apreté la copa con fuerza.

—¿No tienes algo que hacer? ¿Cómo, no sé… firmar demandas o romper otro corazón?

Killian apoyó un codo en la barra y se acercó un poco más.

—No suelo romper corazones. Solo los dejo... mejorados.

—Claro. Y también vacunados, espero.

—Touché —murmuró él, divertido.

Di un paso atrás, sin apurarme, pero con la firmeza de quien sabe que está bailando sobre un campo minado.

—Si estás buscando una mujer que te aplauda las frases baratas, hay varias en este salón dispuestas a fingir un orgasmo con solo ver tu cartera.

—¿Y tú no?

—Yo no finjo nada. Y si alguna vez llegas a tenerme jadeando... será porque lo vales, no porque lo fingí.

Killian se quedó en silencio. Un solo segundo. Después sonrió, con ese brillo de peligro en los ojos.

—Doctora… acabo de enamorarme un poquito.

—Pues qué lástima —repliqué girando sobre mis tacones—. Yo acabo de recordarte que me dan alergia los idiotas bien vestidos.

Y me marché. Con la espalda recta. Con el corazón acelerado.

Siguiente capítulo