Capítulo 2. Ni suave, ni salvaje. Indeseable.
Elira Vassile
—¡Dime que no era él! —espetó Dana, apareciendo como un misil guiado por radar de “metiste la pata”.
—Era él —respondí sin darle tiempo a respirar.
—¡Maldita sea, Elira!
—Relájate —repliqué, bebiendo un sorbo largo de vino—. No le entregué mi alma. Solo lo puse en su sitio. Con educación… más o menos.
Dana se cubrió la cara como si estuviera a punto de presenciar un accidente a cámara lenta.
—Te dije que evitaras a Killian. ¡Ese hombre tiene más advertencias encima que un medicamento ruso sin traducir!
—Y yo te dije que solo venía a acompañarte. Una copa. Tal vez dos. Nadie me advirtió que Virelia andaba suelta con su zoológico de narcisistas.
—No es narcisista. Es un caso perdido. Rompe promesas, contratos y bragas con la misma facilidad.
—¿Y corazones?
—No. Para eso hay que tener sentimientos. Él colecciona mujeres como si fueran trofeos. Y las olvida igual de rápido.
Alcé una ceja.
—¿Y qué te hace pensar que quiero ser parte de su colección?
—Nada. Pero él sí quiere que lo seas.
Guardé silencio un instante, mirando mi copa vacía, como si ahí adentro pudiera encontrar una buena excusa. Y si la encontraba, ¿sería lo suficientemente fuerte para creérmela?
—No pasó nada, Dana. Solo abrió la boca y dijo cosas. Las típicas. Lo mandé a freír espárragos. Fin de la historia.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿Te gustó? —preguntó con una expresión de curiosidad.
Bufé con elegancia. Un talento adquirido con años de aguantar idiotas en congresos médicos.
—No me gustó. Me provocó. Me fastidió. Me miró como si ya me conociera por dentro. Y sí, tal vez por dos segundos, pensé en arrancarle esa camisa con los dientes. ¿Estás satisfecha?
Dana me miró como si le acabara de confesar que me inscribí en un club de lucha clandestina.
—Estoy aterrada.
—¡Deja el dramatismo, mujer! ¡Estás exagerando!
—Elira, tú no eres de las que se quedan enganchadas a un tipo. Pero Killian... él tiene un talento especial para hacer que incluso las racionales pierdan la cabeza. O la ropa.
—Yo tengo ambos bien puestos.
—Todavía —replicó Dana, alzando una ceja.
Iba a responder, pero me detuve. Un escalofrío, apenas perceptible, me recorrió la espalda. No era miedo. Ni frío. Era esa sensación incómoda de estar siendo observada. Un calor extraño se encendió entre mis costillas, una alarma que no sabía si venía de mí o de él.
Giré la cabeza con disimulo.
Y ahí estaba.
Al otro extremo de la terraza, recostado contra la baranda de mármol blanco, copa en mano, y esos malditos ojos azules fijos en mí, como si no hubiera nadie más en la fiesta. Killian Deveraux.
Mirándome como quien ya se apropió de lo que todavía no ha tocado.
—Te está mirando —susurró Dana, aunque no hacía falta decirlo.
—Sí. Como si pudiera leerme los pensamientos... y editarlos a su gusto.
—¿Y tú?
—Estoy decidiendo si lo pateo o si lo ignoro.
—¿Y cuál duele más?
No respondí. Bajé la mirada. Di un paso atrás. Y no volví a mirarlo. Porque lo conocía. No a él, sino a su especie. Ese tipo de hombre que entra por la mirada y se instala en tus impulsos. El que convierte el sarcasmo en juego previo. El que no necesita tocarte para incendiarte.
—Me voy —dije finalmente.
—¿Te vas? ¿Así, sin mirar atrás?
—Si lo hago, él sabrá que ganó algo esta noche. No pienso darle ni eso.
—¿Va a pensar que le tienes miedo?
Caminé hasta la puerta como si no me importara nada. Como si lo que sentía entre las costillas no fuera un calor sospechoso y adictivo.
—Que crea lo que quiera, pero la verdad… es que ese idiota se tiene que preparar para perder.
Seguí caminando con el porte de reina que me caracteriza. El sonido de mis tacones se perdía entre el murmullo de la fiesta, pero no lo suficiente como para callar la voz que rugía en mi cabeza.
No debí hablarle. No debí mirarlo. Y sobre todo… no debí disfrutarlo, aunque fuera solo un segundo.
Al llegar al vestíbulo, me abroché el abrigo con manos firmes y me planté junto a la salida del Altavie Royal Club mientras mi transporte se retrasaba, porque, claro, hasta la app parecía tener sentido del humor esa noche.
Entonces, lo sentí.
Otra vez esa energía detrás de mí. Esa presencia que tenía el tacto de una descarga eléctrica y el ego de un rey sin corona. Ni siquiera tuve que girarme para saber que él estaba allí.
—¿Siempre te vas así de rápido después del primer round, doctora? —preguntó Killian con voz baja, divertida, con esa arrogancia que parecía natural, como el oxígeno en Virelia.
Cerré los ojos un segundo. Respiré hondo y conté hasta tres.
—¿No tienes algo que seducir con tu sonrisa reciclada, Deveraux?
—Pensé en ti, pero no te dejaste. Me siento rechazado. Incluso. Traumatizado.
Giré solo lo necesario para mirarlo de reojo. Estaba ahí, de pie, sin abrigo, con el cuello de la camisa abierto y la mirada fija en mí como si acabara de bajar de su olimpo personal para entretenerse.
—¿Acostumbras a perseguir mujeres que no te soportan?
—Solo las que mienten tan mal como tú. Me gusta cerrar los círculos.
Sonreí sin mostrar los dientes.
—Yo prefiero cerrarlos con un portazo en la cara.
Killian rio, divertido. Se acercó un paso. El aire se volvió más denso.
—Solo quiero resolver una duda médica —dijo con ese tono descarado que traía problemas desde la infancia—. ¿Prefieres el sexo suave... o salvaje, o si no lo sabes podemos descubrirlo juntos?
Parpadeé. Una vez. Dos. Sentí un chispazo de irritación y de... algo más. Luego solté una carcajada seca y lenta. Él me miró con una ceja alzada, esperando. El tipo realmente lo había dicho. En voz alta. Con el descaro de quien pide ketchup en un restaurante de cinco estrellas.
—¿Sabes qué es lo fascinante de ti, Deveraux?
—Todo, según mi ex.
—¿Realmente crees que eres una pregunta a la que alguien quiere responder?
Killian ladeó la cabeza.
—¿Entonces?
—Prefiero el sexo con neuronas, gracias. Lo cual te descarta por completo.
Alzó ambas cejas.
—Ah, claro… la doctora Frígida se pone exquisita.
Lo miré muy despacio. En silencio. Como si lo estuviera evaluando para cirugía cerebral sin anestesia.
—Llámame así otra vez —murmuré—, y te juro que te agarro por las mochilas y se las doy a comer a los perros.
—¿En una bandeja de plata?
—En una bolsa médica.
El silencio que siguió fue corto, pero suficiente para que una pareja que pasaba junto a nosotros se detuviera y fingiera no haber escuchado. Killian apenas les dedicó una sonrisa.
—Me encantas, doctora. Estás tan a la defensiva que parece que ya te hice algo... y no me avisaron.
—Todavía no me haces nada. Pero sigue hablando, y vas a acabar en urgencias. Con hemorragia testicular.
Killian levantó las manos, como si se rindiera, pero con una sonrisa torcida en los labios.
—Lo dicho. Frígida… pero fascinante.
Me giré sin despedirme, porque si me quedaba más, iba a cumplir con mi palabra. No hubo un gesto. Ni una mirada. Solo el golpe de mi abrigo ondeando con autoridad.
Y él… se quedó mirándome como quien no sabe si acaba de perder una batalla o si acaba de declarar una guerra.

























