Capítulo 3. Paciente impertinente
Killian Deveraux
Yo no era el tipo de hombre que se quedaba pensando en mujeres que me decían que no. Me sacudía la negativa como quien se limpia el polvo de una chaqueta cara. Pero esa noche, apoyado en la baranda del club con una copa medio vacía, la imagen de la Doctora Frígida clavándome los ojos como bisturíes me seguía dando vueltas en la cabeza. Y no era precisamente relajante.
—¿Te fuiste a la guerra, Killian? —preguntó uno de mis socios, acercándose con una sonrisa ambigua—. Tienes cara de que te patearon el ego, y eso sí que es extraño. Pensé que ninguna mujer se te resistía.
Bebí sin responder. Mi mirada seguía clavada en el reflejo del ventanal. No veía mi rostro. Veía el de ella. Sus labios tensos. Su mirada afilada. La forma en que se giró sin darme ni una sola palabra de más. Sin despedida. Sin interés.
Eso sí era nuevo para mí, porque hasta ahora ninguna mujer me despreciaba.
—¿Quién era? —insistió él—. ¿Una ex? ¿Una actriz? ¿Una dominatrix emocional?
Solo murmuré:
—Una cirujana.
—Ah, claro. Eso lo explica todo.
Y no, no lo explicaba. Porque Elira no era una mujer que necesitara explicación. Era un puto acertijo en tacones, un algoritmo emocional. Y, para mi mala suerte, el primer enigma que mi arrogancia no había resuelto en tiempo récord.
Elira Vassile
Por mi parte, no tenía tiempo para reflexiones existenciales. Al menos, eso me dije mientras salía del ascensor directo al piso de urgencias.
Había llegado a casa, me había desmaquillado como una adulta funcional, y justo cuando estaba por meterme en la cama… un colega me pidió que lo suplantara en su guardia. Así que esta sería otra noche más en el hospital. Otro grupo de pacientes buscando atención. Otro turno de veinticuatro horas.
Perfecto.
Solo que esta vez, además de bisturíes, llevaba el corazón un poquito apretado.
Dana me había dicho que Killian era peligroso. Que tenía más mujeres heridas que una serie turca de venganza.
Y, aun así, ahí estaba yo: recordando su voz, su maldita sonrisa torcida, el calor de su mirada como si me hubiera tatuado las pupilas.
Fue solo una conversación. Un intercambio tonto de palabras. Un cruce sin importancia. Pero, aun así, algo en mi pecho no terminaba de calmarse.
Suspiré mientras preparaba mi bolso para ir al hospital.
“Fue un error clínico”, me dije. Como cuando se te cae un bisturí al suelo: lo levantas, lo esterilizas, lo olvidas. Fácil. Solo que este hablaba. Flirteaba. Y tenía nombre, apellido… y cara de pecado con traje.
Killian Deveraux.
Me miré en el reflejo una última vez antes de salir del club. La copa ya estaba vacía. Mi ego… un poco más también.
No entendía por qué demonios seguía pensando en ella. Pero lo cierto era que no quería que esa fuera la última escena entre nosotros.
Y si algo sé hacer, es forzar un segundo acto.
Aunque, claro, no sabía que esta vez iba a tener que sangrar literalmente para conseguirlo.
Jamás me había sentido tan humillado por un cuchillo de cocina.
Vale, soy un chef nefasto, lo admito. Pero esa noche, después de llegar de la fiesta, estaba hambriento y tuve la brillante idea de demostrarle a mi ego que podía freír un maldito filete sin incendiar el apartamento.
Pero no pude.
En algún punto, entre el ajo, el aceite hirviendo y mis pensamientos obsesivos con cierta doctora de lengua afilada y ojos peligrosos, el cuchillo decidió independizarse. Resultado: un tajo limpio, bastante doloroso y con suficiente sangre como para preocupar a cualquiera… excepto, tal vez, a Elira Vassile.
¿Y adivinen a qué hospital fui a parar?
Exacto. Al suyo.
¿Coincidencia? Por supuesto que no. Aunque jure que sí, creo que lo hice de manera inconsciente, o de eso me quería convencer.
La verdad es que averigüé dónde trabajaba. Gracias a mi hermano.
Una pequeña búsqueda. Un poco de descaro. Luego un dedo herido. Y listo: tenía excusa médica para verla de nuevo.
Porque sí… soy así de patético. Y sí, también así de determinado.
Elira Vassile
Estaba terminando de atender a un paciente con una fractura en la muñeca cuando la puerta de la sala de curas se abrió de golpe. La enfermera Marta entró como un torbellino, con la cara más blanca que la bata que llevaba puesta y los ojos abiertos, como si acabara de ver a un fantasma… o a Brad Pitt versión 2025.
—¿Pasa algo? —pregunté, dejando el vendaje a medio ajustar—. ¿Te sientes mal?
—Por Dios, doctora… —jadeó, llevándose una mano al pecho como si necesitara soporte emocional urgente—. Acabo de ver al hombre más guapo del planeta… y está sangrando.
Parpadeé.
—¿Sangrando?
—Sí. —Y bajó la voz, como si estuviera revelando un secreto de Estado—. Llegó a emergencias con una herida de arma blanca… ¡Pero está como para chuparse los dedos! Como para dejarle que te clave el bisturí y pedirle que lo haga otra vez.
—Marta… —advertí, conteniendo una sonrisa.
—Lo juro, doctora, no estoy exagerando. Tiene una sonrisa de pecado y unos ojos que te desnudan el alma… y está preguntando por la doctora de guardia. O sea, usted.
Genial.
La enfermera se me adelantó y yo caminé atrás y cuando vi de quién se trataba, ahí estaba él. En urgencias. Con el dedo envuelto en papel de cocina y una historia tan patética como improvisada.
—¿Accidente doméstico, señor Deveraux? —preguntó la enfermera con una mezcla de asombro y fanatismo mal disimulada.
—Un duelo a muerte con un filete —respondió Killian, sonriendo como si fuera la portada de una revista—. Perdí por decisión técnica.
La mujer rio.
—Pase. La doctora de guardia lo atenderá de inmediato.
Killian se levantó y caminó como si fuese un emperador en sus tierras. Llevaba una mano levantada y el cabello ligeramente revuelto, como si hubiera peleado con una tormenta y ganado.
Pero entonces, me vio.
Y el teatro se volvió ópera.
Nuestras miradas se cruzaron. Por un segundo. Medio segundo. Tiempo suficiente para que el sarcasmo se afilara como bisturí.
—¿Otra vez tú? —pregunté, sin levantar una ceja siquiera.
—Lo sé, lo sé. Qué coincidencia, ¿eh?
—Claro. Porque Virelia tiene solo un hospital en toda la ciudad.
—No, pero solo uno con doctora experta en heridas... emocionales.
Tomé la bandeja con instrumental, caminé hacia él y le indiqué con un gesto seco que se sentara.
—Enséñame el dedo.
Killian levantó la mano.
—No lo hagas sonar tan intimidante. Podría malinterpretarse.
Yo ni parpadeé.
—¿Fue profundo?
—Según mis estándares, sí. Suficiente para buscar atención… y por casualidad verte de nuevo.
Revisé la herida. No era tan profunda. Nada que justificara una visita. Nada que no pudiera solucionarse con una tirita y algo de vergüenza.
—¿Esto es todo? —pregunté, buscándolo irritar.
—Mi dignidad también está comprometida. ¿Eso cuenta?
—Solo si me dejas cauterizarla.
Killian rio.
—Dios, me encanta cuando amenazas con términos médicos. Es tan... sexy.
Lo ignoré y tomé una jeringa.
—Esto va a doler. No tanto como tu presencia, pero casi.
Él soltó un quejido teatral cuando sintió el pinchazo.
—¡Ah! Qué manos más frías, doctora.
—Es por falta de paciencia. Se llama “síndrome del imbécil reincidente”.
—¿Y se cura?
—A veces. Sí se aplica el silencio inmediato.
Killian se mordió la sonrisa mientras yo terminaba de limpiar y vendar.
—¿Te pasa con todos los pacientes o solo conmigo?
—Solo con los que llegan con una cortada ridícula y la excusa menos convincente del mundo.
—No fue una excusa. Fue una epifanía. Me dije: “Si voy a sangrar, que sea por una buena causa”.
—¿Y yo soy la causa?
Le lancé una mirada. De esas que podían detener una hemorragia con solo enfriarte el alma.
—Listo. Puedes irte. No olvides tu ego al salir, parece que lo dejaste en la entrada.
Killian se levantó, con su mano vendada, como si hubiera sobrevivido a la guerra. Pero antes de salir, se giró.
—Gracias, doctora. Tus manos pueden ser frías… pero tus ojos tienen fuego. Y sí, sé que suena cursi. Pero también sé que lo pensaste.
—Yo pensé en eutanasiarte. Pero luego recordé el juramento hipocrático.
Killian sonrió.
Y se fue.
Aunque esta vez… no silbaba. Ni reía. Y yo, por primera vez, no sabía si rogar porque no volviera... o porque lo hiciera.

























