Capítulo 4. Jugar con fuego.

Elira Vassile

La cafetera burbujeaba como si estuviera a punto de explotar, mientras Dana tarareaba una canción indecente de reguetón como si fuera una sinfonía de Mozart.

Yo me senté en la banqueta de la isla de cocina, fingiendo leer los mensajes del hospital, pero en realidad estaba haciendo lo imposible por no escuchar lo que venía.

—Te juro que casi nos volteamos la cama, anoche, fue tan apasionante, te juro que mi esposo es un semental —soltó Dana, con una sonrisa de esas que deberían estar prohibidas antes de las nueve de la mañana.

Suspiré. No de envidia. Más bien de agotamiento mental.

—¿Es absolutamente necesario compartir cada detalle gráfico de tu vida sexual mientras sirves café?

—Sí —respondió sin dudar, colocando mi taza frente a mí—. Es parte del contrato tácito de mejores amigas. Tú me escuchas hablar de lo bien que me va en la cama, y yo finjo no notar que llevas más tiempo en abstinencia que una monja en retiro.

Fruncí los labios y me llevé la taza a la boca. El café estaba amargo. O quizá era yo.

—Solo porque no ando por ahí anunciando mis orgasmos no significa que no los tenga.

—Tampoco significa que los tengas —replicó, mordiéndose una galleta, como si acabara de ganar una discusión en la ONU.

La miré con esa expresión clínica que reservo para los pacientes que creen que “solo es un resfriado”.

—¿Te has considerado para un reality show? Podrías llamarlo Dana: Sexo, galletas y sarcasmo.

—¿Lo verías?

—Solo si lo transmiten durante mis guardias nocturnas. Entre una sutura y una tragedia.

Dana se rio a carcajadas.

—Ay, Elira… tú necesitas sexo. Urgente. Pero no ese de vamos a ver qué pasa. Hablo de uno que te borre los últimos tres años de estrés acumulado.

—¿Y tú lo entregas con receta o también haces delivery?

—No me tientes, que soy capaz de abrir una app de citas solo por ti.

Rodé los ojos y me levanté para buscar más café, aunque era evidente que lo que necesitaba no era cafeína, sino tapones para los oídos.

—Te juro —continuó Dana con una seriedad tan falsa como su dieta sin azúcar— que si no te sacas de encima ese hielo emocional, un día vas a explotar en medio de una cirugía y vas a coserle la boca a un paciente que solo quería anestesia local.

—Si ese paciente tiene la voz de Killian Deveraux, te juro que no me arrepentiría.

Dana me miró con una ceja levantada, pero no dijo nada.

Y ahí lo supe.

Había metido la pata.

Hasta el fondo.

—¿Killian Deveraux? —repitió Dana, como si acabara de descubrir oro bajo mi cama—. Espera… ¿Acabas de nombrarlo?

La cucharita que tenía entre los dedos golpeó el borde de la taza con un “tic” sospechoso.

—Lo mencioné como ejemplo clínico. Podría haber usado un idiota promedio, pero me pareció más preciso usar su nombre.

Dana se cruzó de brazos y me miró como si acabara de diagnosticarme con falta de sexo crónica.

—Ajá. Y dime, ¿qué te hizo mi cuñado? ¿Te guiñó un ojo y ya estás lista para hacerle una lobotomía?

—Me ofreció sexo para ver si me gustaba, suave o salvaje. Así, sin anestesia, sin precalentamiento, sin contrato de confidencialidad. Directo a la yugular.

—¿En serio? —abrió la boca con una mezcla de indignación y… ¿Diversión?— ¡Ese bastardo no pierde el tiempo!

—No, Dana. No fue gracioso. Fue como si me hubieran lanzado una propuesta indecente con perfume caro.

Ella se rio.

—Bueno, eso hace Killian. Es su lenguaje. El problema es que muchas entienden “amor” cuando dice “¿vamos a la cama?”. Y contigo se estrelló con un muro de concreto armado, ¿eh?

—Exacto —bufé.

Dana me miraba como si acabara de contarle que había besado a un asesino serial. O peor: que había rechazado a Killian Deveraux en horario prime.

—¿Lo mandaste al diablo… así de fácil? —preguntó, bajando la voz, como si alguien pudiera espiarnos desde las plantas del jardín.

—No al diablo, exactamente. Lo mandé a la realidad. A la zona donde las mujeres no se derriten por frases de catálogo y miradas que prometen orgasmos múltiples sin compromiso emocional.

—Tú sí que sabes cómo matar una fantasía —resopló, dejándose caer sobre el sillón con un suspiro teatral—. ¿Estás segura de que no sentiste ni un poquito de… curiosidad?

Me quedé en silencio y ella abrió la boca sorprendida.

—¡Te dije que no cayeras en sus redes! —espetó Dana, sentándose de golpe con un brillo de frustración en los ojos—. Pero ya qué. Ya te flechó, ¿verdad? No lo niegues. Te conozco.

Abrí la boca para responder, pero me detuve. No tenía caso mentirle a Dana. Me conocía demasiado bien. Sabía leer cada microexpresión. Cada cambio de tono. Cada silencio incómodo.

—No es que me afecte —dije al fin, cruzando los brazos—. Es que me… desconcierta.

—Ajá.

—No me mires así.

—Te desconcierta tanto que todavía estás hablando de él después de veinte minutos.

Rodé los ojos.

—Eso no significa nada. También hablo del tráfico y no me excita.

—Pero Killian no es tráfico, querida. Es un choque múltiple con heridos emocionales.

La miré fijamente.

—No va a pasar nada. No quiero que pase nada.

—Claro. Y yo no quiero helado cuando estoy de dieta.

Me puse de pie con un suspiro.

—Listo, conversación terminada. No quiero hablar de él.

—Sí. Por ahora —canturreó detrás de mí—. Pero recuerda mis palabras, Elira Vassile: cuando uno juega con fuego, no siempre puede salir ileso.

Me giré para responder, pero no dije nada. Porque tenía razón.

Y eso era lo peor.

Porque yo no quería fuego. Pero Killian Deveraux ya me había dejado las manos temblando. Y ni siquiera me había tocado.

—¿No entiendo por qué te molesta tanto hablar sobre Killian? —preguntó, acercándose con esa sonrisa que solo usan las mejores amigas cuando huelen debilidad—. Dime la verdad. ¿Te gustó?

—Por favor —resoplé—. El tipo tiene más ego que ropa, y eso es decir mucho. —Mira, Dana. No estoy interesada. No quiero dramas, no quiero complicaciones y mucho menos quiero un tipo que cree que puede tener a cualquiera con una sonrisa.

—Pero tú no eres cualquiera —dijo con suavidad, sin burlas esta vez.

—Exacto. Y por eso no caí.

La miré con firmeza.

Pero por dentro… todavía podía escuchar su voz, arrogante y seductora, preguntándome si quería saltarme la parte aburrida de la noche.

Y lo peor… era que una parte de mí, pequeña y muy traicionera, aún se preguntaba cómo habría sido decir que sí.

—De acuerdo, no te diré nada más —dijo Dana, levantándose con una sonrisa pícara—. Aunque antes de cerrar el tema, te tengo una noticia que te va a volar la cabeza.

Mis cejas se alzaron. Dana no era de las que daban noticias aburridas.

—¿Cuál?

—Pues, que Killian le preguntó a Mikel por ti. Qué te gustaba, si tenías novio. Y que le había preguntado cómo te gustaba el sexo —suave o salvaje—, y tú le respondiste que 'con neuronas'.

El aire se me atragantó. Parpadeé. Una vez. Dos.

—¿Qué? —mi voz apenas fue un susurro.

—Lo que oyes, doctora. Killian Deveraux, quedó intrigado contigo, quiso saber quién era la mujer que le dijo que no, y cómo seducirte. Así que creo que no te dejará en paz tan fácilmente.

Me quedé mirándola sin saber qué decir, porque por primera vez en mi vida, no supe si Dana me estaba salvando… o condenado.

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