Capítulo 5. Tentación.
Elira Vassile.
La música atronaba, las risas falsas rebotaban en el mármol pulido. Otra maldita fiesta de fin de semana, cortesía de una colega que creía que socializar era la única vía al éxito. Yo, con mi vestido color vino ceñido y tacones que sonaban a amenazas, solo quería desaparecer.
Llevaba una copa en la mano, y la furia me hervía. No con la fiesta. No con mi amiga. Con él. Killian Deveraux. Ese bastardo arrogante. Desde que llegó, no dejaba de desnudarme con la mirada, y estaba a punto de hacerme perder los estribos. Y con lo que me contó Dana, la bilis me subía cada vez que lo sentía cerca.
No debí cantar victoria tan rápido, porque justo cuando pensaba que la noche podría pasar sin cruzarme con él, se acercó. Alto, confiado, copa en mano. Como una tormenta elegante con sonrisa de "me vas a odiar por esto" y esa mirada azul que solo podía describirse como pecado embotellado. Me dieron ganas de lanzarle el vino a la cara. O a los pantalones. Aún no decidía qué dolería más.
Me giré, lista para ignorarlo, pero me siguió como una sombra con traje caro. En un par de pasos, estaba frente a mí, fingiendo que el mundo no se tambaleaba cada vez que entraba en mi campo de visión.
—¿Otra fiesta, otra copa, otra vez tú huyendo de mí? —murmuró con ese tono de voz que era puro veneno envuelto en terciopelo—. No esperaba verte aquí, doctora.
Respiré hondo. Demasiado cerca. Demasiado guapo. Demasiado él.
—No estoy huyendo, Killian. Estoy disfrutando de la velada. Que es distinto —solté con frialdad.
—Curioso —dijo, dando un sorbo a su copa—. Porque tienes la cara de alguien que quiere discutir… y tal vez besarme después.
Solté una carcajada sin gracia.
—¿Ese es tu nuevo truco? ¿Decir idioteces esperando que me derrita como una colegiala?
—No, doctora. Ese fue el viejo truco. Ahora solo vengo a recordarte lo irresistible que soy… y a comprobar si tus labios siguen diciendo “no” mientras tus ojos y tu cuerpo gritan “hazlo”.
Me acerqué un poco, sin miedo. Si quería jugar, jugaría en mi terreno.
—Mis labios dicen “vete”, mis ojos y mi cuerpo dicen “te abriría el estómago con gusto y sin anestesia” y mi mano… bueno, mi mano está considerando usar esta copa como arma contundente.
Él sonrió. Maldita sea. ¿Cómo podía hacer que mis palabras de amenaza sonaran como una invitación?
—¿Entonces no me extrañaste?
—Ni un poquito. Pero extrañé insultarte. Eso sí.
Killian se inclinó apenas, bajando la voz hasta convertirla en una caricia áspera.
—Entonces hagamos esto, Vassile… tú finges que no quieres matarme, y yo finjo que no quiero besarte. ¿Trato?
—Prefiero fingir que no existes.
—¿Sabes qué es lo mejor de tus insultos, doctora? —murmuró cerca, tan cerca que sentí el calor de su aliento en la nuca—. Que solo me dan más ganas de provocarte.
—¿Y sabes qué es lo mejor de tu arrogancia, Deveraux? —le solté sin pestañear—. Que algún día te vas a tragar cada palabra. Espero estar ahí para recetarte algo fuerte para el ego.
Pero él no retrocedió. Al contrario. Dio un paso más. Estaba a nada de mí. Nada. Y sus ojos… maldita sea. Esos ojos decían cosas que mi cuerpo escuchaba, aunque yo quisiera taparme los oídos del alma.
—¿Te molesta que me acerque, doctora? —preguntó con voz baja, como si estuviera confesando un pecado mientras lo cometía.
—No —respondí, firme, aunque sentía un temblor traicionero en las rodillas—. Me molesta que creas que puedes acercarte sin consecuencias.
Su mirada bajó, lenta, peligrosa. No era lasciva. Era peor. Era curiosa. Era clínica. Como si me estuviera estudiando. Como si ya supiera cómo me sonaría gemir su nombre y quisiera confirmar la teoría en campo.
—No deberías mirarme así —murmuró.
—¿Así cómo? —pregunté con el corazón acelerado.
—Como si estuvieras a dos segundos de besarme… o de arrancarme la tráquea con un bisturí.
Dio un paso más, tan cerca que podía sentir el roce de su aliento contra mi rostro, cálido y especiado. La distancia entre nuestros rostros era casi inexistente. Un suspiro más habría bastado para que sus labios se encontraran con los míos.
—Tranquila, no muerdo... a menos que me lo pidan con muchas ganas —susurró, desviando su boca a mi oído y hablándome con voz ronca, haciendo que una corriente de excitación me recorriera de pies a cabeza.
Giré el rostro lentamente, mientras retrocedía un par de pasos. Nuestras miradas se encontraron de nuevo. Sí, tenía ese brillo descarado, esa seguridad asquerosamente sexy de los hombres que saben exactamente el efecto que causan.
Levanté la mano, le toqué apenas el pecho con dos dedos. Lo suficiente para marcar distancia. Lo suficiente para que sintiera que no me tenía ni medio ganada.
—Aléjate, Killian —mi voz salió temblorosa—. No se te ocurra besarme —dije con la voz más letal que encontré—. Porque te juro que te agarro de las mochilas y te estampo contra la baranda.
Él no se inmutó. Sonrió. La clase de sonrisa que dice “valdría la pena sangrar por esto”.
—¿Y si vale la pena? —susurró.
—No eres medicina. Eres un virus con traje caro.
—Y tú… eres la mejor infección que he querido tener.
—Te vas a arrepentir de cada palabra, Killian.
—Espero que sea desnudo —siguió provocándome.
Casi le pego. Lo miré con rabia, con los puños apretados, estaba tan furiosa, pero el muy maldito sonrió.
—Me encanta esa parte de ti. Tan... pasional. Tan propensa a la violencia selectiva. ¿Seguro que no quieres reconsiderar mi propuesta?
—¿Cuál? ¿La de tener sexo con un desconocido con complejo de Casanova reciclado?
—Normalmente me dicen encantador.
—Yo prefiero “alarmantemente intoxicado de testosterona”.
Él bajó la vista a mis labios. Yo sentí un escalofrío. Unos cinco segundos de absoluta tensión flotaron en el aire.
—Sabes que esto entre nosotros está a un empujón de volverse combustión espontánea, ¿cierto?
—También sé que lo tuyo es un juego. Y yo no vine a jugar. Vine a beber. Ahora, si me disculpas, me alejaré antes de que creas que, por tu sonrisa de cabrón, voy a aceptarte una invitación.
Di otro paso atrás. No rápido. No, torpe. Elegante. Controlado. Aunque por dentro mis piernas pedían refuerzos y mi cerebro exigía una orden de alejamiento inmediata.
Killian simplemente levantó su copa, como si brindara por la amenaza que no pronuncié, pero que él había saboreado igual.
—A tu salud, doctora Vassile. Espero que tu corazón tenga un seguro contra incendios.
Y se quedó allí, mirándome mientras me alejaba. Como si supiera que, aunque lo odiara, ya me había tatuado una parte de su nombre bajo la piel.

























