Capítulo 6. Que me trague la tierra.
Elira Vassile
Los días fueron pasando. Me sumí en mi trabajo, en atender a mis pacientes y en sobrevivir a las guardias eternas del hospital. Pero, por más que intentara negarlo, de vez en cuando me sorprendía pensando en él. En ese idiota arrogante. En esa sonrisa torcida que no debería tener efecto y, sin embargo, se me colaba en los pensamientos como una canción pegajosa.
Me preguntaba qué estaría haciendo, si ya se le habría curado el dedo… y, sobre todo, si él también pensaba en mí. Aunque no debería importarme, al parecer mi subconsciente tenía otros planes.
Ese día, salí al mediodía del hospital y decidí hacer algo no aprobado por el comité interno de mi yo responsable: fui a la peluquería. Mi amiga Amelia me había invitado a una cena algo elegante, y aunque mi primer instinto fue inventar una excusa tipo “me explotó el bazo”, terminé aceptando. Una parte de mí necesitaba sentir que mi vida era algo más que sueros, bisturís y sarcasmo como escudo emocional.
Allí estaba, entonces. Punta en blanco como un maniquí de escaparate. Con un vestido esmeralda, escote discreto, pero efectivo, maquillaje suave… y tacones que, honestamente, podrían considerarse un arma blanca si se usaban con suficiente odio.
Caminé. La terraza olía a jazmines y vino caro. Las risas suaves viajaban por el aire. Todo tenía ese aire de velada tranquila que te da la falsa seguridad de que nada va a explotar. Gran error de mi parte pensar de esa manera.
Las luces tenues dibujaban sombras elegantes sobre los rostros de mis amigas, pero nada podía ocultar esa mirada maliciosa que compartían.
Entré al gran salón donde se celebraba la cena y, por un milagro inexplicable, encontré a Amelia casi al fondo, riendo con un grupo de gente que parecía sacado de una revista de moda. Sonrisas perfectas. Copas en mano. Carcajadas que olían a champán caro y autoestima inflada.
Me acerqué con la sonrisa diplomática que uso cuando no quiero parecer antisocial… pero tampoco quiero hablar con nadie.
—¡Elira! —exclamó Amelia, abrazándome como si no me hubiese visto en la mañana.
Me presentó a algunos amigos, y luego caminamos hacia donde estaba sentada Dana. Me saludó con su sonrisa de complicidad, como si estuviera conteniendo un secreto «Sé lo que va a ocurrir», y, Amelia, tamborileaba los dedos sobre su copa con una expresión de “te tengo una sorpresa”.
Yo, por mi parte, me había jurado mantenerme sobria y distante. Elegante, como siempre. Intocable. Pero algo en sus miradas me decía que esa noche mis planes estaban en peligro.
—No pongas esa cara de miedo, Elira. Ni que te fuéramos a dar veneno —dijo Amelia, de pronto empujando una caja hacia mí con la sutileza de un negocio de ventas de coche de alta gama.
La colocó sobre mis piernas, envuelta en papel negro mate con un gran lazo rojo como esos que ves en películas donde alguien termina esposado a la cama. Ya eso me pareció una advertencia.
—La última vez que ustedes dijeron eso terminamos en una clase de yoga acrobática con una monja budista y tres moretones. Perdona, si desconfío.
Amelia soltó una carcajada elegante y peligrosa. El tipo de risa que anunciaba que alguien iba a pasar vergüenza. Seguramente yo.
—Ábrela —dijo Amelia con una sonrisa demasiado brillante para mi gusto, mientras Dana hacía de coro con una carcajada detrás de su copa.
—No, gracias. Me da urticaria la papelería decorativa —respondí, cruzando las piernas y tomando un sorbo de agua como quien se aferra al último bastión de dignidad.
—Vamos, Elira, no muerde —insistió Amelia, empujando suavemente la caja hacia mí—. Es un regalo. Para que recuerdes que, además de neuronas, también tienes… atributos.
—¿Tetas? Sí, las tengo. Funcionan bien, gracias —repliqué, sin mirar la caja. No necesitaba abrirla para saber que no era un par de calcetines.
Amelia bufó.
—No seas aguafiestas. ¿Cuándo fue la última vez que usaste algo que no tuviera algodón y una etiqueta médica?
—Cuando aún creía en el amor eterno y en que el café descafeinado no era un insulto —dije secamente—, y no quiero abrirlo, no quiero ser la payasa de ustedes esta noche.
Dana se carcajeó. Amelia rodó los ojos.
—Solo queremos que te relajes un poco. Que recuerdes que puedes ser sexy sin sentir que estás cometiendo un crimen ético.
—Yo soy sexy. Solo que, en versión quirófano, bisturí en mano. ¿O acaso no hay nada más provocador que una mujer que puede extirparte el apéndice con precisión suiza?
—Sí, claro. Provocas miedo —dijo Dana con dulzura sarcástica—, pero dale mujer esto es inofensivo.
Negué con la cabeza, apretando los labios.
—No voy a abrirla aquí. Me da ansiedad las sorpresas… además, con ustedes siempre acabo haciendo el ridículo, recuerdan aquella vez que fuimos a Las Vegas y por dejarme persuadir con ustedes, terminé bailando salsa en una mesa con un desconocido vestido de Elvis —recordé, empujando el paquete lejos con la punta de los dedos.
Dana soltó una risita. Amelia no se inmutó.
—Es solo un detalle —insistió, golpeando la caja con una uña esmaltada de rojo pasión.
—Es para que recuerdes que bajo ese traje de cirujana hay una mujer.
—Lo sé. La reviso cada mañana en el espejo.
Tomé un sorbo de agua mineral, ignorando cómo la caja parecía palpitar en mis piernas. Amelia suspiró, exasperada.
—Es lencería. De la buena. De la que hace que hasta una factura de impuestos parezca sexy.
—Justo lo que necesito para mis guardias de 36 horas —murmuré, pero el rubor me traicionó, subiendo por mi cuello.
Dana se inclinó, susurrando como si compartiera un secreto de Estado.
—Tienes que estrenarla con alguien. Es la regla.
—¿Qué regla? ¿La de humilla a Elira? —pregunté.
—No digas eso —Dana señaló el escote de mi vestido con su copa—. Con ese cuerpo y esa actitud de “puedo arruinarte y salvarte en la misma noche”, algún afortunado merece el espectáculo. Además, es simple lencería. No es para tanto.
Amelia alzó una ceja.
—Mujer, esa prenda es para matar, estoy segura de que con eso enloquecerías a cualquier hombre. Por favor, ábrela.
Amelia insistió con esa sonrisa de traviesa profesional que había dominado el arte de incomodar con estilo. La caja seguía en mis manos, brillante y tentadora, como una promesa que yo no había pedido. Me negaba a hacer un show. Ni a pasar vergüenza. Pero Amelia era persuasiva. Había minado mis defensas. Solo un poco.
Con resignación teatral, abrí la tapa y vi la prenda. Encaje rojo, tan minúscula y delicada como para no cubrir nada, y lo bastante cara como para arruinar mi cuenta bancaria si siquiera la miraba demasiado.
Mis mejillas enrojecieron de la vergüenza, mientras todas reían.
—¡Dios mío! —escupí el agua—. ¡Esto es para una noche de pasión, no para una cirugía a corazón abierto! Amelia sonrió, satisfecha. —Exacto. Y no cuentes con devolución. —No pienso usarlo.
Fue en ese instante, justo cuando yo miraba el conjunto con cara de “esto debe tener instrucciones de uso”, que escuché el silbido.
—Guao. Si esto es una bienvenida, deberías repetirla más seguido, doctora Vassile.
























