Prólogo

Jaqueline se dejó caer en la orilla de la cama. La habitación era extraña, con estantes llenos de muñecas de porcelana, de rizos rubios perfectos y ojos de cristal que parecían seguirla a donde mirara. Le recordaban la historia que su madre solía contarle antes de dormir, la de la niña que se comía la comida de los osos en una casa perdida en el bosque. Sus ojos recorrían cada rincón con una mezcla de fascinación y miedo. Había demasiadas cosas nuevas. Demasiado silencio.

Su madre se había ido sin decir palabra. Su padre lloraba cada noche a solas, encerrado en el baño, con la puerta cerrada y el alma rota. Jaqueline no se atrevía a preguntar. Lo había hecho una vez, y su padre no pudo responderle. Solo la dejó sola en la mesa y se fue a llorar en silencio. No hacía falta que nadie se lo dijera: su madre los había abandonado. Y días después, su padre también la había dejado. Solo que para siempre.

—No toques mis muñecas con tus manos sucias —dijo una voz aguda detrás de ella.

Jaqueline se giró. Una niña de cabello rubio, tan perfecta y rígida como sus muñecas, la miraba con desdén. No tenía intención alguna de acercarse más.

—No las toqué, Jaz —replicó Jaqueline, arrugando su pequeña nariz con fastidio.

Pero Jazleen no la escuchó, o decidió no hacerlo. Se cruzó de brazos, como si formara una barrera humana entre su prima y sus preciadas reliquias. Jaqueline permaneció sentada, observándola en silencio.

—Mi nombre es Jazleen. No, «Jaz» —la corrigió, con una expresión de clara molestia.

Jaqueline asintió, obediente, bajando la mirada hacia sus propias manos. Sostenía entre ellas su muñeca de tela, la única que tenía. Su madre la había hecho para ella con retazos de ropa vieja. Pensó que no era tan hermosa como las de porcelana, pero para Jaqueline, no había nada que pudiera igualar su valor. Nunca la cambiaría.

La puerta se abrió y Damián, el padre de Jazleen, asomó la cabeza.

—¿Todo bien? —preguntó, dirigiéndose a Jaqueline.

Ella le respondió con una tímida sonrisa.

—Gracias, tío.

Damián notó a Jazleen, rígida y enfurruñada como una estatua frente a sus muñecas, y suspiró con fastidio.

—Jazleen, hay que ser amables con nuestros invitados. Jaqueline se quedará con nosotros por un tiempo, así que espero que le ayudes a sentirse en casa.

Los ojos marrones de Jaqueline se cristalizaron. Apretó con fuerza su muñeca contra el pecho. No quería recordar que ya no tenía a su padre. No tan pronto.

—No quiero compartir mis muñecas con ella —dijo Jazleen con obstinación—. Tiene las manos sucias.

Damián le lanzó una mirada severa.

—Jazleen —advirtió con tono firme.

Antes de que la niña pudiera resoplar, Jaqueline se levantó con cuidado y se acercó a su tío.

—Estoy bien, gracias. ¿Podría dormir en otra habitación? No quiero molestar a Jazleen.

Damián la miró a los ojos, esos ojos marrones, bastante claros, casi como el oro fundiéndose, y que tanto se parecían a los de su hermano. Sintió un nudo en la garganta. Acarició su mejilla con ternura. Jaqueline sonrió a medias, mostrando unos curiosos hoyuelos que le apretaron el corazón.

—Tengo una habitación para ti, solo que aún la están limpiando. ¿Podrías dormir con Jazleen solo por hoy?

—Podría ayudar a limpiar —propuso ella con determinación.

Damián entendió lo que realmente quería decir: quería tener su propio lugar. Un pequeño espacio que pudiera hacer suyo. Asintió.

—Bien. Ven, te mostraré tu nueva habitación.

Jaqueline abrazó con fuerza su muñeca y atrapó la mano de su tío. Él sintió cómo algo cálido le recorría el pecho. Hacía mucho que no sentía ese tipo de conexión. Su esposa y su hija siempre lo criticaban por sus gestos afectivos, así que había dejado de ser cariñoso. Pero Jaqueline... ella era distinta.

Subieron juntos hasta la tercera planta. Allí solo había tres habitaciones: una bodega, un gimnasio y la biblioteca, un espacio que solo él solía usar.

La guio hasta la habitación. El personal de limpieza estaba por terminar. Los muebles ya estaban colocados y el ambiente olía a madera limpia y a futuro. Jaqueline abrió los ojos sorprendida.

—¿Te gusta? —preguntó Damián con una sonrisa.

—Puedes pintar las paredes del color que quieras —añadió, extendiéndole la mano.

Jaqueline la tomó sin dudar, sonriendo con más fuerza.

—Mira el panorama —dijo, llevándola hacia la ventana.

Ella se quedó sin aliento. Desde ahí se veía todo el jardín, árboles altos y verdes, casas a lo lejos. Mucha luz entraba por los ventanales, dibujando formas en el piso.

—Me gusta, tío. Gracias.

Le apretó la mano con gratitud. Damián sintió que algo dentro de él se rompía y se recomponía al mismo tiempo.

—Te compraré lo que necesites, siempre que me digas qué quieres.

—Estoy bien así, tío.

Damián se sentó en la orilla de la cama y le hizo una seña para que se acercara. Tragó saliva. Las palabras le pesaban en la lengua. Ella lo miró con curiosidad.

—Sé que... —empezó, con voz rota.

Jaqueline lo entendió de inmediato. El dolor no necesitaba traducción.

—Sé que todo esto es abrumador. Que tienes muchas preguntas —continuó él con dificultad.

El silencio se instaló entre ambos. Un silencio distinto. Cálido. Sincero.

Damián suspiró, luchando contra la emoción que lo ahogaba. Había perdido a su hermano días atrás, y en medio de ese luto, se prometió cuidar de Jaqueline. Protegerla. Hacerla fuerte.

Ella solo tenía diez años, pero él ya había decidido: no dejaría que el dolor la rompiera. No mientras él pudiera evitarlo.

Siguiente capítulo