Capítulo 3. “Una visita inesperada”
Jaqueline subió la última caja a su Range Rover gris, cerró con fuerza la cajuela y soltó un largo suspiro. Sus ojos se alzaron hacia la majestuosa mansión que la había visto crecer. Aquel lugar, aunque imponente y lujoso, guardaba demasiados silencios incómodos, risas malintencionadas, y una constante sensación de no pertenecer. Allí aprendió a reconocer el bullying disfrazado de bromas, la hipocresía tras las sonrisas elegantes, y ese sutil, pero cortante «no eres bienvenida».
Un nudo se formó en su garganta al recordar el día que cruzó por primera vez esas puertas. La única persona que la hizo sentir parte de una familia fue su tío Damián. Con él compartía tantas cosas, que su presencia logró mitigar la ausencia de su padre, quien, tras una fuerte depresión, terminó perdiéndose en un trágico accidente. El personal de la casa la trataba con frialdad, obedeciendo las órdenes de Jodie y Jazleen, pero a escondidas, la consentían con dulzura y cariño.
—¿Tienes todo? —preguntó Damián, acercándose. Sus ojeras marcadas y el cansancio en su rostro delataban lo difícil que era para él esta despedida. No quería que Jaqueline se fuera. Ella era su alegría constante.
Sin decir nada más, la abrazó. Jaqueline cerró los ojos al sentir sus brazos, reconociendo en ese gesto todo el amor que allí se contenía.
—Sí, tengo todo —respondió, separándose levemente para mirarlo a los ojos—. Promete que te cuidarás, que tomarás tus medicamentos. Si te sientes mal, me llamas. Iré de inmediato. ¿Lo prometes?
Damián asintió con un nudo en la garganta que le impedía hablar. Jaqueline lo miró con ternura, sintiendo que se rompía un poco por dentro al dejarlo.
—Anda, ten cuidado al manejar —murmuró él, acariciando con suavidad su mejilla. En su expresión había algo más profundo que tristeza; era nostalgia pura—. Eres igual a tu madre…
Jaqueline sonrió con melancolía.
—Lo sé. Siempre lo dices.
—Y siempre lo diré —le guiñó un ojo. Pero el momento se vio interrumpido.
La puerta principal se abrió de golpe y apareció Jazleen, impecable, con su bolso de diseñador y las llaves de su auto deportivo brillando en la mano.
—Vaya… ¿Interrumpo algo? —espetó con desdén.
—Ve —susurró Damián a Jaqueline, intentando evitar más tensiones—. Pórtate bien.
Jaqueline le lanzó una última mirada, subió al auto y, al alejarse, lo vio por el retrovisor, de pie en el mismo sitio, saludándola con la mano. No pudo evitar que las lágrimas le rodaran por las mejillas.
Al llegar a la salida de la propiedad, presionó el control del cerco eléctrico y, al cerrarse tras de ella, sintió que una etapa de su vida quedaba definitivamente atrás.
—Tranquila, Jaqueline —susurró, apretando con fuerza el volante—. Todo va a estar bien.
***Dejó la mayoría de las cajas en la entrada del departamento. Exhausta, se sentó en el sofá con su ropa deportiva aún puesta y se quedó dormida sin proponérselo.
Despertó a media noche, desorientada. Caminó por el pasillo que conducía a su habitación, aún impregnado con el aroma a muebles nuevos. Abrió una ventana y se dejó caer sobre la cama. La brisa nocturna movía las cortinas blancas en un vaivén hipnótico, como si danzaran en silencio solo para ella. Aquella imagen la arrulló, hasta que cayó en un sueño extraño… había gritos, lágrimas, dolor. Su madre apareció, besándole la frente con ternura. Le susurraba que la amaba, que algún día todo tendría sentido.
Despertó sobresaltada. Su piel húmeda de sudor, el corazón golpeando su pecho con fuerza. Se llevó la mano al pecho, como intentando calmar esa angustia. Miró hacia la ventana. El amanecer se insinuaba en el horizonte.
«Algún día», pensó. «Algún día llegarán las respuestas que tanto necesito».
***Jaqueline era de esas personas que se levantan temprano por inercia. Hacía todo con calma, sin prisas. Ahora, con su espacio y su privacidad, sentía por fin una paz serena. Se duchó, secó su cabello y eligió ropa cómoda. Al salir de su habitación, echó un vistazo al departamento: había mucho por hacer. Cajas por desempacar, cosas que reorganizar...
—Primero un café —se dijo a sí misma.
Amaba cocinar, y la cocina había sido uno de los motivos por los que eligió ese lugar. La isla, los acabados, la luz natural… todo le recordaba los días con su madre, preparando galletas y pasteles juntas.
Se sentó en la butaca con su taza caliente entre las manos, disfrutando del silencio… hasta que el timbre rompió la calma.
Frunció el ceño. Tal vez se habían equivocado de departamento. No escuchó nada más, y regresó a su café. Pero entonces volvió a sonar. Se levantó, cruzó el pasillo y se asomó por la mirilla.
—No… —susurró, sorprendida.
Abrió la puerta. Frente a ella, con una sonrisa cálida y un contenedor de vidrio en las manos, estaba Mónica, el ama de llaves de Damián. Una mujer que siempre le demostró afecto sincero.
—¿Mónica? —preguntó incrédula.
—Sí, soy yo. ¿Me vas a dejar pasar o me dejas aquí con el desayuno?
Jaqueline rio, emocionada.
—¡Claro que sí! Pasa, por favor.
Mónica entró, sorprendida por la amplitud del lugar y la cantidad de luz.
—Vas a necesitar cortinas oscuras como en la mansión —bromeó.
—Lo sé. Ya me está doliendo la vista —respondió Jaqueline, divertida, mientras tomaba el contenedor.
—¡Qué rico huele, Moni! ¡Gracias! —dijo, destapando el desayuno favorito de su infancia: panqueques, con pequeños recipientes de miel, mantequilla y mermelada.
La abrazó con fuerza.
—Apenas me fui ayer… y ya te extraño.
Mónica tragó saliva para no llorar.
—Yo también… por eso vine. —Se acomodó en una de las sillas de la isla—. Y porque tengo algo que decirte.
Jaqueline la miró con curiosidad mientras buscaba un tenedor.
—¿Qué pasó?
—He renunciado anoche.
Jaqueline se quedó congelada, el bocado a medio camino.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque estaba harta. Sabes que estaba al borde con esas dos —respondió con firmeza, evitando contarle que las encontró destrozando su antigua habitación. Que gritó, que las enfrentó, que tiró el mandil a la cara de Jodie con una dignidad que jamás olvidaría.
—¿Qué te hicieron? —preguntó Jaqueline con el rostro encendido de furia.
—Nada que no hicieran antes. Pero ya no tenía sentido quedarme… No sin ti. —Sonrió con dulzura—. ¿No necesitas ama de llaves?
Jaqueline rio con alivio.
—Contratada.
—Me acomodo donde sea, no pido el mismo sueldo, solo lo necesario.
—No te preocupes por eso. ¿Tienes que ir por tus cosas?
—Tu tío las guardó en el almacén de la mansión. Dormí en casa de una amiga.
—Pues hoy mismo las recogemos. Te instalas. Y oficialmente empiezas el lunes. Bienvenida a casa, Mónica.
Ambas se abrazaron de nuevo. Por primera vez en mucho tiempo, Jaqueline sintió que algo bueno estaba comenzando.



















