Capítulo 4. “Un vecino”
Jaqueline bajó con esfuerzo la puerta de la cajuela de su auto. El calor de la tarde le humedecía la frente y el leve zumbido del tráfico en la distancia marcaba el ritmo de su mudanza. Se inclinó con cuidado para cargar la última caja, que parecía más pesada que las demás. Un mechón de su cabello negro cayó entre sus ojos, obligándola a soplar con impaciencia para apartarlo. La caja crujió apenas entre sus brazos cuando se enderezó bruscamente y se giró hacia el edificio.
Fue entonces cuando chocó contra algo.
O más bien, contra alguien.
Un cuerpo alto, sólido como una pared. El impacto la hizo tambalear levemente, y el aroma a menta fresca y madera oscura la envolvió de inmediato. El hombre frente a ella gruñó entre dientes, molesto.
—Lo siento, lo siento —se apresuró a decir Jaqueline, sin alzar la mirada al principio. Pero al hacerlo, sus ojos se toparon con unos grises, acerados, fríos, cargados de fastidio e irritación. Por un momento, olvidó lo que iba a decir. Se le fue el aire.
—Tenga más cuidado —espetó él, con un tono gélido. Su voz era grave, elegante, como si no estuviera acostumbrado a repetir las cosas. Aún tenía el móvil pegado a la oreja, pero bajó la mano al notar que ella seguía ahí. Sus ojos recorrieron su rostro con detenimiento.
—¿Qué no se fija? —añadió, molesto, como si ella fuera una distracción innecesaria en su día perfectamente ordenado.
Jaqueline frunció el ceño, sintiendo la chispa de su temperamento encenderse.
—Si viene hablando por el móvil, también debería mirar por dónde camina, ¿no le parece? —respondió con ironía, sosteniendo la caja contra su pecho. Luego, con un suspiro forzado, añadió—: Por cierto, ya me he disculpado.
El hombre no contestó. Simplemente, la observó con ese aire superior, como si su presencia hablara por él. Jaqueline negó con la cabeza, molesta, lo esquivó con paso firme y se dirigió a la entrada del edificio sin mirar atrás.
—Tan buen porte, pero sin modales... —masculló entre dientes.
Cruzó el lobby y llegó al ascensor. Mientras esperaba que bajara, consideró dejar la caja en el suelo para descansar los brazos, pero su orgullo se impuso. Respiró hondo. Cuando por fin las puertas se deslizaron con un leve zumbido, entró rápidamente, presionó el botón de su piso... luego, por error, otro. Maldijo por lo bajo y rectificó. Se recargó en la pared de acero, fría como el carácter del hombre con el que acababa de encontrarse.
Cuando alzó la mirada hacia las puertas, justo antes de que se cerraran, un suspiro de resignación se escapó de sus labios.
—No puede ser... —murmuró.
Él venía caminando con paso firme y entró al ascensor justo antes de que las puertas se cerraran. Su figura imponente llenó el espacio reducido. Jaqueline apretó los labios, fingiendo no notarlo. Clavó la mirada en los números que subían lentamente.
«Avanza más rápido...», pensó con desesperación.
—¿Vive en el edificio? —preguntó él, su voz ahora más calmada, aunque igual de intensa.
Jaqueline no lo miró.
—Sí —respondió, seca, con un gesto neutro.
—¿En qué piso?
Ella giró el rostro lentamente para observarlo, con una ceja arqueada y expresión impasible.
—Con todo respeto, pero no lo conozco. —Sus palabras eran firmes, y su mirada, cortante. Sentía la misma irritación inexplicable que la invadió al chocar con él.
El hombre sonrió por primera vez. Se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared opuesta, como si le divirtiera el desafío.
—Bien... lo descubriré por mi cuenta.
Jaqueline lo miró sin palabras, intentando leer si estaba bromeando o simplemente era un arrogante encantado consigo mismo. Decidió ignorarlo. Volvió a observar los números que ascendían lentamente. Faltaban aún varios pisos.
El ascensor se detuvo.
—¿Ahora qué? —murmuró ella.
Las puertas se abrieron y un grupo de mujeres jóvenes se preparaba para entrar. Reían entre ellas, pero al ver al hombre de traje oscuro y porte elegante dentro, su charla cesó de golpe. Entraron entre miradas disimuladas y sonrisas coquetas.
Él, como si fuera completamente ajeno al efecto que causaba, se giró levemente hacia ellas.
—Buenos días, señoritas.
Las risitas se multiplicaron. Jaqueline rodó los ojos en blanco sin disimulo. Lo hizo con tal naturalidad que el hombre lo notó... y sonrió, divertido.
La caja parecía pesarle más ahora, o quizá era el ambiente cargado lo que la agobiaba. Finalmente, el grupo de mujeres descendió dos pisos después, agitando las manos hacia él en una despedida tonta. Apenas se cerraron las puertas, Jaqueline soltó un suspiro contenido.
—Solo quedan tres pisos. En dos, descubriré cuál es el suyo —comentó él, sin mirarla directamente.
Ella lo miró de reojo, sorprendida por su insistencia.
Cuando el ascensor se detuvo una vez más, Jaqueline decidió no darle el gusto. Salió sin decir palabra en el piso anterior al suyo. Miró rápidamente el pasillo. Solo había una puerta.
Justo cuando pensó que había escapado, escuchó su voz detrás.
—Así que este es su piso.
Se giró con la caja, aún en brazos, y lo encaró.
—Sí. Mi novio y yo vivimos aquí. Así que deje de acosarme —disparó con frialdad, aunque sabía que estaba improvisando. Sus mejillas ardieron al instante.
Él alzó ambas cejas, sorprendido.
—¿Acosarla? —repitió, incrédulo. Las puertas del ascensor se iban a cerrar, pero puso una mano para detenerlas. —Disculpe si le he dado esa impresión. Solo quería conocer a mis nuevos vecinos. Suelo ser directo, sí... pero jamás un acosador.
Hubo algo en su tono que la hizo dudar. Jaqueline parpadeó, desconcertada. Su corazón latía un poco más rápido de lo normal.
—Disculpe... —musitó, bajando un poco la mirada.
—¿Puedo saber su nombre, vecina? —preguntó, con la voz ahora suave, casi provocadora.
Jaqueline lo miró con cierto recelo, pero también con curiosidad.
—Soy Jaqueline.
Él sonrió, complacido.
—Mucho gusto, señorita Jaqueline. Mi nombre es Burak.
Y entonces, enmarcado por el acero del ascensor y la tenue luz del pasillo, con una sonrisa que tenía más secretos de los que Jaqueline estaba lista para descubrir, Burak Demir dejó que la puerta del ascensor se cerrara lentamente entre ellos.
Pero no sin antes lanzar una última mirada que se le quedó grabada por mucho más tiempo del que quiso admitir.



















