Capítulo 5. ¿Señor?
Jaqueline, aun con la caja apretada contra el pecho, soltó un suspiro, apenas vio que el elevador volvía a su piso. Al entrar, repasó mentalmente lo que acababa de ocurrir. Ya había notado al hombre elegante desde el primer día, su presencia imponía, pero ahora sabía quién era: el dueño del ático. Lo recordó por la descripción del agente inmobiliario.
«Cuidado con ese. Tiene un aire que hace que el aire pese más cuando entra en una habitación.»
Las puertas se abrieron en el piso superior y se encontró con Mónica esperándola, visiblemente inquieta.
—¿Por qué has tardado tanto? Ya iba a bajar a buscarte —dijo Mónica con el ceño fruncido.
—Había mucha gente en el elevador —respondió Jaqueline con un tono más seco de lo habitual, mientras dejaba la caja en el recibidor. Mónica alzó una ceja, notando el matiz.
—¿Todo bien? Pareces irritada.
Jaqueline negó con la cabeza, se acercó a la isla de granito donde había dejado su teléfono y lo tomó sin responder de inmediato.
—¿Pasa algo?
—Tu tío ha estado marcando. Dice que te comuniques, apenas puedas.
Jaqueline asintió. Marcó de inmediato. Al tercer tono, escuchó la voz profunda y familiar de Damián.
—¿Dónde andas, pequeña?
—Subiendo la última caja de mudanza. ¿Estás bien? ¿Qué ocurre?
El silencio al otro lado fue breve, pero denso.
—Es Jazleen. Discutimos durante el desayuno. Jodie la manipula a su antojo. Ya no sé qué hacer, Jackie. Estoy cansado… de todo.
Jaqueline se sentó lentamente en una de las sillas del comedor, sintiendo un nudo en el pecho.
—¿Has pensado en separarte?
Una pausa. Un suspiro largo.
—Si lo hago, perderé la mitad de lo que me ha tomado años construir. Amo lo que he creado, Jackie. No quiero que lo destruyan con una firma.
—Pero, ¿y tu salud mental? ¿Tu paz?
—Créeme, lo he pensado. Pero no quiero amargar tu mañana.
—Jamás sería una molestia. Si algún día necesitas que te saque de ahí, lo haré sin pensarlo. Lo sabes, ¿verdad?
—Lo sé, hija. Gracias por estar siempre. Te dejo, me voy a jugar golf con Smith. Me servirá despejarme un poco.
—Cuídate, tío.
Colgó y dejó el móvil sobre la barra. Mónica la observaba desde la caja que estaba por abrir.
—¿Estás bien?
Jaqueline forzó una sonrisa.
—Sí. Solo cansada. Iré a darme un baño. ¿Te gustó tu habitación?
—Mucha luz. Es perfecta —respondió Mónica, sonriendo.
Con el paso de las horas, el departamento cobró vida. Las cajas desaparecieron una a una, reemplazadas por nuevos objetos que Jaqueline había elegido con cuidado: una lámpara de araña de cristal, cuadros de Da Vinci, una sala beige de cuero, una alfombra mullida que acariciaba los pies, un papel tapiz que abrazaba la luz de forma cálida.
—Haré la cena —anunció Mónica al dirigirse a la cocina.
—¿Y si salimos a cenar? Hay un restaurante italiano cerca. Lo vi en línea.
—Tú mandas.
Se arreglaron con rapidez y bajaron por el elevador hasta el estacionamiento privado. Apenas caminaron unos metros hacia el auto, una voz masculina llamó a Jaqueline.
—¡Jaqueline!
Ella se giró y lo vio.
—¿Kerem?
—El mismo —dijo él, sonriendo con sinceridad mientras se acercaba y le daba un beso en la mejilla—. ¿Qué haces por aquí?
—Vivo aquí. Compré el departamento. ¿Tú?
—Vine a ver a mi hermano… Odia que llegue tarde —dijo mirando el reloj—. Pero qué gusto verte. Nos vemos el lunes, ¿sí?
Se despidieron y Jaqueline condujo hasta el restaurante. Una terraza iluminada por faroles cálidos las recibió. La comida fue deliciosa, el vino perfecto. Pero Jaqueline, en medio de la conversación, se distrajo.
Allí, en una de las mesas cercanas, estaba él.
El hombre del elevador.
Traje oscuro, elegante. A su lado, una rubia impecable, de sonrisa brillante. Jaqueline parpadeó. De repente, sintió que tal vez debió haberse arreglado más.
—¿Pasa algo? —preguntó Mónica.
—No. Estoy llena —respondió, dejando a medias su postre.
Y entonces ocurrió.
Él la miró.
Burak giró la cabeza con naturalidad, pero al encontrarla, se quedó quieto. Había algo en esa mujer... sus ojos claros, su boca, la manera en que movía el cabello al reacomodarse. No podía apartar la mirada. Se sintió atraído por ella de una forma inexplicable. Intensa. Cruda. Casi incómoda.
La mujer a su lado seguía hablando animadamente. Ni siquiera notó que Burak no le prestaba atención.
«¿Qué diablos me pasa?»
Jaqueline desvió la mirada. Tomó la tarjeta que dejó el mesero. Pagaron. Se marcharon.
Burak las siguió con la mirada hasta que desaparecieron por completo. Su mente aún registraba cada detalle: su figura, su cabello, sus caderas marcadas por aquellos pantalones, su andar. ¿Quién era?
—¿Burak? —La voz de la mujer lo trajo de vuelta.
—¿Eh?
—Pareces distraído.
—No, no. Te escucho. Hablabas del diseño de la cocina.
—Sí, exacto. Una cocina abierta, grande, con materiales naturales. Puedo mostrarte algunos planos…
Ella seguía hablando. Burak asentía. Pero su mente ya no estaba allí.
«¿Por qué no sales de mi cabeza?»



















